“La letra con sangre entra”. Esa era la consigna en ese internado. No existía mucho resquicio para la debilidad de carácter: te quiero, luego te hago sufrir.
Otra de las frases preferidas de su padre era “ quien bien te quiere te hará llorar”. Así que ese muchacho que había heredado la sensibilidad altanera de su madre se encontraba atado de pies y manos, tanto en la escuela como en su casa.
Tampoco eran de su agrado los juegos en los que sus compañeros solían enredarse bien entrada la tarde:
“ Prepara una onda y unas piedras, Manuel. Esta noche vamos de caza”.
Y se decoraban con lo que ellos llamaban pinturas de guerra. Sin embargo, él pensaba que se trataba solo de una panda de energúmenos con sed de violencia y de sufrimiento.
A escondidas, recitaba poesías que había aprendido de memoria en los ratos a solas que podía pasar con su madre. Ella, la inspiradora, la musa, el modelo al que aspiraba ser cuando se convirtiese en una persona adulta.
En cierta manera odiaba a su padre, esa figura paterna que consideraba tan distante y tan distinto. Casi nunca mantenían una conversación más allá de los temas corrientes. Prácticamente no tenían nada en común.
A menudo y sin que nadie lo observara, vestía las prendas que su madre solía colgar en algún perchero de su dormitorio. Se envolvía en su chal, se miraba al espejo dejando a la vista solo aquellos ojos azules que más tarde se convertirían en su más potente arma de seducción.
Al cumplir los dieciocho años, decidió armarse de valor y hablar con ella sobre su más íntimo secreto. No se lo revelaría a nadie más hasta bien entrada la madurez, ya que él no se desvió ni un ápice de lo que se esperaba de él. Se casó con Lucía, una guapa muchacha de la ciudad con la que tuvo dos hijos.
Cumplió con todos como él creía que debía hacer. Nadie sabía, salvo su madre y más tarde su mujer, las múltiples escapadas que realizaba al otro extremo de la ciudad.
Una noche no volvió a su casa a la hora acostumbrada. Bien sabía Lucía de la existencia de Marcos, el otro amor de su marido. Hacia su casa se dirigió, dispuesta a descubrir lo que estaba ocurriendo.
Llamó a la puerta, solo oyó el ruido del cerrojo al abrirse. La hicieron pasar a una habitación. Allí estaba, medio adormilado, con el dolor reflejado en la cara y en el cuerpo. Este se sorprendió al ver a Lucía en aquella casa que constituía su mundo paralelo, el oculto. Tomó la mano de su mujer y lloró como un niño en su regazo. Ella le mesó el cabello y se preguntó por qué continuaba aún amando a aquel hombre.
La misma pregunta se hacía su marido constantemente. Cómo era posible que su corazón pudiera amar al mismo tiempo a un hombre y a una mujer.
Entonces pensó que quizás el amor es un milagro, un bálsamo que no debe encorsetarse con las normas a veces artificiales y artificiosas que hemos creado los hombres. Su vida bien podía ser un ejemplo de ello.
Margarita Wanceulen
Me gusto mucho el mensaje! Gracias por las buenas historias
Muchas gracias Belén a ti, por tu comentario. Saludos.