Vengadores de la ofensa ajena. Por Carmen Posadas

Vengadores de la ofensa ajena

 

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  Durante la Revolución Francesa y, más concretamente durante el período del Gran Terror, la guillotina funcionaba tan a destajo que la sangre llegaba a obturar los desagües.  Las ejecuciones eran públicas, se celebraban en la que hoy se conoce como la Plaza de la Concordia, y no era difícil ver en primera fila a las llamadas Tejedoras de Robespierre. Eran  estas  mujeres  que tricotaban gorros frigios o simplemente hacían calceta mientras disfrutaban del espectáculo. ¡Que le corten la cabeza! ¡Que ruede ya! –gritaban, y luego, a medida que iban cayendo las testas, las enumeraban: ¡Una!, ¡dos!, ¡tres! Las tricoteuses (al igual que el público masculino, porque esto no va de mujeres o de hombres), se dedicaban también a vocear los delitos supuestamente cometidos por quienes tenían cita con la guillotina. ¡Un maldito acaparador de grano! ¡Un explotador de campesinos!, etcétera. La mayoría de los juicios eran sumarísimos, de modo que entre los condenados tanto culpables  como  inocentes. Pero eso era lo de menos. Lo importante para aquel público entusiasta era ejercer de lo que Cervantes, que tan buen conocedor era de la naturaleza humana, llamaba vengadores de la ajena ofensa. Él hace alusión a ellos en La ilustre fregona. En concreto, en un pasaje en el que alguien, acusado de un crimen que no ha cometido, es conducido por el alguacil al calabozo entre los insultos y los salivazos de los  furibundos  ciudadanos que no tienen la menor idea de qué ha hecho, pero  qué más da, lo importante es demostrar su rechazo. Como la naturaleza humana poco ha cambiado desde tiempos de Cervantes y menos aún desde los de Robespierre, también ahora tenemos nuestros furibundos vengadores que se dedican a juzgar (y por supuesto sentenciar) al prójimo sin tener la menor idea de si es culpable o no.   El caso más evidente es el de esas personas que se apostan ante los juzgados para llamar ladrones, asesinos, o lo que se tercie a personas que van a declarar sin saber si lo son o no. Pero es de otro tipo de tricoteuses de las que quiero hablarles hoy. La idea se me ocurrió al ver el revuelo mediático que causaron hace unas semanas ciertas fotos en las que aparecía el torero Cayetano Rivera paseando por Londres en compañía de una amiga. Todas las radios, todas las teles y todos los tertulianos del cuore en bloque si hicieron eco de tan escandalosa “infidelidad conyugal”. ¡Qué afrenta! ¡Qué indignante! ¡Que su mujer le ponga las maletas en la calle  hoy mismo! –vociferaban escandalizados hasta los tuétanos. ¡No se puede tolerar algo así! ¡Divorcio ya! Y daba igual que tanto el interesado como la señorita de las fotos argumentaran que eran amigos desde hace años y que no había nada de censurable  en almorzar a plena luz del día y sin esconderse. Y aunque lo hubiera. ¿Quién es nadie para opinar si una persona debe divorciarse por algo así? ¿No es un amor, un matrimonio o un proyecto común algo lo suficientemente serio como no tirarlo por la borda a la primera de cambio solo porque gente a la que ni le va ni le viene opina que sí? Para mí el mayor peligro de estos vengadores de la ofensa ajena es que abocan a la parte ofendida a tomar una decisión precipitada y posiblemente errónea. Si esa persona no estuviera azuzada por la opinión  de otros tal vez sopesaría lo sucedido y decidiría que, aunque hubiera habido una infidelidad, él o ella elegiría perdonar y pasar página.  Ahora sin embargo con tanto espectador de las miserias ajenas uno queda como un perfecto imbécil si perdona. No creo que sea el caso de Cayetano y Eva, pero conozco parejas que se han separado simplemente porque a uno de los dos su entorno le ha puesto la cabeza como un bombo diciéndole que perdonar es de débiles de imbéciles, de perdedores. Y encima esos “amigos” piensan que le han hecho un favor. Cuando mucho más favor habría sido  que  le hubieran ayudado a sopesar los pros y los contras, el debe y el haber para tomar la decisión no en caliente sino después de pensárselo muy bien. Pero claro, eso le hubiera restado todo protagonismo (y no poca diversión) a esos tejedores justicieros que tan bien se lo pasan viendo cómo ruedan cabezas…

Carmen Posadas

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