Estela y Enrique. Por Agustín Azcona Hernández

I

 

                    En segundo año de secundaria el grupo escolar realizó una excursión a la zona arqueológica de Xochicalco para conocer el templo de la serpiente emplumada y el juego de pelota. En ese entonces Enrique estaba enamorado en secreto de Estela, su compañera de banca, y a ella le gustaba Juan, otro amigo  de clase. 

                  Enrique vivía con su mamá y dos hermanos en un departamento de interés social. Estela era una de las más guapas de la clase. Vivía con sus papás, dos viejos exiliados españoles que parecían sus abuelos y  con su hermana que padecía de cierto retraso mental.  

                Enrique era amigo de Estela desde la primaria, ya que vivían en la misma calle, por lo que había seguido de cerca su desarrollo físico: caderas que se ensancharon, el busto que creció, su caminar que se volvió cadencioso y agradable. Además, empezaba a  frecuentar a compañeros mayores que ella. 

               Por su parte, Enrique era un niño risueño y obeso, el gracioso del salón, el objeto de burlas de todos los compañeros, un niño pasado de peso y con problemas de acné. 

               Dos semanas antes de la excursión, Enrique se enfermó de faringitis, por lo que tuvo que pasar en cama varios días repasando los ejercicios de potencias, logaritmos y números complejos. Cada que terminaba un ejercicio, Enrique dibujaba con pluma roja un  corazón en su cuaderno con los nombres de Estela y el suyo, y le añadía una copa en la que caían las pequeñas gotas de su amor. 

              De regreso al colegio, Enrique se enteró en voz de Carmen de los chismes acontecidos durante su ausencia: la maestra de inglés llevó a la escuela a su esposo, un hombre viejisísimo, Tere terminó con Fredy,  Antonieta volvió con Paco.  También se enteró que Estela y Juan repentinamente se habían convertido en muy buenos amigos.

 

 II

            El día de la  excursión, Enrique llegó con bastante anticipación a la secundaria, en donde saldría el autobús que los llevaría al estado de Morelos. Llevaba el uniforme escolar (era el único) y un lunch, al que su mamá le había agregado un jarabe para la tos con precisas instrucciones de que lo tomara cada seis horas. Enrique tenía la idea fija que ese día le declararía su amor a Estela y que ella lo aceptaría, el autobús era el lugar perfecto para sus planes. Estaba feliz. 

           Estela llegó acompañada de su padre. Se notaba distante.  En el viaje casi no platicaron porque ella parecía estar muy entretenida secreteándose con Carmen y Antonieta. El viaje para los alumnos de segundo grado estuvo lleno de gritos, risas y bromas. Para Enrique se convirtió en una jornada gris.

 

         En la pirámide de la serpiente emplumada, y mientras todos observaban los relieves de serpientes y símbolos calendáricos, Enrique se acercó a Estela para abrazarla. Era un intento sin malicia de decirle “hola, aquí estoy”, como un abrazo de amigos, de los tantos que se habían dado por muchos años. Pero la reacción de Estela fue inesperada: le dijo que la dejara de molestar y que ya estaba cansada de que la estuviera fastidiando toda la vida. Enrique guardó silencio y se alejó. 

         Ese hecho lo deprimió, así que cuando el guía del grupo explicaba que en el mundo prehispánico el juego de pelota era un recinto sagrado en el cual se efectuaban rituales de sacrificios humanos, Enrique se imaginó sacrificado por el amor de su princesa. 

        De regreso al autobús, el grupo cantaba las canciones que Pepe Nolasco ponía en su grabadora. La alegría de la mayoría contrastaba con la situación de Enrique, que se refugió en la parte trasera del autobús, del lado de la ventanilla.

        Cuando las canciones, las bromas y risas empezaron a escasear, el chofer decidió que era momento de descansar y apagó las luces, por lo que el autobús cayó en una mansa calma, solamente interrumpida por alguna suave canción de la grabadora de Pepe Nolasco. 

        Fue en ese ambiente de penumbra que Enrique descubrió el motivo del inesperado cambio en Estela: La vio abandonar silenciosamente  el asiento que compartía con Carmen para sentarse con Juan, que la esperaba en el asiento que había dejado Paco. La imagen de Estela tropezando en la semioscuridad para encontrarse con Juan mientras todos dormían quedaría grabada en la mente y el corazón de Enrique por muchos años. 

       Estela y Juan formalizaron su romance en los siguientes días. El idilio se prolongó hasta antes de iniciar el tercer año de secundaria, cuando Estela y su familia se mudaron de casa. Sus padres decidieron que lo más conveniente era cambiarla a una escuela más cercana a donde vivían.

       Cuando terminaron tercer año, todos se dejaron de ver.

 

III

 

           El paso de Enrique por la Preparatoria y la Universidad fue un tanto gris. Paralelo al cambio de grado académico se presentaron cambios importantes en su persona: creció, bajó de peso, se dejó crecer el cabello, la barba y el bigote. Atrás quedaba el niño gordito. Enrique se convirtió de pronto en un adolescente con mucha suerte con las mujeres, un tanto callado, pero agresivo, que no se dejaba humillar por los demás,  más bien al contrario, aprovechaba la debilidad de sus compañeros para beneficio propio:  pasar un examen, entregar una tarea, conseguir una cita, etc. 

        Más tarde estudió periodismo, trabajó como redactor en una revista, y cubrió la fuente policiaca en un periódico más o menos importante. 

        Se casó, se divorció, empezó a dar clases de literatura en un colegio particular. En un acto de desprendimiento, dejó su casa a su ex mujer y rentó un pequeño departamento. 

         De vez en vez, la imagen de Estela se le aparecía en una vieja canción o un antiguo programa de televisión.  En alguna ocasión preguntó a Pepe Nolasco, con quien continuaba teniendo amistad, qué había sido de ella, pero nada le supo decir. Cómo si se la hubiera tragado la tierra.

 

IV

         Un melancólico día de junio, Enrique se encontraba preparando una de sus muchas clases, por lo que acudió a una biblioteca especializada en donde sólo podrían tener el material que necesitaba. Fue entonces que sucedió algo inesperado que vino a cambiar el ritmo de su monótona y triste vida. Entre las hojas de uno de los libros consultados encontró la ficha de préstamo de la persona que había solicitado anteriormente ese material. Una persona que el había conocido hacía mucho tiempo: Estela.  Un frío le recorrió la espalda. 

         A  cambio de unos cuantos billetes, no le fue difícil obtener por parte del personal administrativo de la biblioteca, la dirección y teléfono de su antiguo amor de secundaria. 

         Y entonces tomó la decisión de presentarse, ese mismo día, en la casa de la adolescente que le destrozó el corazón en el viaje a Xochicalco. 

         Cuando tocó el timbre, notó que las manos le sudaban  Estela abrió la puerta. Tardó unos segundos en reconocerlo. Enrique también se quedó sorprendido de lo que vio: la Estela de su adolescencia se había convertido en una mujer más alta y delgada de la que recordaba. La cara se le había alargado en facciones mucho más finas; se había convertido en una respetable señora de cuarenta años que conservaba la sonrisa encantadora de siempre, un tanto marchita por los años. “Cómo ha pasado el tiempo”, le dijo Enrique, queriendo herirla. “Sí, es cierto, pero tú estás idéntico”, le respondió ella con ironía. 

          Estela lo invitó a  pasar, sus hijos no tardarían en regresar del parque. Estuvieron platicando por horas. Estela le contó que había enviudado, que trabajaba para una empresa que se dedicaba a dar cursos sobre novedosos programas informáticos. Sus padres habían muerto muchos años antes en un accidente de tránsito. Su hermana estaba internada en una clínica especializada, a donde la visitaba con bastante frecuencia. Enrique la escuchó atento y descubrió que la seguía queriendo. Sin embargo, también descubrió que en una parte muy lejana de su corazón, todavía le guardaba una fuerte dosis de rencor y desconfianza. Estela lo presentó a sus hijos como un primo lejano que los había ido a visitar.

          Al despedirse, convinieron en tomar un café al día siguiente. Continuaron viéndose todos los días de esa semana. Por fin, una tarde que empezaba a soltarse la lluvia, al salir de un café de chinos, Enrique le tomó del brazo y después de la cintura y le dijo que siempre había estado enamorado de ella, cómo un becerro, desde que estaban en la secundaria. La lluvia empezaba a mojar sus ropas. Se encontraban platicando en medio de una fuerte lluvia.  Estela le dijo que lo sabía, que siempre lo había sabido y que le había dolido mucho dejar de verlo, que tenía de él los mejores recuerdos de la secundaria. Enrique le pidió no hablar de ese tema porque todavía le lastimaba. Se besaron largamente en medio de una lluvia torrencial. 

           Fueron los mejores días en la vida de Enrique, que dividía sus clases en la mañana con largas visitas a Estela por la tarde. Su suerte finalmente había cambiado. 

 

          Cuando parecía que su relación se acercaba a un algo más estable, Estela anunció que tendría que salir de viaje a Guadalajara por varios días. Enrique se entristeció porque, dijo, extrañaría verla. Ella respondió que no era necesario que la extrañara, que por qué no la acompañaba.

          – ¿Estás segura?- preguntó él.

         – Claro, más que nunca en la vida- respondió ella, mostrando dos boletos de autobús.

         Enrique la tomó alegremente de la cintura, mientras la besaba en la boca. Los boletos cayeron al piso.

         El viaje sería el siguiente viernes en la noche. Se hospedarían en un hotel del centro de Guadalajara. Enrique iba feliz, como un niño cuando va de excursión. 

       Afuera del autobús llovía. Los hijos de Estela habían acudido a despedirlos. El autobús inició su marcha. Estela y Enrique viajaban en los primeros asientos, muy juntos y abrazados. El chofer decidió que era momento de descansar y apagó las luces, por lo que el autobús cayó en una mansa calma, solamente interrumpida por alguna suave canción. 

        Fue en ese ambiente de penumbra que Enrique nuevamente retrocedió a los años de adolescencia y al viaje a Xochicalco. Observó a Estela abandonar silenciosamente su asiento argumentando ir al baño. Nuevamente tenía la imagen de Estela tropezando en la semioscuridad mientras todos dormían. Las piernas le empezaron a temblar, las manos le sudaban. En ese breve instante todo se repetía: el viaje, la música, la oscuridad, el amor de Estela. Enrique sólo atinó a cerrar lo ojos y esperar lo peor. Pasaron unos minutos que le parecieron una eternidad. Ella no volvía y las manos cada vez le sudaban más. El autobús hizo una parada y alguien bajó. El corazón de Enrique latía apresuradamente. Permanecía con los ojos cerrados cuando alguien le tocó el brazo: era Estela. Enrique no entendió lo que decía, sólo la observaba regresando como de un sueño. Pero ya no importaba, finalmente todo había pasado. Sabía que Estela y él iban a continuar juntos el resto de sus vidas.  

 

Agustín Azcona Hernández

(Ciudad de México, 1967) es sociólogo y redactor. Egresado de la carrera de Sociología por parte de la UNAM.  Ha colaborado en algunas revistas literarias como Molino de Letras, Punto en Línea y Letralia.México – Junio 2011

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