Los tímidos labios del joven poeta abrieron sus comisuras para intentar liberar, como a un tesoro, el pudoroso secreto que ocultaban. Su bello amigo observaba las flores detrás de la ventana humedecida por la llovizna matutina. La visión del rocío en las hojas del jardín lo había mantenido en una absorta contemplación. Pensaba en que el rocío se asemeja a las lágrimas, cuando la voz de su compañero quebró el silencio suspendido.
–Mi corazón alberga la vergüenza.
Pero no hubo respuesta. El silencio se reconstituyó en el ambiente, deliciosamente penetrado por el melodioso canto de un jilguero extraviado, de vez en vez, a intervalos matemáticos.
Christopher desabrochó un botón de su camisa de encaje blanco y palpó su lívido pecho en dirección a su corazón. Sintió el ritmo de éste y no pudo evitar pasar la mirada por los verdosos conductos de sangre en sus brazos. Los rastreó hasta sus afilados dedos. Uno de sus dedos se posó en el cristal empañado y éste derramó una lágrima. La contemplación del jardín ya no le pareció tan interesante, pues su interés había regresado del jardín saltando por la ventana de madera, y se deslizaba con pasos medidos por el salón. Pero su mirada permanecía hacia el frente, de espaldas a Claudio.
Claudio llevó la mano a sus cabellos y, haciendo la mueca del que persiste en un intento arriesgado, se acercó a su igualmente joven amigo. Tocó el hombro de éste sobre su gabardina exhalando su aliento sobre el cuello blanco y limpio. Christopher cerró los ojos y un escalofrío le produjo un agradable estremecimiento. Fastidiado por tantas frases ignoradas y por la molesta certeza de la burla, Claudio jaló del hombro de Christopher en un rápido movimiento, volteándolo violentamente. Entonces éste, haciendo una elegante mueca de extrañeza, lo mira fijamente a los ojos. Claudio tiembla y baja la mirada. El rubor de la rosa se instala en sus mejillas. Arden y el momento le es insoportable. Quiere caer de rodillas rindiendo sus tensados músculos. Desea caer en los zapatos de Christopher y llorar hasta producir una inundación. Pero resiste y permanece de pie en la plena experimentación de la culpa. Siente entonces esa fuerza que lo obliga a doblegarse y grita angustiosamente sin producir sonido; luego un eco muerto se multiplica interminablemente en la habitación. Christopher lanza estridentes carcajadas y sale de la habitación, azotando sonoramente la puerta.
Para cuando éste ha regresado, a la hora de los vespertinos fulgores, encuentra a su amigo en la misma habitación sombría, taciturno, meditando en lo que habría de suceder. En la cara de Christopher se adivina una sonrisa apenas notoria. Las sábanas siguen desordenadas. Por todo el cuarto se dispersan hojas de papel con notas envejeciendo prematuramente.
–Sólo quise decirte que…
Pero Claudio es interrumpido: el frío dedo índice de Christopher se ha posado en su boca trémula. Luego el dedo cambia a la boca purpurina…
El beso arrebata los sentidos de Claudio y los eleva más allá del éter celestial, por sobre la bóveda de las estrellas. Placenteras visiones se proyectan veloz, vertiginosamente en su mente: los recuerdos de su infancia sobre el musgo delicado, los copos de nieve cayendo desde la aurora, el envolvente índigo de los océanos. Llora por lo hermoso del instante y ruega en su interior por su eterna prolongación. Pero el beso cesa en un brusco abandono. El recuerdo de esta gloria corre a perderse a los cajones de la imprecisa memoria, dejando tras de sí una pesada estela y una amarga sensación de despojo. Su cuerpo, vaciado de energía, está excesivamente cansado y siente unas ganas incontrolables de tirarse a la cama y dormir.
–Lo sé.
Fue la respuesta a la confesión de amor, a la entrega incondicional jamás realizada.
Mientras Claudio se recostaba penosamente, se sintió terriblemente desnudo; pero al palparse reconoce sus ropas. Supo entonces y para siempre que pertenecía a Christopher. Recordó el extraño día en el cual Christopher entró en su vida y se quedó, sin más, desde el principio. Recordó las aves comportándose de forma inusual afuera de su casa. Pensó en las velas cuyas mechas ardían o se extinguían como si estuviesen vivas. Y justo en ese instante, Christopher tocó uno de las cortinas de fina gasa y ésta, simplemente, comienzo a incendiarse.
Aleqs Garrigóz