Vidas de agua y arena
Dicen que quien ve el mar por primera vez se encuentra sobrecogido por una realidad que no es capaz de abarcar ni de explicar. Que, en un intento desesperado por expresar lo inefable, abrirá ojos y boca de par en par. Y que quizás sienta lo mismo que el primer hombre que habitó la tierra.
El sol se diluye, fulgor a fulgor, en un banco de estrellas que titilan sobre el agua. Unos balandros surcan la bahía, acompañados por el vuelo de las gaviotas. El cielo aparece apacible, no hay ni una nube que oculte su belleza azul. Es un verano cálido y dulce.
En la playa, desde bien temprano, colocan toldos, bancos y sillas delante de las casetas. No tardarán en llegar los primeros veraneantes. En unas horas estará la arena repleta de gente, de voces y risas que acompañarán el sonido de las olas.
Ya son las once de la mañana y comienza a ser un hervidero de hombres, mujeres y niños. Algunos prefieren quedarse en los bancos del fondo a leer el periódico o algún libro; otros permanecen sentados, frente al mar, mientras los niños juegan a sus pies; los más atrevidos entran en las casetas a cambiarse de ropa para el baño; unas jóvenes deciden pasear por la arena, con sus vestidos blancos de muselina de algodón, volátiles al más leve viento. Caminan ensimismadas en sus historias, protegidas del sol y del mundo por sus sombrillas.
Bajo un toldo de lona blanca, un hombre lee La Voz de Guipúzcoa y el que está a su lado, Vidas sombrías. Un caballero se acerca a saludarlos. Se quita el canotier y hace una ligera reverencia para saludar a las damas cercanas. Debe de existir gran amistad entre ellos, pues bajan la voz con frecuencia. El último en llegar dice que conoce a don Pío, médico como él, pero que decidió dejarlo por la literatura. «Siempre fue algo particular», comenta. Luego se aproximan los tres y cuchichean. A pesar de sus esfuerzos para no ser oídos, se escapa: «Aunque España es neutral, está dividida en germanófilos y aliados… Quién puede asegurar que lo que les mueve son ideales y no mezquinos intereses…». Y se enciende sobremanera la plática. Una ráfaga de arena perturba, providencialmente, la conversación, que lleva camino de convertirse en una enconada disputa.
Unos niños, vestidos de marineritos, juegan con sus cubos y de un palazo mal dirigido han espolvoreado de arena a todo aquel que se hallara en derredor. Sus madres los obligan a pedir disculpas e inmediatamente después los animan a que se acerquen a la orilla: «Aprovechad la bajamar y recoged conchitas y chirlas».
Llega un matrimonio de mediana edad acompañado de dos jóvenes, presumiblemente sus hijas, y se colocan bajo el toldo de al lado. El hombre, robusto y con barba, se levanta y comienza a pasear, va absorto en lo que le rodea. En sus luces y en sus sombras. Después se detiene: la belleza es demasiado importante. Luego vuelve con su familia y se sienta. De una cartera de piel, saca unas cuartillas no muy grandes y empieza a dibujar. Solo alza la vista para observar la bahía, la hermosura de su color oceánico. La arena mojada y la luz deshaciéndose en los charcos que deja la marea baja en la playa. Los niños, afanados en su búsqueda de tesoros marinos, ignoran como el sol juega con ellos y convierte sus reflejos en saetas de las horas.
Los caballeros del fondo continúan su charla. El último en llegar es el primero en despedirse. Ha visto a alguien conocido y va a su encuentro. Los dos hombres se tratan al saludarse de don: «Don Joaquín… Don Juan…», más como demostración de admiración mutua que como señal de distancia social. Ahora la conversación discurre por otros derroteros: la familia; si habrá visita al Rey; exponer en París o Nueva York; paisajes de España; la luz del Sur y la del Norte; la diferencia de pintar en tierras vascas o en el Mediterráneo; Valencia o San Sebastián; y que la mañana de hoy es más propia del Levante que de estos lares. Solo la sonoridad de una voz fresca interrumpe su conversación.
«¡Patatas, ricas patatas fritas!».
Un chiquillo, de apenas diez años, las lleva en una gran cesta de mimbre. Un mandil blanco, al menos cuatro tallas más de la que le corresponde, cubre su raída vestimenta. En la cabeza una boina lo protege del sol. No tarda en estar rodeado de niños que miran con ganas su mercancía; mientras el pequeño patatero contempla con admiración sus castillos de arena, sus cubos y palas, sus barquitos de madera. Su tiempo de juegos…
El aña que arrulla a un bebé en sus brazos lo observa: el gorro le recuerda a su aita, que siempre lleva chapela; «según la ama es para tapar la calva». Qué lejano le parece aquello. Y, sin embargo, no hace tanto que partió del caserío a la capital, en busca de mejor vida. Le contaron que las iñudes venidas del campo tienen fama de ser tan buenas nodrizas como las pasiegas y que enseguida encontraría una buena familia para la que trabajar. Cómo desearía que en ese momento la señora le mandara el recado de…
—Marichu —la llama una mujer envuelta en un albornoz blanco y con un gorro de hule verde sobre su cabeza. Después de contarle lo deliciosa que está el agua, le pide que compre unas patatas para distraer el estómago—. Toma dinero, pero solo un cartucho. No vayan a perder el apetito. Ya es casi la hora de comer. Voy a la caseta a vestirme.
Marichu se levanta de la silla y, a pesar de llevar en brazos al chiquitín, estira bien su delantal, que se vean los finos bordados, y coloca con coquetería su cofia y sus joyas de ama de cría, y mira sus zapatos de piel. Lejos quedó subir al monte a por leña, cuidar las vacas, lavar en el río, el esparto y las telas bastas. Presentarse así al chico del mandil era como presentarse a todo el pueblo y decir: «¡Miradme, soy Marichu Ona!». Sacude levemente la cabeza y compra el tentempié mientras vigila a los hermanos del pequeño Ignacio que juegan en la orilla.
La gente sigue solazándose en la playa. Algunos se agarran a la cuerda que se adentra en el agua; los protege de la resaca del Cantábrico. Los bañeros cuidan de los niños: los llevan de la mano, les dan alguna zambullida y puede que intenten enseñarlos a flotar. Muchos de estos hombres aprendieron solos a nadar en el muelle y por una perra se tiraban al agua. Chavalitos de la calle que la necesidad convirtió en peces y que en verano ganan un dinerillo extra protegiendo de las traiciones marinas a los bañistas pudientes. Las muchachas de las sombrillas continúan paseando sus secretos adolescentes. Se separa del grupo una de ellas. Su figura difusa va tomando forma al mismo tiempo que se acerca. Camina ensimismada. Mira al horizonte; sus ojos no se conforman con la geometría azul e intentan adivinar qué hay detrás. Cierra los párpados un momento, como si al apagar un sentido se encendieran con más fuerza los demás. Respira hondo, necesita saborear el fuerte olor a salitre de la brisa del Cantábrico; sentir como la traspasa y la toca con sus dedos de aire; mecerse sobre las olas; enredarse con su espuma; escuchar los secretos de las caracolas. Se quita la pamela y deja su melena rubia al viento. Se siente libre. Sin embargo, no tarda en llegar el aña, enviada por la mujer del sombrero de plumas que hace ganchillo, y la obliga a cubrirse: «La señora dice que, si no, se pondrá negra como el betún y parecerá una campesina». La niña agacha la mirada y a regañadientes obedece.
Y es que desde que marchó Albert, francés y pariente lejano de su madre, ya no es la misma. Solo tiene ojos para lo que hay más allá. Y solo cabeza para recordar aquellos paseos bajo los tilos que bordean el Urumea, embriagados por su aroma y la magia de su frondosidad en primavera. Pero llegó la guerra y lo llamaron a filas, a defender a su patria, a luchar por unas ideas e intereses que apenas conocía y que, probablemente, lo matarían.
De poco servía el «tienes que olvidarlo, las guerras son muy malas… Y esta, la peor de todas». Pues, en lugar de causar el olvido del joven, incendiaban su cabeza de ideas temerarias. Sin embargo, sabía que debía hacerlo bien, no como una joven caprichosa. Entraría en la Cruz Roja Española; luego, a la Cruz Roja Internacional. Y, de ahí, a Francia, y al mismo campo de batalla, y encontraría a Albert y lo curaría si estuviera herido. Y, juntos, de vuelta a casa. «Al fin y al cabo, somos familia, y mamá podrá practicar su francés; dejará de lamentar que está perdiendo la lengua de sus ancestros». Anda en estas industrias cuando escucha a unas señoras hablar de unos actos benéficos que se preparan en el Gran Casino y cuya recaudación será para los prisioneros y heridos de la contienda. «Ya sabes, querida, lo implicada que está nuestra Reina, y, como es inglesa, no hace falta que te diga de parte de quién se sitúa. Acuérdate de que incluso ha perdido un hermano luchando en Bélgica. Si por ella fuera, convertiría Miramar en un hospital de sangre. Y si no, al tiempo». Fue oír esto Constanza y sintió la determinación de Florence Notthingale. Lo que hasta entonces solo era una llamada del corazón ahora también lo creía de la razón, puesto que iba a hacer algo que incluso la propia Reina apoyaba.
El pintor divisó a la joven de blanco que miraba con unos prismáticos al otro lado de la frontera líquida. Y continuó la charla con su amigo Juan Madinaveitia: «Igual vuelvo al Rompeolas a seguir pintando allí…».
Pronto será la una del mediodía. La mañana es blanca, dorada. Y feliz. El mar tiene el tono del verde que da paso al azul, y del azul que da paso al verde. Y el cielo de tanto mirarse en él se mantiene limpio. Los veraneantes, cada uno a su manera, disfrutan de las bondades del día. ¿Qué puede perturbar una mañana así? Solo se escuchan risas y un Cantábrico más amable que fiero.
Algo empieza a oírse, primero lejano e impreciso, difícil de reconocer; poco a poco se vislumbra una motita por el aire. Se va aproximando, ambos van acercándose: ruido e imagen. Cada vez más molesto el sonido, pero no la figura que lo produce: un aeroplano sobrevuela La Concha. El gozo de todos los presentes va en aumento, casi al frenesí. Levantan la cabeza y saludan: con los sombreros, con pañuelos, con la mano. El piloto, conocedor de la conmoción de su presencia, planea sobre la playa, el paseo con sus tamarindos, los tejados de las villas, y vuelve al mar y a perderse otra vez por el firmamento.
De la ilusión pasajera, del breve delirio, retornan a sus tertulias, a sus juegos, a sus baños de ola. Solo que el cielo ya no es el que era. El azul comienza a enfriarse, a metalizarse, a dar paso a los grises, a cubrirse de nubes cada vez más oscuras e hinchadas; van creciendo con tanta fuerza y rapidez que el mismísimo sol se esconde intimidado. Le queda el consuelo de ir dejando un rastro de malvas que el «mago de irisaciones» debe crear en su paleta; sin embargo, de momento, solo alcanza a recordar los versos de su amigo, el poeta de Moguer: «(…) Ni sueño, / ni ensueño, / tocar, gustar, oler, / oír, ver… esclarecer / tu verdad con la mía».
Los veraneantes comienzan a despertar. Se ha teñido de negro la mañana, parece que el tiempo hubiera adelantado de golpe los relojes unas horas y estuviera anocheciendo. Y llueve. Unos salen del agua corriendo, huyen de un mar que se riza cada vez con más bravura. Otros entran raudos a guarecerse en las casetas. Las añas amparan a los más pequeños en sus brazos como si juntaran el Igueldo con el Urgull para protegerlos en la bahía de sus senos. Muchos recogen rápido a la espera de ver qué pasa. Al poco tiempo, todos parten. Desaparecen.
La playa queda vacía, desierta. Y muda. Quién diría que apenas unos minutos antes cientos de personas disfrutaban de las calidez del día. Como si no existiera el tiempo, como si poseyeran más solidez que la arena que pisan, como si solo fueran fugitivas las olas.
Carmen Pita García
Se nota que conoce nuestras costumbres, me ha encantado.
Muchas gracias, Mayte. Un abrazo.
Es una estampa preciosa y precisa del San Sebastián mas señorial en ese siglo XX tan bien descrito en costumbres y actitudes.En cada personaje un mundo entero. Una delicia de recorrido frente al mar y la Concha de antaño.
Un cuadro con luz, color y hermosas palabras,
Un abrazo Carmen 🙂
Ojalá pudiéramos trasladarnos en el tiempo a aquella época. Siempre nos quedará La Concha para refrescarnos de estos calores.
Muchas gracias, Luisa, por pasarte por aquí. Un abrazo y feliz verano.