Aquel no es un buen restaurante de menús; ni siquiera el mejor restaurante de menús. Simplemente es el mejor restaurante de todos. La principal referencia gastronómica de Madrid. Distinguido en Francia con la calificación de Relais Gourmand.
– Buenas noches. Tenemos aquí una mesa reservada.
– Buenas noches. ¿A nombre de quién está hecha la reserva?
– Eduardo Real.
– Si, muy bien, adelante.
Tan distinguido local exige a los hombres vestir con traje y corbata y eso es lo más destacado en las escasas mesas ocupadas esa noche. Un comedor privado, independiente del resto de la sala, una decoración clásica con tintes orientales y una experiencia única para el paladar, sólo para bolsillos llenos y presumidos que lo usan en beneficio de sus reprimidas almas; si se asegura haber cenado allí, como el que cena en su propia casa, sin hacer un verdadero hincapié en el hecho, pero haciéndolo, se fortalece el ego y se siente uno mejor consigo mismo.
Los nuevos clientes toman asiento y observan a su alrededor. Los dos miran con admiración, como polluelos recién salidos del huevo y que contemplan lo nuevo que les resulta el mundo; pero son dos admiraciones distintas. Una es ingenua, sin entender nada de lo que ve y encima sin creérselo; la otra es igualmente inocente pero es descubridora y curiosa, así como inquieta y con ganas de saber qué es lo que está contemplando. El ‘’máitre’’, un halcón experimentado, los cataloga en seguida…
<< catetos con dinero que por casualidad han leído el nombre del restaurante en cualquier guía no especializada >>.
– Oye Edu, yo quiero fumar. – Le susurra uno al otro inclinando la cabeza sobre la mesa.
En ese momento, una camarera joven y atractiva hace entrega de la carta de vinos y los dos las aceptan como si de alumnos aceptando un examen sorpresa se tratara.
– Oye Edu, que quiero fumar.
– Joder tío, que si, que ahora, déjame mirar los vinos un poco. Te dije que pillases tabaco antes de venir. – Unos segundos después…
– Bah, demasiado vino francés, pediré el mejor Rioja que tengan. – No tiene más que buscar con la vista a la misma camarera que le dio la carta de vinos para que ésta aparezca de nuevo.
– Mire, si le digo la verdad, no entendemos mucho de vinos franceses, ¿podría traernos dos botellas del mejor Rioja que haya en la bodega?
– Como no.
– Ah y traiga también un paquete de ‘’chester’’ por favor, es que no nos apetece salir a la máquina a sacar uno
La chica, muy servicialmente, retira la carta de caldos y al llegar a ponerlas en su sitio, el ‘’maitre’’, que andaba por allí, murmura:
– Ha sido sincero, sin gusto claro está, pero sincero. – Y la chica asiente con una sonrisa.
El tabaco llega antes que nada y gracias a ello que el más ingenuo de los dos no se termina los dos pequeños bollitos de pan con la mantequilla que tiene delante. Mientras fuman y tras darse cuenta de que todo lo que ven es igual por mucho que miren, deciden conversar.
– ¿Qué tal la reunión con Ginés? – Pregunta el que se llama Eduardo. Su acompañante lo mira con extrañeza, como el que no recuerda dicha reunión.
– Ah si. – Exclama. – La reunión muy bien, aunque ya sabes como es él y sus reuniones, habla de todo menos de lo que tiene que hablar. La cerró contándonos lo bien que lo pasó de pesca en California, pero vamos, una reunión muy tranquila.
– Ginés es que se pasa, ¿verdad? Siempre está con las mismas jilipolleces, lo conoceré yo…
Llega el Rioja y los dos siguen destripando al tal Ginés, como si el servicio del vino en las copas no fuese con ellos. El dilema de la camarera es si debe dejar que lo prueben primero o echarles una copa sin más y sin problema de que se sientan ofendidos, pero en fin, ya sabe que no son muy doctos en enología y aunque especificó sólo la francesa, mejor servirles amablemente una copa y ya está.
La charla sigue su curso y hasta el mismísimo viticultor del Rioja, que ya bebían como si fuese una caña, y sin estar presente, allá desde su bodega, se habría dado cuenta de que era un diálogo preparado. El mencionado Ginés pasaba de ser un tirano jefe experto nadador en la opulencia y avaro, que gracias a negocios sucios había subido como la espuma, a ser un noble hombre de empresa que se ganó su pequeña fortuna con sudor y sin robar nada a nadie.
La variopinta pareja de comensales se está convirtiendo en el centro de atención del servicio del restaurante, cosa que nunca sucede con nadie, pero es que algo no encaja en aquellos dos tipos.
El momento cumbre de la noche hace su entrada. La hora de pedir lo que quieren cenar. El ‘’maitre’’ aconseja a la camarera hacerles ver que el menú de la casa es muy bueno y además generoso con el estómago, así se evitarían más de una pregunta frecuente en el comensal poco ducho en esas cuestiones.
– ¿Y por qué no nos traes la carta? – Pregunta el siempre menos experto.
– No se preocupen, sólo fue una sugerencia.
– Eso ha estado bien Goyo. – Dice Edu en voz baja y Goyo le hace un guiño.
Al lujoso restaurante le entra prisa, el ‘’maitre y el jefe de cocina empiezan a no fiarse un pelo de aquellos dos que están en la mesa nueve. Las cartas aparecen con aceleración impropia del lugar y los dos la abren con atención, pensando que será más sencillo elegir una comida que un vino. Pero aquello es una fiesta de disfraces hecha platos calientes, fríos y semifríos. Se reconocen mollejas y merluzas, pero no lo que les acompaña.
– ¿Edu, tú sabes lo que son hinojos? – Inquiere Goyo con su ya hecha para la ocasión voz baja.
– Creo que es una planta. – Responde Edu acertadamente.- Si no, pregúntale a la camarera, recuerda que lo mejor que tenemos puesto no es nuestra cultura ni nuestras corbatas, sino nuestra cartera.
– Pero si no traemos cartera, yo no llevo ni un euro encima.
– Bueno, la tarjeta, qué más da. – Balbucea Edu mientras prosigue su lucha en la búsqueda de algún plato que no se la de con queso y que después de pedirlo y pagarlo le deje con hambre.
– Hablando de la camarera. – Cuchichea Goyo. – Se me recuerda a la que sale en ‘’El señor de los anillos’’.
– ¿Dónde has visto tú ‘’El señor de los anillos’’?
– En casa de mi hermana cuando me hablaba con ella, la película no vale nada, pero ésta se parece a la elfa rubia que le da consejos al que lleva el anillo, no sé cómo se llama, pero tiene la misma cara de pato.
– Está buena, pero calla hombre, que nos va a oír. – Los dos sonríen.
Al cabo de unos minutos deciden pedir platos de carne en abundancia y si las guarniciones, acompañamientos y demás adornos no gusta, la apartan a un lado y se comen la carne, que esa nunca engaña. El representante de la mesa es el que pide y todo por partida doble:
Entrecot gallego con suflé de patatas; Carpaccio de ciervo; Codornices envueltas en hojas de roble y salsa de almendras; Cordero a la provenzal; Carrillera de ternera en salsa de jengibre y Mollejas al hinojo. De aquí pasan directamente a los postres, esto ya sin complicaciones: Bosque de frutas con helados varios, porciones de tartas de toda clase…todo engullido a la manera de los ‘’fast foods’’ más característicos y ante la patidifusa mirada de los demás clientes y empleados del local.
– Menos mal que esta noche hay poca gente. – Dice uno de ellos entre dientes.
– A ver cómo acaba esto. – Le responde un compañero.
Es la primera vez que en un restaurante tan elegante se ve una escena así, tan de comedia barata.
El epicúreo festín da paso al descanso, a acomodarse en la silla y pedir dos botellas del whisky más caro que haya y dos Montecristo. Una hora después son los únicos clientes que quedan. La segunda botella de whisky es la invitación de la casa y están contándose chistes el uno al otro, aunque no están ebrios. Finalmente deciden marcharse y piden la cuenta. La camarera, a la que hace un rato que se le borró la sonrisa, les pone la nota.
<< 542 € Gracias por su visita >>
Goyo es el primero que ve la cantidad y se marea del vértigo, pero Edu, que se siente seguro, deja caer una tarjeta de crédito de un conocido banco. Se la toman y un minuto después y tras firmar el resguardo, les es devuelta, todo en orden.
Se levantan y se dirigen a la puerta, la camarera que los ha atendido los despide con una esforzadísima amabilidad. El ‘’maitre’’, que sabe que no ha habido problemas en el pago, se les acerca y con su risa más falsa les invita a volver.
– No creo que volvamos, somos de muy lejos, pero muchas gracias. – Dice Edu.
Goyo localiza la caja de Montecristos en un mueble acristalado que está abierto y coge otros dos puros.
– Es para el viaje. No hay problema, ¿verdad? – Interrogando al ‘’maitre’’ y ya menos tímido.
– No por favor. Coja, coja. – Le remite éste.
Una noche fresquita los recibe a la salida del restaurante y no tienen que fijarse en el nombre del mismo para no olvidarlo. Cruzan la calle y se introducen en una callejuela que más parece la entrada de un oscuro túnel. Quince calles más tarde sólo se oye el ladrido de un perro y el camión de la basura y a la que hace dieciséis llegan dos individuos vestidos con traje y corbata, aunque uno de ellos ya no la lleva puesta. En mitad de la pequeña calle se paran y se sientan en el suelo, en la oscuridad de unos contenedores ya vaciados por el servicio de limpieza, se quitan la ropa.
– Siempre había oído hablar de lo incómodos que son los trajes, pero hasta hoy no lo he sabido tan bien. Donde se ponga mi chándal calentito. – Es la voz de Goyo, que se ha vestido con un chándal gris y unas zapatillas de deporte del mismo color. El chándal lleva una sudadera con gorro y se la pone, volviéndose a sentar en la misma acera.
– Y que lo digas, menos mal que nos alcanzó para el alquiler de estos trajes. Afirma Edu en total acuerdo y poniéndose unos pantalones vaqueros llenos de grasa, culeras y con agujeros en las rodillas.
– Qué gran corazón ha tenido tu madre regalándote esa tarjeta a tu nombre, Edu.
– Si, pero ya casi está pulida.
– Bueno, pero que alguien me diga qué dos mendigos de este mundo han cenado en un sitio como ese esta noche.
– Ninguno, es que nosotros somos dos mendigos muy diferentes.
El regocijo y el olor a puro es patente en la calle. Los dos embutidos en sus sacos de dormir y sintiéndose cada vez más libres.
– Me estoy acordando de la camarera, seguro que tiene problemas a fin de mes y mira donde trabaja. – Manifiesta Goyo sin quitar la vista del cielo.
– Pues no lo sé. – Le contesta su amigo.
– Sabes Edu, esta idea tuya de la cena me ha hecho llegar a una conclusión.
– ¿Cuál?
– Pues que desde aquí, viviendo en la calle, sin nada en el bolsillo y a veces con un bollycao al día; sin preocupaciones a fin de mes, sin horarios, sin temor a parecer lo que no quieres ver o lo que te hacen ver y con momentos como el de esta noche; se ve todo tan claro…
Y Edu asiente sin responderle.
FIN
Agustín Serrano Serrano
Fuengirola.
7 de enero de 2005.