Marea con jazmines. Por Elena Marqués

Cuando sopla tanto el viento y se arrebola la arena y se mete por los ojos y lo hace llorar, Rashid no envía la carta porque sabe que no llega.

Rashid acaba de cumplir siete años y de decir adiós a su padre, justo el mismo día, como preparándose para todo lo que le ha de venir. Ya le dijo su madre: «La vida no es lo que crees; no son los juegos y las canciones alegres con los que te has criado hasta ahora, sino una sucesión inagotable de desgracias y despedidas». Y, como ella siempre tiene razón, a Rashid no le extraña amanecer una mañana con destino a Nador de la mano de su hermana, que es torpe y cojitranca y se queja a cada paso, para decir adiós a un padre que se va para siempre.

Fue toda una odisea. Teniendo el mar tan cerca, el niño no entiende por qué no viene el ferry allí a buscarlo; por qué se levantan con el alba y montan en un coche prestado, con una maleta escueta y un botecito de harira recién hecha; por qué ese hombre esbelto y oscuro, del que tanto tiene que aprender, le da una abrazo apretado y sudoroso y lo deja al mando de la casa. «Escríbeme», le dice. Pero Rashid, aunque va a la escuela, no sabe combinar esos rasgos curvos y esos puntitos caprichosos que distinguen palabras tan diferentes.

Rashid cumple hoy ocho años. Ha avanzado mucho en sus trazos, que enlaza con maestría; ha ampliado su vocabulario y es capaz de escribir dos cuartillas sin cansarse. Cada semana, cumplidas las obligaciones de la casa, hechos los deberes y fregoteado la pierna de Zahira, que parece que se alivia con alcohol y romero, se sienta a la mesa y escribe una hermosa carta donde pide a su padre, por favor, vuelva pronto y le traiga un caballo de verdad.

«Querido papá. Por aquí estamos todos bien pero te echamos de menos. Zahira llora todas las noches y mamá a veces nos lleva al mercado, donde compramos verduras como las que tú cultivas allá, en la otra orilla» —porque Rashid, que no sabe de mapas, piensa que de España solamente los separa un ancho río—. «Te quiere mucho, Rashid».

Luego, pide a su madre repase el texto, porque a veces, con las lágrimas, algún término se le torna ilegible, se borra un signo diacrítico y entonces la carta no sirve de nada, no dice lo que el remitente desea transmitir y el destinatario andará ansioso de leer. Rashid teme que, si eso pasa, si el mensaje llegara a tener una interpretación diferente, si se produjera uno de esos malentendidos tan frecuentes de todas las historias tristes, papá se olvidará del camino de vuelta.

La madre sonríe a pesar del cansancio, felicita al niño por sus progresos y le da un abrazo y un dátil que le quite la congoja, y Rashid mete la carta en una botella, que al principio era de cristal, como en los cuentos de náufragos, pero luego ha llegado a pensar que de plástico flotará mejor, y no se romperá con los envites de las olas, ni con la costa rocosa de Adra donde papá se acerca a recogerla y, en un peñasco, como está sobre aviso, le contesta con letra nerviosa y apresurada, porque seguramente hace viento y se le vuelan las páginas, y, además, desde hace un rato lo están esperando para coger tomates. Papá trabaja mucho, pero nunca se queja.

Hoy el viento es suave. Rashid, con alivio, porque sabe lo que eso significa, despierta a su madre y prepara pan con aceite de argán y un té tan fuerte que no hay quien se lo beba. «Se acabó la miel», se excusa. Para Zahira ha elaborado un baghrir demasiado blando, pero que la niña se traga sin pensar porque no distingue lo bueno de lo malo. Es una pena que sea tan tonta.

Mientras la madre asea a la criatura y la alivia de babas y le peina dos trenzas y la cubre de mimos, Rashid la mira con recelo. Si no fuera por ella, papá estaría aquí. Pero hace falta más dinero. Para brebajes y pócimas con que aliviar los dolores de la niña. No la odia por eso, pero nadie puede quitarle de la cabeza que su hermana le estorba en sus proyectos.

Rashid tiene pensado, cuando crezca, criar bereberes y angloárabes, y atravesar el Atlas con los turistas, como hace Hassan. «Son mejores las excursiones por la playa», le dice el joven con su hilera de dientes al aire porque siempre está sonriendo. Hassan tiene motivos para sonreír. Rashid lo conoce de siempre, y a veces lo acompaña en sus correrías, porque un niño da más lástima, y los turistas, sobre todo las mujeres, se enternecen con facilidad.

Rashid ha aprendido a mendigar en silencio, con la mano tendida. Sus ojos son tan grandes que se puede leer en ellos. «Una moneda, por favor». Aun así, Rashid maneja el español lo suficiente, no solo para hacer de pedigüeño, oficio que puede servirle mientras cuaja lo de los caballos, sino para hablar con los jefes de su padre si es preciso; para pedirles, por favor, lo dejen volver, que lo echa de menos. Un niño necesita a su padre; una niña enferma lo precisa aún más.

En la playa no hay nadie. Solo un pescador que se aburre y los mira al pasar. En un cesto mohoso descansan dos peces azulados y un erizo de buen tamaño como nunca habían visto. Como Zahira se arrastra a duras penas, marchan despacio. «¿Puedo llevarla a la espalda?», pregunta Rashid a su madre porque tiene prisa por llegar.

El niño carga a su hermana y cabalga por la arena. La madre sonríe. «A pesar de todo», piensa, «no se les ve tan infelices». Ahora, de lejos, sus risas se confunden con el grito de las gaviotas; su trotecillo alegre, con aquella manada de cabras que fueron vendiendo poco a poco para poder sobrevivir.

Pero no puede haber peligro en esta playa solitaria de la que, dicen, a veces parten muchos en pateras que no llegan a puerto. La madre de Rashid suspira.

El sol asoma tímido y frío por entre las nubes. Es temprano. Los niños se han sentado en la arena y hacen castillos que lamen las olas y los dejan cubiertos de espuma. Zahira lanza grititos porque son los momentos más felices de su vida, cuando acuden a la ceremonia de enviar el correo a papá; cuando Rashid, con una emoción que no mengua por muchas semanas que pasen, les da a las dos a besar la botella y, entonces, se sube a la roca que más se adentra en el mar, avanza en equilibrio hasta su extremo, con cuidado de no mojarse mucho, todavía se gira y les sonríe, y, con la solemnidad que el acto requiere, cierra los ojos y la lanza todo lo lejos que le permiten sus brazos, que siguen siendo pequeños porque aún es un niño de ocho años con prisas por crecer.

En el camino de vuelta es normal que no hablen. Cada uno, a su manera, anda pensando en papá, en qué comerá, con quién dormirá, cuándo volverá. Despacio, cruzan la playa, saludan al pescador, echan una ojeada al cesto, que tiene otro pez más, atraviesan el laberinto de calles y vuelven a la casa. Así una vez a la semana desde hace un año.

(Dentro de dos días recorrerán el mismo camino, esta vez para recoger las palabras que les traiga el mar, siempre las mismas, siempre diferentes.)

La playa está orientada de tal manera que la botella de vuelta quedará encallada entre dos rocas, dos rocas planas que forman un refugio donde no llega el viento. Allí la recogerá Rashid, bajo la angustiada mirada de su madre, que a veces teme que la marea haya hecho de las suyas y la botella, tan frágil, marche a la deriva y la intercepte el pescador, y la lea antes que ellos. Sería una inconveniencia por su parte. Pero, a falta de noticias, es normal que el hombre curiosee en los mensajes ajenos, que quite con cuidado la cinta de raso con que el padre adorna sus palabras, huela el ramillete de jazmines y se lance a husmear en busca de otra cosa. De un tesoro tal vez.

Marea con jazmines

Esta vez el padre les asegura que no queda mucho para que vuelva, y que no se asusten si lo ven más delgado, pero los plásticos le hacen pasar un calor de muerte. Almería es un desierto. Se parece mucho a casa.

Rashid no quiere decepcionar a su madre con el llanto amargo que se le agolpa en la garganta. Por eso se levanta y se dirige a la puerta, a ver pasar a los vecinos, que lo saludan y le acarician la cabeza. «Qué alto estás», le dicen para infundirle ánimo. Porque Rashid, ahora que no lo ve su madre, está llorando desde hace un rato.

Una noche, mientras espera que lo venza el sueño, Rashid escucha a su madre en sus quehaceres. A través del sonido que acompaña a las tareas el niño juega a descifrar cada acción, a traducirla en gestos, cómo mamá friega y seca la loza, cómo atranca la puerta, cómo llora despacio para sus adentros, cómo se sienta pesadamente sobre la silla, que cruje porque está por romperse. Pero desde hace un rato solo se oye un susurro muy tenue que no identifica, como de una rama arañando en la mesa, una pluma garrapateando en un papel.

Rashid se extraña porque no sabe qué actividad se esconde tras ese ruido casi imperceptible. Ni cose ni amasa ni nada que se le parezca. Vencido por la curiosidad, se baja del lecho y asoma muy despacio la cabeza, sin ser visto. Su madre está sentada a la mesa, en la silla que cruje, y empuña un lápiz y frunce el ceño mientras busca la palabra justa con que acabar la carta. Luego, relee cada párrafo; moviendo los labios, deletrea y corrige, y, cuando se da por satisfecha, hace un rollito fino con el papel y, con cuidado, lo envuelve en una cinta de raso, lo adorna de una moña de jazmines y lo mete en la botella. Solo queda esperar a que se duerman para poder dejarla en su refugio de roca.

Segundo premio del IV Premio de Relato Corto «Paso del Estrecho» (2011)

Elena Marqués

 Blog de la autora

7 comentarios:

  1. Me ha encantado el texto. Bello y terrible.

  2. Un texto que rezuma ternura y sensibilidad por doquier. Me ha ido conmoviendo conforme lo leía. Y qué prosa tan limpia, y tan bella. Elena, si los ángeles escribieran, lo harían como tú.

  3. Precioso relato, Elena, en el que abordas el tema de la inmigración con el respeto y la comprensión que se merece. Un abrazo.

  4. Precioso relato Elena. Por lo demás concuerdo con Carmen. Sigue escribiendo y dejanos tus botellas entre estas rocas.
    Besos

  5. Este relato conmueve y te atrapa desde el comienzo al final.
    La textualidad perfecta igual deja espacio a una forma sencilla para mostrar costumbres y sentimientos, qué calidad sensitiva y profesional a la vez, felicitaciones.
    Un abrazo
    Betty

  6. Elena Marqués

    Gracias, amigos, por vuestros comentarios. Anima a seguir mandando mensajes (no tan terribles como este) en botellas al mar que compartimos.
    Muchos besos y abrazos.

  7. Los relatos así, los que nos dirigen hacia historias de otro color, son doblemente poderosos. La sensibilidad, cuando es capaz de salvar fronteras, se convierte en «cultura solidaria». Esta historia es, además de un texto de alta calidad literaria, la misma voz del respeto hacia la inmigración.

    !!Una maravilla!!

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