El primer paseo. Por Camelia

 Después de la cena con los amigos, la sobremesa se prolongó hasta pasada la medianoche.

La madrugada les sorprendió cuando dormían profundamente. Sonó el ring del despertador. Bruno alargo el brazo y paro la alarma.

Era lunes y por delante mucho por hacer, desde primera hora de la mañana, no habia tiempo para ser remolón. Tras darse los buenos días, Bruno insistió en que Bety se quedase un poco más en la cama pero ella prefirió acompañarlo a desayunar.

No quería perder ni un solo minuto de su compañía.

Cuando llegó ya sabia que durante su estancia él tendría que ir a la facultad, que las prácticas eran obligatorias y que durante la mayor parte del día no se verían.

Bruno cogió su bloque de libros y bajaron al comedor. A esas horas de la mañana las mesas estaban llenas de estudiantes masticando a dos carrillos sin perder bocado. El tiempo estaba medido y en breve irían saliendo para sus respectivas ocupaciones.

Fueron a la barra, prepararon las bandejas y se sentaron en la primera mesa que vieron libre. Desayunaban y concretaban planes para la tarde; quedarían con los amigos de la noche anterior y se irían a dar una vuelta después del gimnasio.

Él terminó rápidamente, se levantó, quedaron a comer en el mismo sitio y despidiéndose con un cálido beso la dejó mientras ella seguía con el desayuno.

Bety se lo tomó con calma oteando a su alrededor. Le parecía mentira que estuviese en este lugar. Cuando retiró su bandeja y la dejó en el carro el comedor estaba vacío. En unos minutos se habia quedado en silencio.

Subió por las escaleras hasta la habitación. Al comprobar que ya habia amanecido por completo abrió las ventanas de par en par y se asomó.

La temperatura era baja, transcurridos unos minutos las cerró y preparó su ropa de abrigo. Quería salir lo antes posible. Metió en el bolso un plano, dinero, teléfonos de contacto y unas cuantas cosas más que podría necesitar. Ordenó el espacio para cuando subiesen a limpiar. Cerró la puerta y en pocos minutos estaba en la calle.

Hasta la hora de la comida, el tiempo era suyo.

En su ciudad incluso cuando no trabajaba acostumbraba a madrugar y salía a caminar.

Era otoño y los equipos de limpieza estaban empleándose a fondo: los que iban de recogida y los que barrían las calles llenas de las hojas caídas de árboles y árboles que se alineaban a lo largo de la avenida y que habían formado una alfombra natural, crujiente y húmeda en la que se hundían los pies hasta el tobillo.

Los semáforos, los carteles publicitarios, las matrículas y marcas de los vehículos, tan distintos a los de su país. La gente en dirección al trabajo, casi corriendo y mirando al suelo; viandantes desconocidos con paso apresurado y a los que no saludaría como hacia el resto del tiempo en su barrio, cuando se cruzaba con caras conocidas e incluso un: ¡buenos días! al desconocido que tiene reflejado en su rostro a medida que se va acercando que si no lo dices tú va a ser él, el que diga –buenos días- este era otro detalle que le indicaba que estaba a kilómetros de casa.

La apertura de tiendas y comercios, estaba en marcha, subían persianas, encendían las luces y exponían las mercancías.

No perdía detalle y comparaba lo que veía con todo lo que habia visto en países diferentes. El nivel de desarrollo respecto al suyo era incomparable.

Los niños en los patios de los colegios, conversaciones casi imperceptibles, con sus carteras y mochilas preparados para entrar en las aulas.

El bullicio que recordaba en su ciudad no tenía nada que ver con estas esperas silenciosas, con niños de un colegio que se encontraba al otro lado de su calle y que se despedían y entraban al patio sin dejar de moverse, con el abrigo colocado como si fuese una capa, sobre los hombros y sujeto solo por un botón.

Los niños, siempre niños…

Vio una madre con cara de enfado que iba tirando del brazo del niño que no quería entrar al patio. ¡Qué paciencia! llamaba la atención de todos los que esperaban pero la madre ni se inmutaba. Lo metió en el colegio, se dirigió a una de las cuidadoras y le dejo al niño, sin parar de llorar. Dio media vuelta y se fue sin más.

Era el primer día que salía sola, con la ayuda del mapa y sin más información, opto por no alejarse demasiado del entorno que le resultaba más familiar. Anduvo y llego a los alrededores de la estación de autobuses. Tomó esta como punto de referencia y se dejó llevar.

Habían bastado unos minutos caminando para que sus pies la desplazaran sin rumbo entre las calles de la ciudad desconocida hasta terminar en el final de la avenida.

Al llegar volvió sobre sus pasos y estando enfrente del semáforo esperando para cruzar se dijo:

-Ya he pasado antes por aquí y no me he fijado… Sí, cuando he cruzado al otro lado de la calle donde ya estaban las tiendas abiertas y se veía vidilla dentro de ellas.

Vio en una gran parte de la acera, altas paredes de hojas verdes y tupidas que formaban un muro inexpugnable. Habia una magnífica puerta negra de hierro y a los dos lados de la misma, dos verjas iguales terminadas en puntas de lanza. 

Un recinto cerrado en el que la puerta que lo custodiaba se encontraba entreabierta.

Gran cantidad de árboles marcando un camino le hicieron pensar que seria un cementerio aunque no fuesen cipreses como en su ciudad.

No vio ninguna indicación de que fuese un campo santo, no estaba prohibido el paso y tampoco habia ningún cartel que anunciase que era una zona privada u oficial. Su curiosidad se incrementó.

Dudó si pasar a un lugar tan desierto. Pero… la naturaleza en esas proporciones la atraía como un imán y esto hizo que el interés y la curiosidad fuesen superiores al recelo. Despacio como quien no quiere molestar, cruzó la puerta.

No sabía como eran los cementerios en este país, ni los parques, ni las casas señoriales con jardín privado, mejor dicho, no sabia nada de nada.

Todo era curiosidad. Cuando en el instituto aprendía francés, con una profesora de italiano, las fotos que ilustraban los libros eran las de la familia francesa en la ciudad o en la granja, en el colegio, ante un museo en el que siempre se veía el Louvre y la Gioconda, la Opera o los Campos Elyses y la Tour Eiffel. Casi todas eran de Paris y como ocurría con España parecía por las preguntas que le hacían, que todos bailábamos flamenco, llevábamos peineta, o era normal que los toros los soltaran por la calle y a correr.

En los trayectos en los que habia pasado por Francia para seguir camino hacia otros puntos de Europa recorriendo kilómetros y kilómetros descubrió que en los pueblos no habia nadie en la calle. Que las hortensias eran enormes arbustos que parecían árboles y lo más chocante es que no entendía ni una palabra del francés hablado.

No habia perdido el tiempo ni habia sido mala estudiante, pero pronto comprobó la formación que habia recibido era poco práctica.

Sabia de literatura francesa y habia traducido a muchos de sus autores, de forma directa o inversa; pero tenia la certeza, de que si oyese hablar sobre sus obras en versión original alguien tendría que traducirle. La geografía e historia le proporcionaron conocimientos de diversas culturas y obras de artes pero esto poco tenía que ver con nada de lo que habia visto en los libros, la mayoría de ellos en blanco y negro, que hacían difícil reconocer la obra al natural.

Era una novata y pronto se dio cuenta de que también era una ignorante que no habia visto nada y le parecía que habia hecho el descubrimiento del siglo.

Para ellos esto era normal. Habia parques inmensos, bellísimos, en los que nadie paseaba. Los edificios estaban cuidados y repulidos y las casas estaban rodeadas de jardines. Todo indicaba que dentro vivía gente pero solo salían a la calle lo imprescindible.

Parques de espeso manto verde. Amplios espacios que parecían ser de exposición. La hierba sin marcas de pisadas.

No había ancianos, no había niños, no había nadie.

Le sorprendió lo viva que estaba la naturaleza y las pocas personas con la que tropezó y que contrastaba con el trasiego y las costumbres de su país.

La diferencia entre lo bello pero intocable o lo vivido y disfrutado. El silencio más absoluto en contraste con el bullicio y las risas de los más pequeños en los parques y calles. Todo era distinto.

Miró a su alrededor y vio que el pequeño camino de la entrada, abría los brazos de par en par a pocos metros de allí y mostraba una estampa difícil de olvidar. El espectáculo de la naturaleza en todo su esplendor se presentaba ante sus ojos

-¡que maravilla!

Las copas de los árboles perennes guardaban a sus pies, espacios libres de hojarasca, que como recién barridos, esperaban a que alguien se sentase bajo su copa.

Los árboles caducos ya se habían despojado de sus hojas y formaban en las bases de sus troncos mantos del color con el que habrían vestido días atrás las ramas ahora desnudas.

Tuvo que estirar el cuello y echar la cabeza hacia atrás en algunos de ellos para comprobar que esos magníficos árboles de metros y metros de altura, y grosor variable, marcaban muchos años de vida en sus troncos. Los más longevos tenían a su alrededor otros mas jóvenes y retoños que formaban grupos armónicamente colocados. Eran negros como el carbón o de corteza marrón y gris que se intercalaban con otros de aspecto rugoso o liso, suave o áspero, íntegro y descorchado.

-¿Cuántas personas los habrían disfrutado? ¿Cuántas habrían pasado sin darle valor porque siempre han estado aquí?

Algunos jardineros cargaban bolsas en un vehiculo pequeño y en todo el trayecto que recorrió solo se encontró con dos personas mayores que paseaban con un perrito.

Los jardines, de un gusto exquisito formaban filigranas y figuras geométricas, entre las que intercalaban otros plantíos. Imaginaba que en primavera estarían cubiertos de flores y flores.

Se habia criado cerca de Los Monegros y los metros y metros de tierra seca y matojos sin vida era lo que le venia a la mente en esos momentos. Aquí cualquier parte de la naturaleza regada por las frecuentes lluvias hacía que todo estuviese lleno de vida en su ciclo de crecer y florecer. Era un parque público y tenía la suerte de poder disfrutarlo. Era un placer que no tenía precio.

Desde los pequeños setos de formas estudiadas y cuidadas hasta los que se rodeaban de abetos de distintas alturas y de verdes colores con matices que contrastaban a su vez con los gigantescos árboles de hojas caducas y que en este caso sus hojas eran rojas con pintas granate, granates con las ramificaciones de color verde manzana, rojas anaranjadas y salpicadas de verdor ,naranjas claros y oscuros y entre ellas todos los tipos de amarillos, desde el más oscuro pasando por el amarillo limón, mezclándose con ellas hojas casi blancas.

Los árboles habia ido despojándose día a día hasta dejar las ramas gruesas y finas que habían sido el armazón de sus copas repletas de hojas multiformes, de tamaños variables, y se mostraban descubiertas.

Paseando por un sendero que se abría entre ellas y que imaginó constituido a base de pies y pies que habrían recorrido este camino antes que ella, durante años, llegó a un espacio todavía mayor.

Nítidamente pero a lo lejos, oyó el sonido del agua que fluye con presión a través de un surtidor y el de las gotas que caen con fuerza sobre más agua.

Siguió y el sonido era más intenso.

Detrás de los árboles que parecían ser el final del camino se encontraba un estanque inmenso. Una fuente con infinitas salidas de agua que bailaban a los ojos del espectador combinando efectos cambiantes por segundos y que caían sobre aguas cristalinas formando el centro de una isla… El propio estanque hacia de espejo y otra fuente igual a la exterior aparecía en su interior.

Distintas clases de aves, algunas dentro del agua y otras a buen recaudo en las casitas alineadas para su uso en un rincón de un puente de madera por el que se deslizaba un riachuelo que se perdía a la vista, marcando su territorio.

El paseo fue delicioso, incluso creyó ver unos rayos de sol que le daban la bienvenida.

La curiosidad por este parque le despertó el interés por el estilo de los jardines.

Cuando regreso a su casa se dedicó durante días al estudio de los distintos tipos de jardines, los elementos y las diferencias que existían entre ellos: el jardín francés, ingles, hispanoárabe, romano, japonés etc.

No midió el tiempo que pasó deleitándome este primer día pero volvió innumerables veces y cuando dejó la ciudad fue una de las cosas de las que se despidió con melancolía.

Fue tan feliz paseando por estos parajes cuando estaba enamorada, en todas las estaciones en las que volvió, que lo denominó su pequeño paraíso.

Tiempo después cuando estaba a kilómetros de allí, cerraba los ojos y se imaginaba disfrutando de cada uno de sus rincones o leyendo sentada en uno de los bancos de madera.

©Escrito por Camelia
Camelia

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