La primera vez que la vi alzaba la cabeza desde su asiento de ventanilla en aquél sucio autobús para estirar sus músculos y conseguir salir de un sueño que por la leve sonrisa que asomaba en la comisura de sus labios debió ser reconfortante. El trayecto era largo, lleno de angostas escaladas a montañas imposibles, recorriendo llanuras desoladas y acompañando como de la mano los suaves cursos de algunos ríos. Quise saber su nombre, sin otro motivo que poder llamar a aquél pelo y a aquella cara de algún modo. Me miró varias veces, siempre con un atisbo de controlada indiferencia que me resultaba tranquilizador, siempre con unos ojos entornados, testigos de quién sabe cuántas luchas, cuántos desamores, cuántas ilusiones, siempre con un brillo en su sonrisa conciliador, humilde, cuidadosamente articulado. Después se hizo de noche, y el suave ronroneo del motor y la lectura de algunos capítulos de Rayuela me sumieron en un sueño dulce, tedioso, sin consistencia, oscuro y vívido en el que me veía frente a un gran ventanal, en una habitación excesivamente cálida, vestido con extrañas vestimentas neorrealistas, contemplando cómo un grupo de campesinos trabajaban la era con esa dedicación, entrega e ilusión que embarga a quien vive del campo, a quien deja pasar sus días entre árboles, perros sin dueño pero sin hambre, a quién no conoce más preocupación que vivir, trabajando sin mesura con el noble fin de tener una patata cocida en el plato, un vaso de vino en la taza, una cama limpia en la que soñar… En mi sueño llovía sin fuerza pero con consistencia, empapando aquellos rostros robustos, regando una vez más aquél paisaje verde sobre fondo gris que, supongo, tanto echaba de menos.
Tardé varias horas en despertarme sin sobresaltos. La noche era cerrada aún, y apenas quedaban viajeros en el autobús. La miré sin darme cuenta, aún envuelto en los cálidos abrazos de mi sueño. Ella dormía, plegada en su asiento, con una expresión resuelta. Seguramente soñaba. La mañana rompió del mismo modo que se había ido el día, con una brusquedad fulminante, con una sutil celeridad. Noté por eso que llaman el rabillo del ojo cómo ella se revolvía y se incorporaba lentamente con el rostro ya cansado, y miraba con frágil interés por la ventanilla sucia.
El autobús se detuvo en un borde polvoriento de la carretera, y supe que había llegado a mi destino. Mientras recogía mis escasas pertenencias pude ver el gesto de impaciencia del conductor en el espejo retrovisor desde donde controlaba al pasaje y me apeé rápidamente, despidiéndome con amabilidad del chófer.
El autobús arrancó de nuevo levantando, una vez más, absurdas polvaredas, y sólo cuando se perdía en un horizonte imposiblemente hostil caí en la cuenta de que la joven se había bajado también. Nos miramos e instintivamente miramos a nuestro alrededor, buscando qué buscábamos, intentando saber por qué nos habíamos bajado allí. Todo cuanto alcanzaba nuestra visión se reducía a kilómetros de extensión estéril, marrón, tostada por un sol, que ya a aquellas tempranas horas del día, castigaba con una ferocidad desmedida.
Sólo una vieja cabaña a escasos trescientos metros lograba romper la monotonía de un paisaje lleno de tristeza, carente de vida. Comencé a caminar hacia la caseta, arrastrando unos pies que injustificadamente estaban ya cansados, sintiendo sed, preguntándome qué hacía allí, por qué había hecho aquél viaje, qué necesitaba encontrar en la cabaña…
Ella me seguía en silencio, arrastrando también sus sandalias con aires de completo abatimiento, siguiendo mis inciertos pasos, preguntándose, con toda seguridad, lo mismo que yo. Varios pájaros de gran envergadura surcaban un cielo transparente sólo empañado por alguna que otra nube densa, blanca, que con movimientos gráciles dibujaban formas algodonosas, ciertamente divertidas. Cuanto más caminábamos, más lejos parecía estar la cabaña, que en aquél momento resolví estar construida de piedra, con paja en su denostado tejado. Muchos pensamientos surcaron mi acalorada cabeza, con una velocidad que no me permitía asimilar con plenitud, y así mi camino hasta la puerta de la casita ( ahora que ya estaba frente a su pequeña puerta no podía llamarla cabaña pues sería faltar la verdad, y de paso ser injusto ) transcurrió como un delirio narcotizante de calor y alucinación. Ella llegó escasos minutos después, y los dos nos vimos contemplando la puerta en silencio, sin saber muy bien qué hacer. Nos miramos, y entonces pude ver nostalgia en sus ojos sin color, pero con ese color que tiene la pena. Atravesar la puerta supuso entrar en un mundo ajeno a aquél sol terrible, pues la oscuridad era absoluta en el interior de la casita. Logramos encontrar a tientas una vieja bombilla que accionando un generador eléctrico de formas extrañas dio vida al habitáculo. El interior, ahora levemente iluminado, era más grande de lo que cabría esperar y en sus paredes de barro colgaban todo tipo de objetos obsoletos, absurdos. Así podíamos ver viejos llaveros decimonónicos, aperos de labranza fabricados con goma, o armas blancas de todo tipo, cuyas hojas, sustituían el frío acero por papel pautado…
La muchacha reflejaba en su rostro cansado la necesidad imperiosa de dormir, acunada por la levedad lumínica de la sala, y buscó una lejana esquina, abarrotada de cojines indios, en la que reposar su cansancio y su tedio. Me pidió agua, y yo busqué por la estancia hasta encontrar un agujero en el suelo, en la parte más alejada de la entrada, donde, metiendo la mano apenas unos centímetros, se podía sentir el fresco caudal de un arroyo. Encontré una vasija de cerámica con extraños dibujos precolombinos y antes de saciar mi propia necesidad, le tendí el frescor del agua a la muchacha. Bebió sin prisa, sin pausa, mojando su garganta seca, y sólo cuando hubo terminado el contenido me miró con sincera satisfacción, desde una lejanía imposible y logró esbozar una sonrisa amplia pero escueta, antes de dejarse llevar definitivamente por el sueño. Tras beber no recuerdo cuántos vasos de agua, sentí su mismo
cansancio, su misma necesidad de evadirme de aquella sinrazón, y busqué un sitio al lado de la muchacha donde tumbarme. Conseguí escuchar su leve respiración, ver sus ojos cerrados, levemente ocultos por su cabello fino y abundante, coger su mano fría antes de sumirme en la calma de un sueño compartido, de una aventura a dos, que dura ya media eternidad…
Xiao Ameiro