Viaje sin retorno. Por Dies Irae

Llegados a este punto, creo que es buen momento para deslindar ciertas cosas entre nosotros. Podríamos poner en claro, por ejemplo, que, aunque te embauqué en este viaje sin haberte avisado de la oscuridad de la sala, de la herida de luz que nos apuntaría, del imperturbable destino de nuestros pasos o del tempo exacto de la obra, tú cruzaste la puerta por propia voluntad, sin contestar cuestionarios ni firmar contratos, sin pagar siquiera el precio de la entrada. No te debo excusas por haberte enredado con historias probablemente falsas, ni por mostrarte sólo caracolas huecas, palabras de aire que se introducen por las espirales de tus oídos como fantasmas, recuerdos del pasado o presentimientos de lo por venir, aunque sea cierto que te sentaste en tu butaca de espectador sin adivinar que se encontraba dentro del escenario. Buscabas otra vida, otro lienzo, quizá un desvío en tu sendero melancólico, un aliento de iluminación o un desagüe para tu pesadumbre, no importa: la luz de un foco redibujó más nítida tu sombra, y tú aceptaste el juego.

Pero deberíamos hacer una reflexión; ordenar tus notas y las mías; compararlas y tener la certeza del fracaso o  el éxito que conlleva este intercambio. Aquí estamos, tú y yo, actores de la misma tragedia, muñecos ambos de un teatro de títeres.

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Tú, lector, hasta ahora simple testigo curioso, si has llegado hasta aquí, estás averiguando por qué te atraía el misterio de los relatos inconexos, de las imágenes ambiguas, de las relaciones improbables. Tú, hasta ahora observador imparcial, lejano, ajeno incluso a mis historias, estás sintiendo el miedo de encontrarte ocupado por ellas, el temor a desvelarte personaje en el próximo acto. Has comenzado a descubrir estos extraños hilos que te crecieron, no sabes cuándo, en las articulaciones. Has comprendido las metáforas y comprobado que ni la tinta es tan negra, ni el papel tan blanco; porque hay algo, de un gris muy tenue, impalpable como el humo, que subyace tras cada frase aparentemente inocua. Algo tuyo, parte de ti que ya está dentro de mi relato imposible. Estás confirmando que no eres tan sólo un lector inocente. Porque te ha sido revelado que nunca está el lector solo, ni nunca el autor lo estuvo mientras escribía. Ni ninguno de ambos es, o será, jamás inocente.

Yo, autor, hasta ahora narrador solitario, creía que podía ocultar tu huella en cada una de mis palabras, tu reflejo en cada uno de los personajes. Pero he llegado hasta aquí, y queda poco tiempo para alcanzar la última página, la que presiento imposible escribir sin tu ayuda. También vislumbro el miedo cada vez más cercano, por eso dudo entre los ocultos significados de los verbos y busco la luz en la oscuridad de los sinónimos. Echo a volar nombres como pájaros, adjetivos como libélulas, conjunciones como mariposas, y los veo caer como piedras, dibujando ondas lentísimas en un agua espesa e irreal. Tiemblo ante el punto que cierra cada párrafo, como si al darle la espalda pudiera atacarme —o atacarnos— como una bala silenciosa o silenciada, y sumirme —o sumirnos— en un bosque pantanoso, donde ese silencio está formado por millones de ruidos tan imperceptibles como el del parpadeo de un búho al girar la cabeza, como el de la huella de la pluma que rasga ligeramente el papel al escribir cada letra. Emboscado en la ciénaga sin saberme perdido, advierto cómo tiras del hilo que guía mi mano.

Aquí estamos, tú, yo y los recuerdos que hilvanan esta narración, construyendo un éxito o un fracaso que serán, o quizá han sido ya, historia. ¿Con qué tiempo verbal nombraremos el pasado del porvenir? ¿Quién juzgará, quién dictará sentencia? ¿Cómo ejecutaremos la pena impuesta, el castigo ejemplar, la penitencia, o cómo ensalzaremos la gloria de una obra apenas vislumbrada por estos ojos nuestros, tuyos y míos, reflejo de un reflejo? Marionetas articuladas debajo de un espejo, los hilos repetidos nos enlazan cruzándose y descruzándose hasta el infinito.

Ahora, y sólo ahora, puedo adivinar la cobardía en el mutismo de tu boca pintada, en tu imposibilidad de mirarme de frente con esos ojos fijos: no, tú nunca me pediste que escribiera esta historia, pero ¿quién, sino tú, me empujó a vivirla, tirando de mis hilos? ¿Quién fue agua, tierra, fuego, hogar, aire, madera, piedra y tormenta? Ahora, y sólo ahora, sé que fuimos un solo aliento ante la misma cara del cristal helado, el mismo niño absorto en la mirada amarilla de las fieras de papier couché, en las  flores falsas del decorado o la música grabada del océano moribundo. Y, justo a partir de ahora, lo sabes tú también: tú ganas, como siempre. Sin embargo, este momento evidencia lo que será el recuerdo de mi triunfo o una futura decepción, dependiendo de la próxima frase.

Levanto la pluma y la mirada del papel y observo, nos observo: dos títeres que desconocen el desenlace del espectáculo. Uno de los dos será el primero en bajar la vista, para seguir leyendo, para seguir escribiendo. O, quizá, la próxima bala, silenciosa y definitiva, sea el auténtico punto final de nuestra historia.

192H

Dies Irae

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2 comentarios:

  1. Gracias por compartirlo por aquí también, Elena. Tu eficacia infinita me asombra y me conmueve. Qué sol de mujer.
    Besicos.

  2. Creo que este diálogo entre autor y lector (o entre autor y autor en sus distintas facetas y momentos) lo ha tenido más de uno por estos lares. Es bueno que los medio-locos por las letras nos reconfortemos unos a otros en ese refrán de «mal de muchos…». Aparte de que, hablando más como persona normal (que a veces como autora digo cosas muy raras), me ha encantado.
    Besos también.

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