Aquel escriba. Por José Luis Enciso

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En el cuarto milenio antes de la era cristiana, las siluetas de una cabra y una oveja, o de seres muy parecidos, fueron plasmadas en sendas tablillas de arcilla. Lo sabemos porque en 1984 estos elementos se descubrieron en la colina Tell Brak, región de Siria, y después se destinaron al Museo Arqueológico de Bagdad, donde las conocí. Ahí fueron exhibidas como uno de los más antiguos vestigios de escritura, quizá por desconocimiento de otros lenguajes —los delfines y las abejas, aun con su comunicación sencilla y compleja a la vez, jamás han sido lectores y, mucho menos, han tenido el oficio de escribir—. Sin embargo, es evidente que antes hubo otras señales. Al menos eso afirmaba Ibn al-Haytham —no el sabio muerto en El Cairo durante el siglo XI sino uno de sus múltiples homónimos—, un guía de turistas que laboraba en aquel museo bagdadí antes de la Guerra del Golfo y, basado en tradiciones del cercano Oriente, contaba una peculiar genealogía de la escritura. Aquí la refiero.

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Él sostenía, a manera de quien revela un secreto, que el primer escriba laboró sin reposo durante varios días en la creación de La Historia, en imaginar todos los nombres posibles, en la planeación matemática del Alfa y el Omega de los tiempos. Durante su sexta jornada imaginó a dos protagonistas: un hombre, una mujer; los concibió a su semejanza, como letras de una caligrafía exacta, trazos de palabras vivas. Bastó que ambas creaciones estuvieran cerca e interactuaran, con roces y miradas, para que el Gran Sintagma que habitaban se modificara sin remedio: al caminar juntos, ellos también escribían —sus huellas eran hermosos signos—; su creador entendió que la perfección de su orden cambiaría. “Yo soy El Escriba”, dijo, enfurecido, y confinó la suerte de los sediciosos a una tablilla ilegible que lanzó al mar. Le bastó una frase para hacerlo. Halló paz en ese acto, mas, con el tiempo, comprendió su error: siendo el hacedor de los expulsados, pensado a su vez por ellos, tendría una existencia ligada al destino de los otros; él también era un confinado, de cierto modo un preso, un nombre deletreado permanentemente por otros a los que no veía y que siempre estarían ocultos a su mirada; entonces, con profunda tristeza, comprendió que también era parte de una historia que otra mano escribía.

El relato me pareció inocente y pintoresco, no obstante, con el paso de los años, descubrí en él cientos de significados. Después de la guerra visité de nuevo Bagdad; busqué a Ibn al-Haytham pero supe que había escapado debido a causas políticas y vivía escondido en algún lugar del desierto que, al igual que el mar, es inmenso si se trata de encontrar en ellos a un hombre o una tablilla.

 

 

 José Luis Enciso

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Un comentario:

  1. Magnífico relato de reminiscencias borgianas. Me gusta mucho. Te felicito.

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