En los tiempos del Bazooka. Por María José Martí (Majomar)

El 25 de febrero me aventuré a la búsqueda del Bazooka pensando que podría hallar algunasbazooka páginas extraviadas de mi memoria. Lo que ocurrió después fue que, al escribir en el buscador de Google «dulces y golosinas», me encontré con una rocambolesca noticia en el periódico El Faro de Vigo:

«EL HISTÓRICO TRAPICHERO QUE SE HIZO CON UN BOTÍN DE GOLOSINAS.»

Un renglón más abajo, el informante añadía:

«Condenan a un narco y a su cómplice por robar mil ciento sesenta euros y un buen lote de golosinas.»

Al parecer, a intempestivas horas de la madrugada, con premeditación y alevosía, los dos BOLALOCAcompinches se atiborraron de caramelos mentolados, chicles, chupa-chups y chocolatinas, tras sustraer mil euros de la caja del establecimiento, y después forzaron el depósito de gasoil de un camión, del que extrajeron la friolera de ciento treinta euros en combustible. El artículo concluía con que los dos ladrones fueron condenados a una pena de un año de cárcel al serles aplicadas las atenuantes de drogadicción y «dilaciones indebidas».

Tras llevar a cabo esta lectura, mi mente se quedó más despierta que cuando duermo y mi inteligencia fue arrastrada por una ligera mar gruesa subiendo a marejada.

BazookaLa búsqueda de «dulces golosinas» me llevó hasta un blog que CACHARRITOSmencionaba e ilustraba con fotografías los juguetes de aquellos tiempos. Allí estaban la bola loca y los cacharritos de cocina, incluso las tacitas de té que me regalaban en mi cumpleaños; pero ¿dónde estaría el maldito Bazooka?

¡No lo encontraba por ninguna parte!

Me topé con un blog que explicaba que ya en la antigüedad la gente tenía costumbre de masticar, y que masticaba hasta la savia de abeto solidificada; costumbre que debió acabarse en 1860 cuando T. Adams empezó a fabricar los primeros chicles de la historia con goma base importada del Yucatán. En otra página web recuperé algún retazo de mi memoria al reconocer unas galletitas de chocolate llamadas «Pedos de Monja» con las que nos chupábamos los dedos, y las pastillas de leche de burra, que hasta deshacerse en la lengua estaban tan deliciosas… Y, a medida que surgían dulces en la pantalla, me vi bajando la cuesta de la escuela de mi pueblo en dirección a la carretera que tenía que cruzar para llegar a mi barrio, ligera y tan flaca como una lombriz, corriendo para alcanzar mi casa con el tiempo suficiente para comer y salir pitando hacia la paraeta de la señora Conchín, instalada en el zaguán de una vieja planta baja que hacía esquina en la estación del trenet. Yo le pedía dos meninchocs a25 pesetas la señora, que me costaban la desorbitada cifra de cinco duros la unidad. Y, desgañitándome por la cuesta hacia el cole, perdía el aliento ―pero no el mordisco delicioso del merengue bañado de chocolate―, y luego atravesaba el enorme solar de escombros y hierbajos, cargada con mi bolsa llena de libros, que, por cierto, pesaba casi más que yo. Por las tardes, al salir de la escuela, los niños bajábamos por la calle Cervantes para ir a la paraeta de las Dos Hermanas, y sólo los más afortunados podían permitirse los heladitos de oblea y merengue seco. De regreso a casa era un gozo masticar entre los dientes el puromoro rojo o negro hasta alcanzar una pastilla de caramelo deliciosa con sabor a naranja que llevaba en el centro de la rueda. Al hombre del regaliz, que pasaba algunos días por la calle, podías pedirle que te vendiera un trocito; pero el regaliz, al cabo de un rato de masticación trajinada, acababa deshilachado, limándote los dientes como un ovillo de esparto. No había muchos niños que pudieran permitirse los quioscocigarritos de chocolate o los paraguas que traían los Reyes Magos en la mañana del 6 de enero, o los cuentos troquelados de Ferrándiz, que a mí me los traían de segunda mano aunque parecían nuevos, de pie sobre la mesa del comedor, sustentándose en el aire con la extraordinaria capacidad de levitar entre montones de pequeñas golosinas: confites de anís en envases de plástico con forma de botijos, jarrones o botellas; monedas de chocolate envueltas en papel brillante o ilustradas con personajes de cuentos; y el magnífico pito rojo de fresa, el caramelo Pitagol, con el que me pasaba el día chiflando y fastidiando a todo el mundo aunque luego nunca me lo comía y acababa en la basura.

Pero había algo más inalcanzable todavía: los lacasitos, una golosina adictiva, auténticamente diabólica. Desgraciadamente, sólo podían encontrarse en su tubo en edición de lujo limitada y eran privilegio de ricos. Para llenar la mesa, los Reyes nuestros, que andaban muy precarios y tacañones, ponían nidos de paja del Belén entre los palotes, los caramelos ácidos en tiras, los chicles Niña acompañados de cromos de muñecas y vestiditos, y las bolsitas de Sidral, un picapica en granitos que estallaban en la boca y que a algunas amigas mías les había quemado un trocito de lengua o de paladar.

Pero lo que más me gustaban eran los veranos, los veranos acompañados de golosinas, habitados por un diablo llamado libertad que me permitía comportarme como una cigarra desinhibida en la casa de campo que mis abuelos habían dejado a medio construir. Y allí recorría las calles de tierra con mi bicicleta de tercera mano en la que apenas me llegaban los pies a los pedales si no la manejaba de pie. Como los frenos no funcionaban apenas, muchaschicle veces me estrellaba contra las esquinas al girar en las bajadas pronunciadas y solía llegar a casa con las piernas y los codos llenos de rasguños y moratones. En compañía de hermanos, primos, amigas, iba a la tienda de la señora Fina, varias manzanas más arriba del extrarradio de la zona urbanizada, donde nos comprábamos el Bazooka, una tira de chicle enrollada que parecía que no se acababa nunca y que se convertía en una bola inmensa con tremendo sabor a fresa, y con la cual se podían realizar globos tan grandes que cubrían la cara por completo. Por las tardes, después de comer, mientras los padres tomaban el café en la sobremesa, volvíamos a la tienda de la señora Fina para pedirle un flash, un polo de Drácula o un Colaget. Entonces no había Coca-cola, y los domingos a los niños se nos permitía que bebiéramos zarzaparrillas de El Siglo, que estaban deliciosas. Cada niño tenía su propio porrón donde ponía la zarzaparrilla y bebía a gallete, después de haber echado el chicle Bazooka al fondo para que se mantuviera hidratado y así poder seguir sacándole jugo unas cuantas horas después.

Las calles olían a jazmines. Por la noche estaba oscuro y se veía la Vía Láctea, incluso las más diminutas estrellas del firmamento. Los grillos nos ensordecían, las aves nocturnas emitían sonidos de ultratumba y, sobre todo, se escuchaban las conversaciones en grupo, las risas de mayores y pequeños que no eran ensordecidas por el silencio del mundo…

Los tiempos no eran propicios para otras cosas, pero, a poco que tuvieras, disfrutabas deBAZOOKA sonidos, colores, sabores y compañías.

Hoy todo ha cambiado. No es de extrañar que hasta los ladrones se dejen llevar por la tentación de los dulces en una vida amarga que se alza cada vez más sobre el derrumbe de los sentidos.

A veces, yo también quisiera robar mil golosinas y volver a masticar la vida como antes.

De hecho, creo que ahora mismo acabo de hacerlo.

María José Martí (Majomar)

8 comentarios:

  1. Elena Marqués

    La inventora de chucherías y golosinas ha revivido una etapa feliz aromatizada por los chicles de fresa ácida y el picor de los Peta Zetas.
    Enhorabuena por tu viaje en el tiempo. En octubre nos veremos en el DeLorean y volvemos al futuro.

    • MariajoseMarti

      Mi colega, Doc, me ha dicho que el DeLorean se fastidió completamente al ser arrollado por un tren y que ahora podemos viajar volando en la locomotora que funciona con cualquier cosa, ¡hasta con la imaginación!
      Hay que ver, qué adelantos…

  2. Manuel de Mágina

    Bueno, delicioso, en todos los sentidos. Gracias por traernos esos recuerdos con tanto sabor.

    • MariajoseMarti

      Muchas gracias Manuel, ha sido bonito para mí escribirlo y recordarlo, y gracias a ello, hacer una pequeña pausa de la realidad. Me siento muy satisfecha si os la he transmitido aunque solo sea un poquito. Gracias.

  3. Majomar, tú también te subes al tren de la nostalgia. Dicen que la infancia es el paraíso perdido. Yo no lo sé, ni siquiera sé si existen. Pero si los hubiera deben ser muy parecidos a las sensaciones que recuperamos al recordar esos años. Desde luego ha sido muy agradable volver a mascar esos chicles… Jaja. Un beso.

    • MariajoseMarti

      Carmen, nuestros recuerdos, los de aquellos tiempos, todos, absolutamente todos, forman ya parte de la historia colectiva. Somos memoria histórica en cada uno de nosotros, por eso es bueno recordar de vez en cuando. Y sí, me encanta subir esa locomotora y viajar en el tiempo. Gracias, amiga, un beso para ti.

  4. Los troquelados de Ferrándiz. El otro día los vi recién reeditados, en una librería. Las lecturas de infancia se merecen otra delicia como ésta que nos ha emocionado a todos. Aunque algunas de esas chuches nos pillasen ya un poco mayorzotes.
    Majomar, gracias por estos artículos tan magníficos. Un beso feliz.

    • Acabas de darme una peligrosa idea… recordar las lecturas de aquellos tiempos. ¡Ay madre, lo que has hecho! Un beso grandemente, Dies.

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