En la última hora de oscuridad el aire olía a hierba mojada y a verano tardío, y la brisa, fresca e indolente, empujaba en el cielo rumbo al norte unas nubes albinas. Me ajusté los cordones de las zapatillas, puse en marcha el pulsómetro e inicié, a trote cómodo y siguiendo la fila de farolas, el recorrido acostumbrado. La primera de las cinco vueltas al campo de golf, por la acera que señala sus límites. Mientras, en el borde del lago las ranas croaban sin compás definido, y entre el césped los conejos eran pequeños bultos vivarachos y sigilosos punteando el claroscuro previo al amanecer.
Había un utilitario detenido en una esquina, junto al arriate en el que falto de riego y afecto malvive desde siempre un naranjo borde. Dentro del coche una mujer joven se retocaba el maquillaje ante el espejo del quitasol.
─Buen día, amigo ─saludé al naranjo. Por hablar con alguien.
En la segunda vuelta, vi que la mujer vertía líquido de un termo a un vaso de plástico y se lo pasaba a un hombre sentado a su lado. Cerca, una moto aparcada. El sol ya se había impuesto por completo a los últimos vestigios de la noche.
En la tercera me dio tiempo a fijarme lo suficiente como para sentirme testigo involuntario de una cita difícil de clasificar. Bebían a pequeños sorbos, mojaban galletas, sonreían. Ajenos al entorno, se miraban con una afección despreocupada, con esa paz singular que transmite la suavidad por dentro y por fuera de ciertas personas. En su acogedor habitáculo todo en ellos era mudo. Íntimo. La brisa había derivado hacia un robusto vientecillo que agitaba las hojas del naranjo anacoreta, y algunas gotas persistentes de rocío lagrimeaban sobre el capó. Ranas aparte, el silencio crujía.
─Café para dos ─reflexioné─. Los desayunos son igual que los hogares, de lejos se asemejan, de cerca huelen diferente.
Al pasar en la cuarta vuelta, el hombre salía del coche para despedirse con un beso fugaz por el hueco de la ventanilla a la vez que unos dedos largos y frágiles le recomponían el flequillo. Luego desapareció sobre su moto.
En la quinta, junto al árbol no quedaba nadie.
Desde entonces y con pocas variantes la situación se repitió con puntualidad monacal. Descubrí en ellos gestos que dejaban pocas dudas. El cariño, como el dinero, es difícil de ocultar. No parecía una relación pasional, impetuosa, desmedida. Sin embargo, nunca antes había detectado un espacio abierto tan cerrado para dos personas.
—¿Qué opinas de estos dos? —me dio por preguntarle un día al naranjo. Por toda respuesta, una rama cimbreó con cadencia musical.
Por Navidad quedé en verme con una amiga escritora que vive cerca. Comimos en un restaurante de su pueblo. Reparé en la camarera. La joven de los desayunos clandestinos. No me reconoció, yo a ella sí. Inconfundibles sus manos aristocráticas de uñas con manicura francesa. Dos pájaros de cristal. El perfil del rostro equilibrado y dulce. La mirada franca, un punto reconcentrada, como cuando se estudian de noche las estrellas. Me costó tragar algunos bocados, por los nervios, por estar pendiente de no observarla más de la cuenta, por un no sé qué que me entró. Durante la comida anduvo entre las mesas el cocinero, un larguirucho de cuidada perilla y la punta del mandil enganchada al cinturón. Mi amiga me informó de que el negocio lo llevaba esa pareja.
En la sobremesa ella se interesó por mi trabajo.
—¿De qué va tu próxima novela?
—Es una historia de amor. Estoy empezándola.
—¿No te cansas?
—¿De escribir o del amor?
—De que tus novelas giren todas alrededor del amor —respondió, con una sonrisa tan simpática como intencionada.
Miré a la camarera, luego al del mandil, por último recordé al motero.
—El amor es como los desayunos, no existen dos idénticos aunque por fuera lo parezcan. Cuando lo acabe te pasaré el manuscrito para que lo revises. —Mientras hablaba le alcancé un cestillo con fresas que había comprado para ella. Tomó una, complacida. Le animé, con un guiño, a degustarla.— Me interesa mucho tu punto de vista.
—Gracias. Lo haré. Encantada, como siempre.
—Creo que te va a gustar.
—¿La novela?
—No, la fresa.
Salí de allí con la seguridad de llevar en mi cabeza el cincuenta por ciento de la documentación para mi historia.
Una mañana salí a entrenar más temprano de lo habitual. Desde cierta distancia vi a la chica apearse del vehículo y fijar con cinta adhesiva un papel en el tronco del naranjo. Después se marchó al volante para enseguida perderse por el laberinto de calles de la urbanización. Continué mi carrera y a los pocos minutos la moto con el hombre me adelantó a baja velocidad. Miraba a todas partes, inquieto, como buscando algo o a alguien. Dado el tiempo transcurrido y por la dirección que llevaba, era lógico suponer que venía de leer la nota y que, por la razón que fuera, trataba de dar con su compañera. Cuando en la segunda vuelta llegué a la altura del naranjo casi piso el papel, arrugado en el suelo.
Cometí la indiscreción de leerlo. Una despedida rotunda e inapelable. Lo deposité al pie del árbol como quien deposita flores en el monumento al Soldado Desconocido. Al terminar el entrenamiento, de regreso a mi casa, me encontré de frente con el coche de ella, medio oculto en una calle discreta. La joven tenía el semblante paralizado, de una tristeza desplomada. Los operarios municipales estaban barriendo a esa hora las calles, así que la despedida debió de ir a parar al capazo de la basura. Entonces yo me sorprendí pensando en cómo los retales de felicidad siempre vuelan con más pena que gloria hacia el pozo hermético del olvido.
El sábado de esa misma semana fui a comer al restaurante. Solo. Al abonar mi cuenta a la camarera, deslicé en la bandeja un sobre con una nota manuscrita. «Algunas veces un amor puede decepcionar, la buena compañía jamás. Cualquier persona lúcida daría media vida por desayunar como vosotros.» Caminando hasta mi coche y a través del ventanal la vi meter con disimulo la nota dentro de su bolsillo. Cuando salió presurosa a buscarme, yo alcanzaba la primera curva de la carretera.
Estos días me ocupo de las últimas correcciones de la novela. He viajado por el corazón de unos personajes que saben de secretos, de parpadeos instintivos y de galletas mojadas en café, en una suerte de safari a la busca y captura de sentimientos ajenos. Intenté aprehender por sorpresa algunos de tales sentimientos, sobre todo de los que no pueden exteriorizarse. Al principio los así con fuerza para que no se me escaparan, si bien finalmente dejé en libertad a la mayoría. Que vuelen a su aire, sin apropiármelos para condenarlos a quedar para siempre disecados en las páginas de un libro. En esta novela he escrito poco de amores concretos y mucho entre líneas.
No obstante, es probable que a mi amiga escritora la historia le parezca similar a otras. Que le aburra y me lo confiese, siempre ha sido sincera en sus valoraciones. Entonces no tendré más remedio que volver a invitarla a fresas.
Rafael Borrás Aviñó
Colaborador de Canal Literatura en la sección « Desde mi sillín»
De cómo a través de una rutina diaria de cinco vueltas alguien pueda hacer todo un viaje emocional. Magnífica prosa sutil y visual, a través de los detalles, que hace cómplice al lector tanto en menjaje como en la historia en sí misma .
Me ha encantado señor Borras.
Saludos.
Cuando menos te lo esperas estas liturgias deportivas proporcionan material emotivo de buena calidad. Eso sí, hay que entrenar también los sentidos para mantenerlos siempre alerta. No es difícil.
Gracias, Amelia.
A veces, no quiere más a los animales aquel que tiene la casa llena de ellos, simplemente es un coleccionista. Lo mismo ocurre con los amores, hay gente que sólo disfruta coleccionándolos en una especie de catálogo de fracasos. No sé si esto tenga mucho que ver con lo que quieres transmitir pero yo lo he sentido así. Un saludo.
Me parece que la palabra «amor» debe ser de las más adjetivadas en cualquier idioma del planeta. El adjetivo fracasado es el menos usado y, sin embargo, el que mejor se ajusta a la realidad estadística.
Estoy contigo: los seres humanos anteponemos con demasiada frecuencia la cantidad a la calidad. En todo y desde Adán y Eva.
Gracias, José.
No te prodigas mucho, así que, cuando nos envías estos textos desde tu sillín, los difrutamos. Bastante más que las fresas. Además, yo prefiero los melocotones…
Un beso muy grande.
La vieja guardia debe dejar espacio a las nuevas, frescas y bulliciosas incorporaciones en estado de gracia.
Seguimos en la atalaya, pero más como lectores.
Un día hemos de reflexionar a dúo sobre el lirismo de según qué frutas.
Otro beso para ti, Elena. Gracias por el comentario.
Podría ser una vuelta o cinco mil, lo importante es el alma de un escritor: una esponja que, ávida, se nutre de todo lo que le rodea. Después desliza su sensualidad por el cuerpo desnudo y expuesto del mundo, dejando a su paso (con verdadero poso) infinitas burbujas de paisajes, lugares, personas e historias de sentimientos y voluntades.
Por cierto, me pasa como a Elena, no me gustan las fresas. Me quedo con las manzanas, menos sensuales pero más tentadoras, ays 😉
En esta historia, ¿la sensualidad emana del observador/narrador o de los personajes? Probablemente, entre quienes la lean habrá opiniones divididas.
Yo creo que la verosimilitud es a la fantasía lo que la gasolina al fuego; trenzar entonces ficción y sensualidad no comporta demasiado trabajo.
Gracias, Mar. Te debo una.