La paloma se desplomó en pleno vuelo.
Aquella nube tóxica provocó que el ave cayera en picado sobre el camión. El conductor transportaba envases para el laboratorio de la calle Zeus. El impacto fracturó el parabrisas y el camionero se asustó mucho, como es natural. El pájaro estaba completamente naranja. Eso se dijo.
La calle Zeus, si eso importa, está dentro del área industrial, a pocos kilómetros de la cárcel de Meco. La zona, salvo por los gemidos metálicos que de vez en cuando emite la fábrica de caucho, era un erial de tranquilidad zen. Hasta aquel día.
El escape procedía de la nave de productos químicos que se sitúa justo enfrente del laboratorio. Enseguida se formó una nube densa que se expandió de manera incontrolable, lo que disparó todas las alarmas. La enorme nebulosa danzó en el viento como si tuviera vida propia para pasar de lo imposible a lo simplemente increíble, multiplicando su tamaño hasta convertir el cielo en un mar naranja.
La maldita sustancia se metía por todas partes, empapando las cosas de ese horrible tono chillón. Muchos empleados del laboratorio se acercaron con curiosidad a las ventanas, pero estaban empañadas por el espantoso color calabaza que bloqueaba la visibilidad al exterior y provocaba una auténtica vena de locura en el interior. La directora técnica sufrió un ataque de ansiedad que derivó en síncope, lo que aumentó el sentimiento de desesperación entre sus compañeros.
El aire en toda la zona se volvió muy denso, muy naranja y muy difícil de respirar. La nube coloreaba los árboles convirtiéndolos en zanahorias gigantes cuyas ramas se doblegaban a su paso. Un nogal centenario también acabó teñido por la contaminación.
La Policía y los científicos revisaron varias veces todas las circunstancias del caso y llegaron a la conclusión de que la nube se había producido al reaccionar por error óxido nítrico con cloruro férrico. Según pude saber, en la mezcla también abundaban elementos poco habituales, como la isovalina. Los primeros informes concluyeron que la mayoría de los aminoácidos eran racémicos, algo excesivamente extraño para provenir de una simple fábrica de principios activos.
Pero la Policía no hizo mucho más y se limitó a rodear la zona por una alta alambrada de espino. Unos carteles a intervalos regulares decían «NO ACERCARSE» acompañados del símbolo de «Riesgo químico».
Yo deseaba saber con exactitud qué había sucedido, así que fui varias veces a hablar con los responsables de la fábrica. Les exigí, les insistí, les supliqué, pero fue en vano: no nos dijeron nada. He dicho «nos». Mi mujer trabajaba en el laboratorio, y, en el momento del escape, paseaba y fumaba relajadamente por el estrecho y feo jardín que no conoce jardinero y que rodea todo el edificio. Fue la persona que tuvo mayor exposición a la zona crítica.
Cuando intentó escapar, ya era tarde: aquella sustancia subió por su nariz y se introdujo en sus pulmones. Ella sintió que la sangre le latía con fuerza en las sienes y tuvo que apoyar la cabeza contra la pared para evitar un desmayo. Durante unos días se notó algo mareada y enferma. Pero, como desaparecieron todos los síntomas, pensé que no tendría secuelas importantes. Me equivoqué.
Mi mujer se llama Rocío. Ella era el corazón de la investigación en el laboratorio. Tenía una dedicación estajanovista por su oficio. Una persona estupenda hasta que aquella cosa, sólo Dios sabe lo que era, la hizo cambiar.
Y, aunque el hecho de vivir signifique ya cambiar, la nube naranja modificó su comportamiento de una forma inexplicable. Una extraña energía había despertado en su interior, convirtiendo su mente en un revuelto neuroquímico. Si al principio observé su evolución con curiosidad distante más que con temor, tras una larga y vana resistencia, me hundí en la absoluta oscuridad. Más allá de los cambios, lo que más me asustaba eran sus mentiras, con las que restaba importancia a sus variaciones y justificaba cualquier actitud, por muy extravagante que fuera. Todo le parecía normal.
Nunca me ha preocupado la mentira, creo que forma parte de la naturaleza de las personas y hace que el mundo sea más interesante. Sin embargo, desde lo de la nube, no decía ni una palabra de verdad.
Los primeros cambios se tradujeron en su dieta. Si antes era una vegetariana estricta, ahora se había vuelto adicta a la carne, en especial a los artículos de casquería, como entresijos o zarajos, que ingería de una forma animal, desagradable. Unos ruidos subían de su estómago mientras masticaba; sonidos que recordaban las regurgitaciones de un gato.
Dejó de cocinar y condimentar los alimentos, ahora los comía crudos, por lo que ya no probaba lo que yo cocinaba. A esta extraña actitud había que sumar un incremento de su agresividad sexual. Si antes de la intoxicación le gustaba hacer el amor de manera tierna y telenovelesca, ahora era raro el día en que no me cubría de arañazos y magulladuras; heridas que intentaba disimular inútilmente para que no las descubriesen en mi trabajo. Durante un tiempo intenté atender a sus exageradas demandas sexuales, pero su apetito había aumentado tanto que tuve que recurrir a diversos estimulantes para paliar una fatiga que se acumulaba diariamente.
Pero los cambios que más me angustiaron, hasta el grado de empezar a temer a mi mujer, fueron los físicos. Su mirada, antes dulce, ahora era rápida, precisa, con un fondo de insatisfacción permanente. Su piel, antes suave y cálida, ahora se había vuelto escamosa, naranja y repleta de unas pequeñas protuberancias de textura arenosa que, al tocarlas, se desconchaban y desprendían un líquido resbaladizo muy difícil de contener. Sus vértebras se volvieron muy pronunciadas, hasta el punto de que estaban adoptando forma de espinas, y le recorrían toda la columna. Destacaban más en la zona del cuello. Bajo cada espina se levantaba una especie de pliegue membranoso que le daba a mi mujer en conjunto el aspecto de un cabracho.
Debo decir que a Rocío nunca le preocuparon estos cambios físicos, por los que yo sentía un enorme terror que me impedía dormir. Mientras yo pasaba noches enteras en vela, buscando el lado fresco de la almohada cada dos minutos, Rocío dormía a pierna suelta y la mar de tranquila. Su visión era de lo más optimista. Según ella, los cambios sólo eran signos propios de una intoxicación y se disolverían con el tiempo. Su discurso siempre era tan vehemente que yo la escuchaba con estúpido asombro.
Sus dientes modificaron sorprendentemente su fisionomía hasta un nivel monstruoso. Si antes eran de una perfección perturbadora, ahora se estaban volviendo afilados, picudos, y estaban perdiendo su densidad y color para volverse casi totalmente transparentes. Eran dientes de serpiente. A esta mutación tan horrible la acompañó una variación en su aliento. Su boca emitía un calor muy intenso que llegaba a quemar cuando besaba. Este extraño y repulsivo hálito llameante parecía proceder de unas cavidades que le habían nacido debajo de la lengua, que ahora era extremadamente rugosa y áspera.
Dicen que las personas que comprenden las cosas más duras son más amables con los demás. En mi caso no fue así. Desde que percibí los cambios físicos en mi mujer, me volví misántropo y abúlico. Y, si no me convertí en un alcohólico, poco me faltó, porque bebía a diario para que la vida me resultara algo más soportable. También me aislé de todo contacto humano y evitaba cualquier visita que pudiera descubrir la verdadera naturaleza de Rocío.
A pesar de todos los horribles cambios, y como quería seguir con mi mujer, siempre decidía sobreponerme y seguir adelante, y me mostré excepcionalmente tolerante con ella. Durante un tiempo intenté actuar según el guión, engañándome con todas mis fuerzas. No había nada malo en ello. Todo el mundo lo hace, todo el mundo se engaña. Y funcionó.
Pero mi actitud cambió con aquel incidente, aquel día terrible, cuando, al volver del trabajo, encontré herido a Sinclair, un cairn terrier que traje a casa cuando era una bola del tamaño de un puño, y que aliviaba mis angustias en los momentos más difíciles. Sinclair tenía en la pata una venda manchada de sangre. Se me heló el corazón. Su mirada era tan conmovedoramente triste que sólo de recordarla se me cae rodando alguna lágrima. Rocío no perdió el aplomo en ningún momento; al parecer, ella misma la había vendado de manera casi profesional. Según su versión, Sinclair se había enganchado con un alambre en el parque. Hice un último acto de fe e intenté creer lo que me decía. Nervioso y lleno de ansiedad, llevé a mi perro al veterinario. Tras recibirnos y examinarle la pata, llamó a sus compañeros. Todos los empleados de la clínica invadieron la mesilla alrededor de Sinclair. Nadie sabía qué le ocurría. Al perro le faltaban tres dedos. Una espantosa solución espumosa de color naranja recubría su herida. En ese momento creí que me abandonaban los sentidos y que me moría. Acababa de perder mi última sombra de esperanza. Y, aunque el instinto me incitaba a huir y llegué a hacer las maletas, finalmente me arrepentí, y decidí seguir hasta averiguar qué le estaba pasando a mi mujer.
A partir de ese momento, el miedo a compartir cama con Rocío me provocaba tanta tensión mental que preferí noquearme algunas noches con tranquilizantes antes de acostarme. Llevaba demasiados días sin dormir, y mi demacrada y ojerosa cara estaba perdiendo cualquier atisbo de humanidad, por lo que no tenía más remedio que forzar el descanso artificialmente. Pero los días que dormía drogado me despertaba totalmente cubierto de moratones y heridas por todo el cuerpo. Eso no fue lo peor. Con el tiempo, empecé a sentirme atraído a ella por una magia inexplicable, y mi aspecto empezó a cambiar. También mi comportamiento se asemejó al suyo. Me sentía contagiado de su enfermedad. Y lo peor de todo es que ahora mi piel está empezando a parecerse a la suya.
David Martínez Garrido
Estupendo relato de ciencia-ficción. Espero. Y qué bien escrito.
Un fuerte abrazo.
He leído tu relato…. Eres un steve king microscópico con una diferencia notable en tu sensibilidad …. destaca tu personalidad …..endulzas y embelleces hasta lo más monstruoso…..en resumen hay una doble lectura ya que hay sentimientos encontrados por la realidad y la fantasía, la verdad y la mentira y, las apariencias….
Tu cerebro negocia con un final inesperado….o tal vez visto en otras ocasiones pero aún así sorprendente…..
Nos atrapas con tu verbo. De hecho, he tomado una extraña aversión a las naranjas. Por si acaso.
Enhorabuena, David.
Simplemente sobresaliente!
Mis felicitaciones al Sr. Martinez por el uso de las figuras literarias.
Ante todo resulta impresionante como la utilización de la metáfora puede lograr enriquecer de este modo tan espectacular el relato.
Increíble en todos los sentidos, fondo, forma, técnica etc….
Un abrazo al autor y espero impaciente poder disfrutar de algún relato con su firma en breve.