Un pequeño detalle.
Lola llegaba a casa cargada con las bolsas de la compra, sujetando el bolso bajo el hombro y el correo en la boca. Introducía las llaves en la cerradura cuando sonó el teléfono móvil. —Parece que están esperando a que tenga las dos manos ocupadas —murmuró entre dientes. Ante la insistencia de la llamada, soltó el avituallamiento y hurgó en el bolso buscando el endiablado aparato. Cuando el timbre empezaba a enervarla, agotando su paciencia, dio con él.
—Hombre, Quique…
—¿Cómo estás, preciosa?
—Aquí andamos. Hoy un día cargadito, como de costumbre.
—Bueno, sólo te llamaba para decirte que te he mandado los últimos volúmenes que hemos editado. Quiero que me digas qué te parecen, sobre todo Pequeños detalles, de Patricia Alonso. Es una escritora poco conocida, pero con un currículum de premios menores importante. Sé que te gusta estar al tanto de las nuevas escritoras.
—¡Ah! Estupendo, gracias. Les echaré un vistazo y te llamo. Te dejo, que me pillas en la puerta.
Era viernes y se encontraba exhausta tras una semana muy intensa, así que estaba dispuesta a sumergirse en la bañera junto a sus sales, usar varias mascarillas mientras se retocaba las uñas, comer algo suculento, ponerse el atuendo más cómodo y relajarse disfrutando de sus aficiones favoritas. Nada más entrar en casa, vio el paquetito del que le hablaba Quique: tres libros con aroma a tinta recién impresa. Nada le gustaba más que disponer con antelación de los nuevos títulos y él lo sabía. La relación amorosa entre ambos había sido corta, pero intensa, y, aunque imposible por muchos motivos, ambos trataban de conservar, al menos, un contacto amistoso continuo y entrañable.
―No está mal, 400 páginas —se dijo ojeando el libro recomendado.
Cuando miró la contraportada, se encontró con la foto de la autora y frunció el ceño intrigada por la sensación fugaz de estar contemplando un rostro conocido. La incógnita quedó sin respuesta revoloteando a su alrededor.
A última hora de la tarde, una vez relajada y recompuesta, se acomodó en su sofá blanco impoluto. Recostada entre un motón de cojines mullidos y cálidos, comenzó a leer tranquilamente, pasando las hojas despacio, saboreando las palabras como se degusta un buen vino, un café italiano o un delicado chocolate que se funde lentamente en la boca. Algunos párrafos, de modo instintivo, la movieron a ojear de nuevo la contraportada y escudriñar la foto de la autora.
—¡Bah!, no puede ser —se dijo. Pero, guiada por la curiosidad, empezó a devorar páginas sin percatarse del transcurrir del tiempo. En el capítulo número diez, sus ojos empezaron a concentrarse en el texto que leía con cierto asombro.
Apenas se conocían. En cierto modo eran dos extrañas que coincidían de cuando en cuando, aunque Adela sentía una especial simpatía por ella. Le gustaba leer sus informes a la cabecera de los pacientes, unas hojas de enfermería escritas con una letra pulcra y clara, redonda, sin faltas de ortografía. Utilizaba bolígrafos de cuatro colores y cada apartado era fácilmente identificable. Anotaciones del estado del paciente en azul. El tratamiento y sus vicisitudes, en negro. Las recomendaciones insoslayables en rojo. Todo lo acontecido con normalidad, en verde. Aun sin tener conocimientos médicos cualquiera podía hacerse una idea, con un vistazo somero, de qué era lo más importante.
—No puede ser —repitió. Y siguió leyendo ávidamente.
Había noches tranquilas que le permitían sentarse un rato en la sala de enfermeras y compartir un café cargado con ellas. Las limpiadoras de guardia recorrían el hospital a toque de llamada, no pertenecían a ningún servicio concreto, conocían a todos o a nadie y no tenían más vínculos que su busca y las simpatías personales. Adela siempre elegía aquella UCI en la quinta planta.
—¿Merche? —se preguntaba Lola—. Es que no me lo puedo creer. Pero lo pone bien claro: «UCI de la quinta planta». Santo cielo. ¿Y si fuera cierto lo que estoy pensando…?
Volvió a la foto. Una mujer de pelo rubio y unos ojos azules cercados por discretos surcos que no disminuían en absoluto una límpida mirada transparente y dulce, casi infantil. Merche, tal y como ella la recordaba, era una mujer alta de fina contextura, largo cabello moreno azabache, siempre brillante y perfectamente recogido en una abundante coleta anudada con diferentes artilugios. Hablaba con corrección y un inusitado dominio del lenguaje para lo que podía suponerse en el personal de la limpieza.
—Sí, pero han pasado diez años. A saber cómo será ahora… —se dijo. Y cerró el libro tratando de aislarse un poco de la sospecha que le rondaba. Miró el reloj advirtiendo que llevaba varias horas leyendo y el estómago empezaba a protestar. Se preparó una ensalada ligera con un platito de quesos variados y, mientras cenaba sentada delante del televisor, su memoria la transportaba a aquella UCI sin poder evitarlo. Entonces trabajaba en el ala izquierda de la quinta planta del hospital Ramón y Cajal, mucho antes de decidir dedicarse a la política y encauzar su vida por otros derroteros.
Recordó cómo Merche se hacía sentir realizando un trabajo inmejorable y minucioso. La señal irrefutable de que estaba de guardia eran esas enormes bolsas de basura a la entrada del servicio, cuidadosamente cerradas con precintos de vivos colores. A veces se comentaba entre las compañeras este extraño empeño de distinguirse, unas veces con sorpresa, otras con sorna, alguna que otra con fastidio, aunque a Lola le agradaba y le parecía una forma original de dar un toque personal a un trabajo bien hecho. Pero sobre todo recordaba con absoluta nitidez aquella noche, en cierto modo extraña, que fue la última vez que la vio.
Retomó la lectura para repasar algún capítulo anterior. Quería cerciorarse de que había leído bien y no estaba sólo especulando. Fue subrayando los párrafos que le parecieron más significativos en esa búsqueda de concreciones.
Esa niñez familiar y acomodada le había permitido crecer en mundo sensible donde se cultivaban con esmero el arte, la música y la lectura. Era la menor de cinco hermanos; un deseo en forma de mujer, colmado al fin, tras cuatro varones.
La enseñanza de una visión filantrópica y altruista del mundo, junto a una educación esmerada, con especial hincapié en los buenos modales, la gentileza y moderación en los gestos, la igualdad en el trato siempre dadivoso y comprensivo, mimada y querida en definitiva, habían convertido su entorno en una especial burbuja venturosa, cálida y segura.
«Hasta aquí podía encajar perfectamente», pensó Lola, y siguió subrayando más adelante.
Todo ese universo particular le fue arrebatado súbitamente al contraer un matrimonio temprano, recién cumplidos los 18, que la empotró, tras el primer destello, en una atmósfera ruin y soez de violencia verbal y menosprecio que acaparaba el aire respirable.
Cada noche su mirada enfocaba el techo del dormitorio conyugal escudriñando, entre las sombras, imágenes desdibujadas que le permitieran imaginar, evadirse o soñar, mientras su cuerpo era poseído por la lascivia de aquel esposo, modelo a la vista de los otros, que disfrutaba violentándola en privado, domeñando sus anhelos más íntimos; suponiéndose, quizá, dueño de su alma indómita imponiéndose brutalmente a un cuerpo dócil y abúlico.
—¡Santo cielo! ¡Qué horror! —murmuró consternada. Lola no recordaba si Merche estaba o no casada, pero cierto era que no hablaba habitualmente de su intimidad. Aunque alguna vez la oyó decir que, en sus sueños, no había ningún príncipe azul. «Si esto fue lo que vivió, no me extraña que no lo tuviera», se dijo mientras pasaba a la página siguiente.
No supo advertirlo previamente y, cuando la evidencia se le impuso, ni siquiera intentó enfrentarse. Carecía de recursos agrios para ese empeño y la tropelía diaria anulaba sus capacidades dejándola en la más absoluta indefensión. Aun así, era consciente de que su herida sensibilidad no le permitiría soportarlo mucho tiempo más. Y llegó el día en que, sigilosamente, sin mediar palabra, recogió lo imprescindible y, apurando un resquicio, marchó donde nadie pudiera encontrarla. Cómo explicar lo inexplicable… Quién la creería… No, no dejaría rastro que pudiera devolverla a la prisión sofocante que le reservaba ese matrimonio errado.
La gran ciudad fue el refugio elegido. Aquellos miles de edificios entre anchas avenidas con el gentío deambulando a su vera, totalmente ajenos a esa estrenada aventura esperanzada. Una nueva vida anónima y una libertad que implicaba, al mismo tiempo, sometimiento a la intemperie pobre y escasa. La certeza de la incertidumbre. Y, sin embargo, no estaba asustada. No conocer a nadie, sentirse engullida por el ruido y la indiferencia de la multitud era, por primera vez, tan desconcertante como sugestivo.
Aunque contaba con algún dinero, ese capital menguaba cada mes de manera alarmante. Sus estudios elitistas de poco sirvieron sin titulación certificada. Lo prioritario, pues, era empezar a ganarse la vida donde le dieran la primera oportunidad. Y esa ocasión surgió en una contrata de limpieza que le daba trabajo eventualmente. Hasta ese momento era la única manera de conseguir algunos ingresos con los que mantenerse, pero pasados unos meses el gerente la llamó para ofrecerle un contrato indefinido en el Ramón y Cajal, en el turno de noche.
—Es ella, está claro. Puede ser también inventada, desde luego, pero estas referencias tan concretas resultan algo más que una coincidencia casual —barruntaba cada vez más desconcertada.
Lola levantó la vista del texto y cerró los ojos. Quería recomponer todo lo que había leído y tratar de encajarlo en sus recuerdos. Comenzó rememorando la oscuridad en la que trataba de encontrar el interruptor de la luz cuando entró en el despacho de la UCI a buscar el vademécum. Esa zona administrativa, situada en medio del pasillo que conducía a la planta de hospitalización contigua y al resto del hospital, era poco transitada por la noche. Cuando finalmente la encendió, encontró ante sí la mirada llorosa y sorprendida de Merche que allí, apartada y a oscuras, sollozaba silenciosamente.
—¡Uy! Perdona. No sabía que estabas aquí —comentó Lola, un tanto confusa.
—Pasa, Lola, ya me iba.
—¿Ocurre algo, Merche? ¿Por qué lloras?
—No tiene importancia, Lola. Cosas que pasan. No te preocupes —dijo levantándose.
—Vamos, Merche, nadie llora si no es porque algo le duele. Ven, te preparo un café y me cuentas.
—Es una tontería, lo sé. Pero, por eso mismo, no lo entiendo.
—¿Qué es lo que no entiendes? Venga, cuéntamelo…
Merche se enjugaba las lágrimas que no dejaban de brotar a pesar de su empeño en ocultarlas, pero su desconsuelo podía más que su vergüenza.
—Pues hoy me ha llamado el gerente de la empresa y me ha dicho que no quiere que use cintas de colores en las bolsas de basura. Que otras compañeras se han quejado diciendo que siempre quiero darme importancia y distinguirme. Y eso no es cierto.
—¿Eso te ha dicho? ¡Será memo! ¿Y a él qué más le da?
—Pues eso digo yo, qué mal hago a nadie con esa pequeña tontería. Yo hago bien mi trabajo.
Merche volvió a enjugar sus lágrimas y Lola sirvió el café sentándose a su lado y comprendiendo que, en cierto modo, todo el disgusto que envolvía a esa mujer era más debido al hecho de que intentaran coartar esa pequeña rebeldía que a la importancia que pudiera tener la advertencia del gerente.
—Es que no lo entiendo… no lo entiendo…
—Vamos, tranquilízate. Esas peculiaridades, a veces, tienen estos inconvenientes. Y es verdad que a algunos les molesta, pero también hay otros muchos que sonreímos y nos agrada encontrar las bolsas con tus cintas de colores y saber que estás de guardia. Y, más allá del comentario, siempre hay una palabra de admiración. Mira, mal que nos pese, no deja de sorprender que alguien ponga empeño en dar un toque personal y creativo que no le exige estrictamente su trabajo.
—Es igual que las hojas que tú escribes. Eres la única que escribe con cuatro colores. Y a mí me gusta. Esas pequeñas cosas dicen mucho de una persona.
Lola la miró fijamente, sorprendida por esa última apreciación. Ambas mantuvieron su mirada en la otra unos segundos, mientras una corriente de empatía las envolvía sosegando el ánimo, sintiéndose extrañamente cómplices de algún enigma secreto sólo visible a algunos ojos privilegiados y que compartían de un modo misterioso e inesperado en ese preciso instante.
Sonó el busca de Merche al mismo tiempo que el reloj señalaba las seis de la mañana. Mientras recogía sus utensilios, se volvió a Lola y le dijo:
―Gracias, Lola. Hablarlo me ha sentado bien. Te lo agradezco mucho.
Abrió los ojos convencida de que esa escritora novel era aquella personita encantadora. Pero aún quedaban muchos capítulos por leer y estaba dispuesta a no soltar el libro hasta conocer toda la historia. Así que, a pesar de ser muy tarde, siguió leyendo.
Ella soñaba con un futuro mejor, pero los años pasaban y ese futuro se desdibujaba cercado por el quehacer cotidiano, agobiante y desolador que conformaba el presente. Su labor se desarrollaba limpiando, adecentando, fregando y acudiendo pronta, donde era requerida, a recoger desechos humanos, en urgencias, quirófanos y plantas de hospitalización donde había que habilitar los espacios liberados por los muertos.
El pulcro y mondo uniforme de la empresa de limpieza dejaba entrever un cuerpo bien formado en una esbelta figura. Siempre con sus guantes, a veces con mascarilla, dejando solo su mirada azul preñada de languidez cuando se ocultaba su sonrisa. Esos ojos que escudriñaban bondades entre el desaliento, resquicios en medio del sufrimiento que le permitieran ofrecer una sonrisa amable. Sus cuidadas manos, tendidas a apaciguar el desconsuelo de la pérdida, tratando de serenar el temor de la sospecha o mitigar la angustia de la espera y celebrar la alegría del alivio. Su voz suave brindaba palabras benévolas dondequiera, siempre intuitivas y oportunas, desde el umbral de la puerta donde el cubo y los bártulos de limpieza esperaban su oportunidad. Ella estaba allí, para dejarlo todo sin huella, limpio, acondicionado, delicadamente perfumado, puntualmente impecable junto a una sensación de calma renovada. Al menos ella percibía esa paz ante el orden que recobraba la armonía del entorno; la luz iluminando colores nítidos: el verde, el azul, el rosa, el blanco inmaculado. Olor a sabanas limpias, aluminios relucientes, cristales diáfanos. Sentía que su labor consistía en ir borrando de la faz de la tierra restos de podredumbre y miseria. Cerraba las bolsas con energía, confinando el temblor del miedo, la intensidad aguda del dolor, el aullido del lamento y la soledad de la muerte en esos negros plásticos llenos de inmundicia para enviarlo todo directamente al infierno. Cerrados a modo de lazos, como una mueca burlona, y sellados con firmeza con el color intenso de la rabia contenida. Era la forma peculiar que encontraba para reconciliarse con el mundo, su seña de identidad, porque el color evocaba una época dorada, ya lejana, de su vida. Le devolvía esa alegría vitalista que nutre la esperanza en el porvenir y a las tiernas carantoñas de la abuela; lograba hacer tintinear el sonido de los juegos y cuentos infantiles, la ilusión alborozada de la sorpresa. El negro, en cambio, evocaba solo una cosa: la oscuridad del temor.
Tuvo más de un pretendiente, pero no había tiempo ni ánimo para amoríos. Aún, pasados los años, la losa del desamor y de aquel primer y brusco extrañamiento oprimían su corazón, tan carente y famélico de afectos masculinos como su miedo era capaz de imponer. Atenazado, triste y pesaroso, alerta, a veces sangrante, siempre contenido, pero decidido firmemente a amarlo todo apasionadamente. Todo… todo lo demás.
—Esos ojos… Esos ojos la delatan —musitó Lola, tapando con ambas manos el resto de la foto. Estaba amaneciendo cuando se topo con la palabra «fin» y, sin ánimo para levantarse, se acurrucó en el sofá tapándose con una mantita polar y, saboreando el final, se durmió.
El sábado, casi a mediodía, se despertó con la sensación de haber vuelto de un largo viaje con exceso de equipaje. Tomándose un café cargado, trataba de recopilar todos los sentimientos y recuerdos que ese hermoso libro le había devuelto. Vivamente impresionada por aquella lectura, no pudo evitar hacerse algunas reflexiones. El libro narraba magistralmente la vida de la protagonista guiándose a través de la impronta que, a lo largo de su vida, le dejaron algunos gestos en apariencia nimios pero que, sin duda, habían sido decisivos en el devenir de su existencia para bien o para mal. Estaba de acuerdo con la autora en que, al igual que la punta de un iceberg, esos pequeños detalles revelan solo una diminuta porción de un cosmos particular que concentra la esencia del conjunto de todas las vivencias. Indicios espontáneos que nos delatan a cada instante, sin un control consciente; un reflejo innato que nos define y que no se puede reprimir sin que se tambalee la estructura que sostiene la vida personal y afectiva. Y recordó… sus bolígrafos de cuatro colores. «Todo tiene un motivo íntimo» —pensó—, «aunque no siempre sepamos explicarlo ni comprenderlo. Tras la imagen que mostramos hay muchos sentimientos incomprendidos, rebeldías personales, desacuerdos con los avatares de la vida que cada cual afronta como puede».
Lola sintió entonces la necesidad de hablar con Quique, oír su voz y su acento, percibir su cercanía. En muchos momentos notaba su ausencia, pero esta vez, además, sentía cierta urgencia por darle las gracias; eran muchos pequeños detalles los que compartía con ella a diario siempre atento y afectuoso. Cogió el teléfono y marcó su número lentamente.
—Quique, tendrás que ingeniar algo para presentarme a Patricia Álvarez. No puedes imaginarte, ni por asomo, lo que ha significado este libro para mí.
—Mujer… es solo un pequeño detalle para mi chica favorita.
—Justo de ese tema tenemos mucho que hablar —le dijo—. ¿Sabes? Siento un súbito interés por conocer mejor la profundidad real de algunos icebergs.
—¿Icebergs? Qué estarás pensando. Mira, el miércoles estoy en Madrid. ¿Comemos juntos y hablamos?
Mientras charlaban, Lola copiaba el último párrafo de aquel libro en un lugar destacado de su agenda diaria donde poder leerlo a menudo:
Los pequeños detalles, finalmente, toman cuerpo y germinan creando un universo mágico, un frondoso oasis en mitad de la nada, donde poder calmar la sed del alma dolorida y posar el pensamiento ennegrecido por el cansancio y la pesadumbre. A veces, un pequeño detalle te libera sutilmente de la oscuridad y te devuelve a la vida.
Luisa Núñez
CEO del Portal Canal Literatura
Especialista Universitario en Sistemas Interactivos de Comunicación.
La magia no necesita de grandes envoltorios, ni escenarios colosales e impresionantes. La vida presenta cada día ocasiones para que las personas de luz pongan colores, señales y pistas que conducen a esos sitios interesantes que es necesario visitar mientras respiramos: los corazones, y las intenciones. Corazón que tú, HadaLUisa desparramas con tus palabras, intención que guía tu corazón hacia nuestras manos. Gracias Luisa, pedazo artista.
«De las cosas que leo, lo que me interesó siempre más vivamente fueron los detalles, las cosas insignificantes y pequeñas. Josep Pla.
Este «Un pequeño detalle» tuyo me parece un gran relato.
Saludos.
Vaya, vaya, Luisa, qué calladito te lo tenías… Una caja de sorpresas, eso es lo que eres.
Excelente, querida amiga.
Texto para disfrutar, muy despacio, para releer, para guardar.
Un fuerte abrazo.
Pues si Mati,la vida nos presenta muchas ocasiones de poder leer el corazón de otras personas por sus más pequeños detalles.Lo de «pedazo artista» me ha encantado.Me lo guardo como «pensamiento urgente» de mi sister. Besos grandes
Gracias por tu opinión y por la cita 81, viniendo de ti es muy gratificante este comentario. Un abrazo
Querido Atticus, se ve que leer a tanto «genio plebeyo» deja huella y, escribiendo, me siento parte también del conjunto.
Lo que me dices: «Texto para disfrutar, muy despacio, para releer, para guardar.» es algo precioso. Releer y guardar, significa que has captado la esencia de esta historia. Gracias por leerme con cariño.
Un fuerte abrazo
Me ha encantado volver a encontrarme con «Pequeños Detalles» 😉 Esos que distinguen la sensibilidad de las almas que, más tarde o temprano, acaban encontrándose y que tan bien nos transmite este entrañable relato, mi querida Bruja-Hadda Luisa.
El trabajo bien hecho, el que fluye, el que funciona, está plagado de esos «pequeños detalles» que se ensamblan, igual que un tren necesita sus vagones, cada uno con su idiosincrasia, para serlo…
El amor se pone en movimiento con gestos pequeñitos, como todos los que tu siembras en este Café de Lujo…
Ya sabes lo que te quiero y admiro, Luisa Núñez 🙂
Ha sido una gran alegría volver a leerte, llegar a un oasis en medio de la semana y recapacitar sobre la importancia de las pequeñas cosas.
Me quedo sobre todo con la última frase por lo que significa: recuperar la ilusión y renacer. Para quienes hemos estado un poco muertos (la razón es lo de menos), este debería ser nuestro emblema.
«A veces, un pequeño detalle te libera sutilmente de la oscuridad y te devuelve a la vida.»
Muchas gracias por tu maravilloso relato y que leamos muchos más.