David Garnett, «LA DAMA QUE SE TRANSFORMÓ EN ZORRO»: Una crítica mordaz del costumbrismo inglés . Por Ángel Silvelo

La sátira y la mordacidad son dos de esas cualidades de las que el ser humano hace acopio para representar la realidad que le oprime a través de otra realidad transpuesta o figurada que nos resulta alocada o atrevida, en algunas ocasiones, o punzante e inteligente, en otras. En La dama que se transformó en zorro asistimos a este segundo engranaje de la realidad, pues David Garnett, sirviéndose de una transformación ya implícita en el título de esta novela, a medida que avanza la misma, juega a mostrarnos las no virtudes y fracasos de un prototipo de sociedad y de señor inglés (perdón, Sir) anclado en un rancio costumbrismo, inmóvil y trasnochado. Esta especie de fábula con moraleja final incide en el juego de las falsas apariencias para reivindicar una forma de sentir y vivir la vida. Como suele ocurrir en innumerables ocasiones, las propuestas literarias que abordan la libertad personal a través de los sentimientos más universales encuentran un acomodo perfecto más allá de la época en la que nos son planteados, pues estos no entienden ni de épocas ni de costumbres; de ahí su carácter universal. El protagonista de esta historia, el terrateniente Richard Tebrick, representa de una forma tangible esa posibilidad de cambio y de transformación que va más lejos de la cotidianeidad que el destino le hace vivir, y ese tipo de condena le convierte en algo parecido a un rebelde con causa dentro de su hábitat natural. No hay nada como enfrentarse a lo establecido para ser capaces de apreciar hasta dónde llegan el comportamiento y el alma humana, sin duda, la última estrategia que le queda a toda persona que se precie de serlo, pues la desmesura e inteligencia de esta novela se hallan en ese poder transgresor que encarna el señor Trebick, por culpa del amor.
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¿Qué más da enamorarse de una mujer, de un zorro o de un hombre?, parece decirnos Garnett, quien mantuvo una relación sentimental con el pintor Duncan Grant, pues un sentimiento tan universal como el amor no entiende ni de formas ni de prototipos personales. A lo que hay que unir el acierto que representa el hecho de ser narrado por un narrador omnisciente, en teoría, ajeno a la historia. Ese distanciamiento le da a la novela la verosimilitud de las historias narradas a través de la narración oral, como si estuviese intrincado ya dentro de la cultura y el acervo de un pueblo, en este caso, el inglés, con toda su flema incluida, y que sin duda es una muestra más de ese frío cinismo tan anglosajón que los ingleses gastan, cuyas costumbres marchan por el camino de la no virtud, solas, por mucho que se sienta y se piense lo contrario. En este sentido, hay en la novela un deseo de venganza ante tal disparate, y el magnífico final no hace sino corroborarlo.

A pesar del riesgo que supone narrar la convivencia entre un hombre y un zorro, Garnett acierta al introducirnos a lo largo de la historia esa otra posibilidad del ser humano de dejarse llevar por los verdaderos sentimientos y dejar a un lado las buenas costumbres, convirtiendo esta historia de transformación en un verdadero repertorio de los sentimientos que pueden llevar a una persona a sucumbir a sus esfuerzos por convertir la realidad transpuesta en la realidad de siempre. Llegar a esta segunda transformación y representarla tal y como lo hace Garnett es el verdadero acierto de la novela, pues con ellos se apunta a su favor una crítica mordaz del costumbrismo inglés.

Ángel Silvelo Gabriel

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