¡Que me maten—pensó—, si no es ella! . Con las rastas, los pantalones caídos hasta las corvas y ese modo de andar como si fuera una criadora de cerdos y les fuera atizando con la vara. Ella misma: la hija de la charcutera del mercado del barrio. Y se la veía venir directamente hacia allí. Le entró la mosca. Ella nunca fue una oveja descarriada que se quisiera reintegrar al rebaño, porque nunca fue oveja. No fue oveja ni animal doméstico de ningún otro tipo. Más bien alimaña. Alimaña del bosque. Y una alimaña del bosque no baja así como así a la bendita paz del gallinero para hacer una visita de cortesía a sus inquilinas. Baja con sigilo, eso es verdad, pero para causar el más grave de los alborotos en el trance de querer hacerse con el más sustancioso de los bocados. Y lo consigue. Siempre lo consigue. A pesar de los recelosos que estén contra ella los seres a quienes, —cada cierto tiempo, nunca con regularidad—, estafa, desvalija o sablea. Entre ellos él sabe que se encuentra, también y principalmente, pues se le queja de ello, la pobre madre.
La veía venir, caminando decidida hacia él (su latería de collares, pendientes y piercings reluciendo al sol de la mañana; la camiseta amarillo melocotón), y se persignó, llevándose el pulgar a los labios. Pidió perdón al Señor por esos pensamientos negativos sobre un ser. Todo ser merece el beneficio de la duda. Para todo ser debe tener abiertas las puertas del amor y la piedad un ministro del Señor.
—¡Hola, padre cura!
—Hola.
—¿Cómo estamos? —preguntó, con su habitual zalamería.
—Bien. Y tú, ¿cómo por aquí?
—Pues nada, a hacer una visitilla, ya sabes. La familia y eso.
—Muy bien. Eso está bien.
—Sí, hacía ya mucho tiempo que no venía.
—¿De vacaciones…?
— Pues un poco sí, como de vacaciones —declaró.
El padre no quería volver a los malos pensamientos pero no pudo evitarlo. Las vacaciones estarían motivadas, con toda probabilidad, por una de esas intervenciones con finalidad disuasoria que hace la policía, cada cierto tiempo, en el transporte público y otros lugares de concurrencia donde, virtuosos de la sustracción, como ella, “trabajan”, limpiando a memos e incautos.
—Y ná, dando una vuelta por el barrio. Y te he visto aquí, en la puerta, y he dicho: voy a saludar al padre cura, que hace mucho tiempo que no lo veo.
—Pues agradecido por tu visita.
—¿Y cómo te va?
—¿A mí? —dijo él—, pues…, ¿cómo me va a ir? Bien.
—¿Bien? ¡Si andarás canino de clientela! ¡Ja, ja!
Él entendía su lenguaje.
—Si te he de ser sincero, la fe no rebosa precisamente en este barrio, pero haberla la hay; y, lo más importante: la que hay, es de muy alto valor.
—Venga, no te enrolles. No hace falta que me demuestres que en lo de hablar estás puesto.
Y se aproximó a él, situado en el umbral; y metió la cabeza en el interior, mirando hacia adentro. De su ropa emanaba un intenso olor a humo de maría.
—Si te digo desde cuándo hace que no veo esta iglesia, no te lo vas a creer.
—Mucho…
—Desde que era una cría. Entonces había otro cura, más viejo que tú.
—¡Ah, ya! Don Pascual.
—Sí, eso.
Y se quedó allí callada, quieta; mirándolo, a ver si la invitaba a pasar. Y él renuente, porque, como gallina también, olía el peligro; aunque, como tal, tampoco supiera por dónde le iba a venir la tarascada. Pero él, por encima de todo, era un ministro del Señor, y todas —pensaba—, incluyendo a las de prácticas más aborrecibles, son criaturas del Señor. Hasta los más detestables depredadores, carroñeros o alimañas del bosque, como pudiera ser ella. ¿Acaso no responden, como el resto de las criaturas, a una necesidad de la naturaleza? ¿Acaso no están todas bajo el paraguas del Señor? No habría carteristas y desvalijadores, como acaso fuera ella, de no haber manadas enteras de otro tipo de seres; demasiado nobles, despistados, ingenuos o tontos de remate.
—Pasa, pasa; por favor.
Y entró. Dio unos pasos hasta el pasillo central y se quedó mirando a la bóveda. Los rodales de revoco desprendido.
—¡Joer, padre cura, este garito está hecho una ruina! Cualquier día se te cae un peñusco de esos y te despanzurra.
El sacerdote hizo un recuento mental de los objetos valiosos que había allí, aún tratándose de un lugar tan desmejorado. La plata, sin duda. Nada de verdadera importancia, aunque temía que la opinión de ella pudiera no ser la misma.
—Si me dicen hace tres o cuatro años que iba a entrar aquí, no me lo creo. Con lo enemiga que yo he sío de esto. ¡Brrrrr! ¡Me daba algo!
—¿Y por qué ahora?
“Qué pregunta más tonta acabas de hacer, padre cura” —se dijo a sí mismo.
—Una cambia —aseguró, volviéndose hacia él—. La edad.
Luego adelantó unos pasos hasta llegar al crucero. Él caminaba tras ella, con las manos a la espalda, dejando unos metros de separación, manteniendo siempre una estrecha vigilancia.
—Y ahora, fíjate, no me importa. No me da ná. Como si tal cosa. Es que las personas cambiamos un montón, ¿no es verdad, padre cura?
El padre cura no le perdía ojo. Ella iba mirando a un lado y a otro, observando con atención todo cuanto la rodeaba. Ahora fijó la vista en el ala de la derecha donde, ocupando un rincón idóneo entre el pilar y el muro, se hallaba el vetusto confesionario. El confesionario era una pieza construida con maderas nobles, que databa del siglo XVIII. No pensó que esa pieza fuera de su interés, si bien no debía descartar nada. A falta de las sabrosas gallinas, o de los deliciosos conejos, bien vale atreverse con un pavo, aunque cueste más hacerle morder el polvo.
—Fíjate si no me da ná, que hasta sería capaz de confesarme; je, je.
Y se dio la vuelta, y dio unos pasos apresurados hasta toparse con él; y aproximó su cara a la suya retándolo con un gesto de gravedad teatral:
—¿Tú me confesarías, padre cura?
Él inspiró hondo y espiró; miró hacia arriba y luego, bajando la vista a ella, hizo gesto de: “bueno, sí, pero solo si no quedara más remedio…” Porque, en el fondo, en el fondo de la ley de Dios y de su propio fuero, no podía negarse.
—¡Je, je! Una tiene sus pecaíllos… Ná, cosa de poca monta; porque una es buena gente.
E insistió en ello, yéndose otra vez para adentro:
—Buena gente, básicamente.
Y siguió registrando con la mirada todo cuanto podía ver, mientras hablaba.
—Pero de estas cosas que se te quedan ahí y no se te van, y no haces más que darle vueltas, tú me comprendes.
El párroco se preguntó qué hechos le habrían ocasionado —le estarían ocasionando—, un problema de conciencia a un ser como ella. No debía ser fácil que algo se lo produjera. ¿Sería cierto que había algún episodio en su vida por el que sentía arrepentimiento? ¿Incluso temor de Dios? ¿Habría visto cercana la industria de la muerte?
—Todos tenemos alguna vez cosas que nos conviene contar y todos necesitamos a alguien de confianza para hacerlo.
—¿Tú eres de confianza, padre cura?
—No soy yo quien debe juzgar eso. Aunque los sacerdotes, y eso lo sabes, estamos obligados a guardar el secreto de confesión.
—Ya. Bueno —dijo, cambiando completamente el tono, pasando por su lado y enfilando hacia la puerta—, se acabó la visita. Me largo. A ver si resulta que voy a ser yo quien tiene que convencerte.
Y entonces él la llamó, y la llamó por un nombre que no era el suyo. Y ella, antes de salir, se detuvo y se giró, corrigiéndolo:
—¡Jennifer! ¡Que ya no te acuerdas!
—Disculpa. Tantos nombres…
—No te preocupes. Un despiste lo tiene cualquiera; je, je.
Y se largó, ciertamente. Y él se quedó allí pensativo, meditando. Hasta que le vino la luz y se echó mano al bolsillo de la chaqueta.
Manuel de Mágina
Uno de: Celtas Extracortos
¡Qué buen final! Porque, aquí donde me ves, yo soy de la que doy por hecho que la cartera del cura seguía en su sitio. Pero quién sabe…