31-Desnudismo. Por Auster

Todo sería más fácil si fuera capaz de olvidarme del colgajo que llevo entre las piernas. El roce del escroto contra la cara interna de mis muslos hace que mis genitales adquieran una presencia insoportable. Sólo los inconvenientes de la sangre y el dolor evitaron que me arrancara esta parte de mi cuerpo que tanto me incomoda.

         Acepté sin dudar, sabedor de que lo natural es estar desnudo, que los bañadores sólo sirven para acumular arena, y que no hay porque sentir vergüenza o apuro ante otros cuerpos que, esencial y teóricamente, son iguales al tuyo.

         Habíamos quedado a las diez y a las nueve de la mañana yo me encontraba en el baño, desnudo, mirándome, clamando en silencio por un poco de turgencia, estimulando, con mi mano temblorosa, mi flácido pellejo. Mientras alternaba la mano izquierda con la derecha me preguntaba por los motivos de mis contradicciones y por el porqué de la testaruda oposición entre mi sistema racional y mi sistema emocional. El saber no me bastaba para influir sobre mi sistema nervioso. Mi hipotálamo, guía de emociones, tan pequeñito él, siempre ocupando el centro de mi cabeza, no se deja engañar con facilidad. Por más que le argumento y le arguyo, por más que reparo en lo absurdo de la angustia o el rubor, él insiste en no dejarme fluir con naturalidad cuando me falta el bañador. Alguien podría pensar que mi hipotálamo, en justa venganza por la falta de atención prestada, no dejaba que mis ideas se convirtieran en impulsos eléctricos de sosiego capaces de hacerme olvidar la razón de mi agarrotamiento.

         Salí de casa agarrado a la convicción de que tanta contradicción no es más que una clara señal de mi profundidad. Así lo han dicho algunos escritores que no pienso volver a leer por si en otros libros se desdicen y me dejan sin asideros.

         El viaje en coche lo pasé mirando por la ventana. Ninguno de mis acompañantes parecía sentirse azorado por lo que en unos cuarenta y cinco minutos iba a pasar. En el coche no podía tocarme así que procuraba que la posición de mis piernas no aplastara esa casi erección que tanto me había costado alcanzar. Pero no hubo manera, tuve que hablar cuando me preguntaron y cuando de nuevo llegó el silencio ya se había venido todo abajo. Recurrí a las fantasías sexuales: la vecina, la cajera, esa chica que me crucé ayer. Crispado, saltaba sin orden de una a otra, pensando que la siguiente sería la definitiva, la que conseguiría alzar mí aterido ánimo. Desistí, ni cerrando los ojos conseguía excitarme con esas mujeres que yo consideraba las más capacitadas para encender mi deseo sexual.

         Llegamos a la playa y nada más bajar del coche mis compañeros se quitaron los bañadores, yo los imité aparentando seguridad, mirando hacía delante, hacía la playa,  no fuera a ser que,  al agacharme para sacarme el bañador por la pierna, me viera con algún pene a la altura de mi cara. Hubiera sido un gran contratiempo tener que comenzar, tan pronto, a convencerme de que no pasa nada si tu amigo la tiene más grande que tú.

         Con las toallas a los hombros y las mochilas a las espaldas enfilamos la pasarela de madera y comenzamos a otear la playa. Una vez situados entre la marabunta de desnudos bañistas, mi tarea consistió en buscar nudistas cuyas medidas fueran capaces de calmar mi desasosiego. Pero las circunstancias se habían aliado con mi sistema límbico para conseguir que no me sintiera bien. Por más que miraba, no había manera de encontrar un pene que estuviera por debajo de mis medidas, que por otro lado son difíciles de rebajar, ya que yo me sitúo en ese intervalo, que nadie sabe muy bien que cifras abarca, pero que todos llamamos, eufemísticamente, la media.

         Opté por meterme rápidamente en el agua mientras mis amigos se quedaban tomando el sol. Con el agua por la cintura comencé a disfrutar del placer de sentir el mar en el cuerpo. Un gordo paseaba por la orilla, por fin un pene  pequeño. No se le veía afectado, se paró a mirar el horizonte y se sentó en la orilla a disfrutar del final de las olas entre sus piernas. El gordo se ganó mi admiración, se levantó y siguió su paseo con paso certero y gran apostura. Me propuse imitarlo, así que me acerqué a mis amigos para decirles que iba a caminar un rato. Por suerte, estaban tumbados boca abajo. Como las circunstancias nunca se tuercen tanto y las coincidencias desmedidas son  más propias de la ficción que de la realidad, no me crucé con ningún conocido. Vi familias enteras desnudas, mujeres de bellas formas y otras de contornos picasianos. Poco a poco  fui olvidando  mi cuerpo, disfruté del sol, del celeste del cielo y de las pisadas sobre la arena que, en un descuido, me llevaron a destrozar un castillo de arena cuyo  infante arquitecto llamó a su padre. Cuando este preguntó por el autor de la demolición el niño me señaló y dijo: “Ese, el de la pinga enana”. Pedí perdón, no sin antes comprobar que padre e hijo no sólo se asemejaban en lo aguileño de sus narices. Me di media vuelta y seguí andando mientras me cagaba, para mis adentros, en la sinceridad infantil.

         Comencé a pensar que la seguridad de ese padre desnudo, comparada con la desvestida solidez que algún día tendrían mis andares, no tenía nada de meritorio. Porque lo realmente encomiable era la actitud del que no teniendo un cuerpo perfecto, era capaz de andar sin ropa igual que si la llevara. Dejé las disquisiciones y me propuse tomar el sol junto a mis compañeros. Cuando llegué donde estaban, me tumbé, como todos ellos, boca arriba. Nada más tenderme me recomendaron que pusiera crema solar sobre mi pene, que también se quemaba, que había que protegerlo. Intenté disimular mi sobresalto imprimiendo  rapidez a mis actos, me puse crema en abundancia y me empleé a fondo, no quería que nadie pensara que, por decoro,  escatimaba en tocamientos. Fue tanto el empeño y la lubricación que puse que finalmente mi baño de sol acabó inhiesto y bocabajo. Poco a poco, la presión contra la toalla y la arena hizo que mi hinchazón desistiera. Caí en la cuenta de que me afligían por igual  la tiesura y la laxitud. Definitivamente, me consideré contradictorio, fiel servidor del absurdo. Procuré descansar un rato, no pensar en nada, pero las miradas de reojo de mis compañeros comenzaron a angustiarme. Intenté leer. Puse una pelota debajo de mi cabeza y saqué la novela que  había traído. Con el libro apoyado entre mi pecho y mi barriga comencé a entregarme al placer de la lectura. Justo cuando terminé un capítulo y como quien no quiere la cosa levanté un poco el libro para mirarme la entrepierna. No quise darle importancia, pero me había parecido observar que mis partes pudendas habían decrecido. Seguí leyendo pero el capítulo comenzaba con una escena sexual que me hizo sentir una leve punzada en el estómago. Un impulso que tenía como destino mi pene se había quedado a mitad de camino. Levanté otra vez el libro y esta vez no conseguí ver nada. Primeramente lo atribuí a mis michelines, que aunque poco abultados, tenían el suficiente volumen como para impedirme ver la causa de mis azoros. Dejé el libro a un lado y apoyé los codos en la toalla, disimulando, haciendo como que paraba un poco para mirar a mí alrededor. Pero lo único que yo quería era mirarme  la verga, quería ver si seguía ahí, si no se había ido. Finalmente, alarmado ante una falta que no sabía si era de visión o de visibilidad, me froté los ojos y me incorporé del todo. Me miré los bajos y no había nada, parecía como si mi pene se hubiera vuelto retráctil y hubiera decidido ocultarse en mi cuerpo para dejar de sufrir afrentas. Corrí hacia el agua  y con las manos fuera de la vista de todos comencé a tocarme y a examinarme. Nada de nada. Mi falo había desaparecido del todo. Superada la primera angustia comencé a sentirme cómodo. Salí del agua y mis amigos estaban jugando a las cartas. Me senté junto a ellos y dije que quería jugar. No parecían notar nada. Me dieron la baraja y me dijeron: “Lucía, te toca repartir”. Me miré y pensé que mis pechos eran muy pequeños y mis caderas demasiado anchas. Me tapé el pubis con la esquina de  la toalla sobre la que me había sentado y comencé a barajar las cartas.

23 comentarios

  1. Hóskar, Lafita y Teacher: muchas gracias por leer y comentar mi relato.
    Auster.

  2. Ningún relato de este certámen soporta un análisis «microscópico». Por eso estamos concursando aquí y no ocupando un sillón de la RAEL.

    Algunas de las críticas que han vertido contra tí encierran demasiada inquina. Es algo que suele pasar en cualquier lugar en el que se «sueltan» los comentarios de forma anónima. No te desanimes, tu cuento es bueno.

    Suerte.

  3. Como dice Valentina, tu cuento es bueno y punto.

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