De aprendices de torquemadas y de maestros en carcajadas
En un mismo día leo estos dos titulares. «Tachan de machista a Dani Rovira por un comentario que» —él asegura— «hizo en defensa de las mujeres». Y pocas páginas más allá este de la actriz Macarena Gómez: «Me encanta que un hombre me abra la puerta, eso no es machismo». Me entero entonces de que a Rovira casi lo crucifican vía Internet por un tuit en el que aconsejaba a los hombres no mirar las marquesinas callejeras «No vaya a ser que, por unas fotos de Intimissimi (de Irina Shayk en sostén, aclaro yo), os tachen de machistas». Por lo visto fue tal el chorreo de tuits y retuits que pocas horas más tarde tuvo que pedir perdón de hinojos en la red. Y dos veces, además, porque la primera, en la que decía que no era su intención ofender ni provocar, no calmó los ánimos, de modo que procedió a disculparse más dramáticamente argumentando que él había crecido en una sociedad machista, mea culpa, y que obviamente formaba parte del género opresor, mea maxima culpa, pero que, sin embargo y aun así, no podía arrancarse el pene por mucho que deseara una sociedad igualitaria. A continuación acababa su pliego de descargo diciendo que ojalá se hubiera metido el tuit ofensor «por el ojal» y suplicaba le permitieran seguir luchando «a vuestro lado, si me lo permitís y me dejáis un hueco». Menos contrita, pero también con aire pecador, se mostraba la actriz Macarena Gómez en el otro artículo. En él, y pisando huevos para no herir sensibilidades, reconocía que le gustaba que los hombres le retirasen la silla para que pudiese sentarse, también que le abrieran la puerta y que no se sentía agredida por estos gestos de cortesía. ¿Agredida? ¿Por gestos de cortesía? A mí que me hagan un mapita, porque cada vez entiendo menos. Ahora resulta que los hombres llevan toda la vida agrediéndome y yo sin darme cuenta. Si me dejaban pasar primero en el ascensor me estaban faltando, si me ayudaban con un bulto pesado me hacían de menos y, al cederme el asiento, me basureaban, me destrataban. De hecho, tengo amigos que no se atreven a decirle a una compañera de trabajo o a una conocida «Qué guapa estás» por miedo a que lo llamen troglodita. En cuanto al comentario de Dani Rovira, ¿a quién puede ofender una advertencia irónica sobre una perfecta obviedad? Que Irina Shayk está buenísima en ese anuncio lo digo hasta yo y supongo —aunque tal como está el patio cualquiera sabe— que eso no me convierte en cavernícola o en marimacho. Uno de los pasmos de los que peinamos canas es observar cómo generaciones posteriores a las nuestras, criadas en libertad, que no conocieron la censura ni el peso de una moralina puritana y agobiante, han acabado por desarrollar tics tanto o más autoritarios e intransigentes que los que sufrimos nosotros de los torquemadas de antaño. A los inquisidores de ahora (plus ça change, plus c’est la même chose) les fascina achicharrar en la hoguera de la corrección política a todo aquel que no comulgue con su sagrado credo. Amparados en que sus causas (el feminismo, la lucha contra la xenofobia, contra el maltrato animal o contra la homofobia) son justas —y nadie duda de que lo sean— se dedican a repartir carnets de idoneidad. Y el que no se pliega a los mandatos de sus santas tablas de la ley al punto es estigmatizado, condenado a las tinieblas exteriores del insulto y el vituperio. Un planazo además esto del vituperio, un orgiástico festín para los aprendices de Savonarolas porque, resguardados en el anonimato de las redes pueden, oh, divino placer, hundir a todo quisque, liquidar a un artista de renombre, tumbar a un gran intelectual, ridiculizar a un premio Nobel. Yo pienso que es una pena que existan estos devotos de la hoguera, pero no tanto por sus tendencias pirómanas sino porque hacen que olvidemos otras voces críticas que también viven en las redes y que están llenas de talento. Hablo de los creadores de chistes y memes rebosantes de ingenio, de inteligencia, de sabiduría. Unos y otros cumplen —o pretenden cumplir— la misma función social, denunciar los abusos, contradicciones y estupideces del mundo en que vivimos. Pero los primeros lo hacen agitando el negro dedo de los inquisidores mientras que los segundos se valen de la más espléndida arma de destrucción masiva que se conoce, la risa. La carcajada capaz de acabar con el predicamento de hasta el más poderoso por aquello de que se puede sobrevivir a todo menos al ridículo. Claro que su uso requiere talento, algo que no está al alcance de Torquemadas o Savonarolas.
Carmen Posadas