«Nunca te emborraches fuera de casa»
Jack Kerouac.
La idea era buena en un principio, recuerdo: estudiar en la universidad letras, literatura y gramática castellanas, aprender con cierta soltura un segundo o tercer idioma incluso, viajar al menos una vez al año al extranjero sin repetir los continentes y hasta donde lo permitiese el dinero siempre escaso y luego escribir, primero en un cuaderno foliado, luego en una Olivetti automática y posteriormente en un portátil de última generación. Pero la práctica es otra cosa.
Soñar es fácil, vivir de los recuerdos es posible con un buen suplemento de fósforo; pero como dice mi hermano, que fue siempre un avaro arribista político, que no dudó en cambiarse de chaqueta las veces que hizo falta para seguir en el poder y lucrarse con más comodidad, a veces no basta con buenas palabras, ni siquiera con buenas intenciones. La vida es otra cosa.
Son casi las dos de la madrugada y no tengo atisbo de sueño, nunca tengo sueño a esta hora porque llevo un año viviendo sin horarios. Mi hermano se sirve otra copa que al resplandor amarillento de la lámpara de pie que hay a su lado parece un brebaje de hechicero. Imagino que suena mi móvil, abandonado sobre el televisor y se pone a bailar con un gracioso zumbido, lo deseó como si de ello dependiese mi vida; pero soy consciente que nadie lo hará sonar, mucho menos a esta hora. Mi mujer hace meses que no me llama y respecto a mi hijo supongo que ha terminado la educación primaria, debe de estar acabando el curso estos días y preparándose para iniciar las vacaciones estivales junto a su nuevo padre, quizás viajen este verano a Los Estados Unidos, a Nueva York, o quizás a Orlando. Hace sólo un par años lo tenía todo, o al menos, el andamiaje suficiente para ser feliz. Un chalet junto a la ribera del Guadalquivir eclipsado siempre en una bruma enigmática; pero lo suficientemente cerca de la autovía como para llegar a los densos centros urbanos en pocos minutos con el potente todoterreno coreano al servicio de la familia, una mujer de porte ejecutivo, médico especialista en cirugía trabajando en un puesto de responsabilidad en un hospital público con una nómina generosa, un hijo menor al cuidado de una chacha colombiana culta y voluptuosa, dinero en las cuentas corrientes proveniente de la liquidación del patrimonio familiar, no demasiado; pero sí lo suficiente para dedicarme a escribir sin necesidad de humillarme a la necesidad de otros trabajos mundanos. Mi primera obra había sido una recreación de La Batalla de Bailen que me quedó como un culebrón latinoamericano; pero que fue publicada gracias a los contactos que me esperaban en la agenda de piel de mi padre, la segunda, que titulé “El Mendigo Impenitente”, ni yo mismo tenía la certeza de si era una biografía tergiversada de Galdós o un ensayo oculto sobre la situación de la izquierda actual, como un crítico literario había apuntado en un periódico local, todavía hoy me sorprendo de que me llamasen de una productora independiente para adaptar la novela histórica a una película; la última, en la que todavía estaba atascado, era una versión futurista de la Revolución Americana en la cual una nave espacial era succionada por un agujero negro y acababa aterrizando en un planeta en el que los acontecimientos históricos que se vivían eran muy similares a los acaecidos en las colonias de Nueva Inglaterra durante su guerra contra el Rey Británico. Tenía la certeza de que a pesar de mis titánicos esfuerzos por terminarla nunca sería publicada y que significaría el fin de mi efímera carrera de escritor de novelas históricas, quizás el fin de mi carrera de escritor en general.
El día que mi mujer me pidió el divorcio y tuvo la indecencia de comunicármelo a través de una llamada telefónica de su abogado cuando ni siquiera sabía que mi mujer tuviese abogado, estaba por el capítulo tercero de mi tercera novela que escribía y reescribía una y otra vez convencido de que toda mi obra hasta ese momento había sido una patraña de segunda clase a pesar de haber pasado por la imprenta y de decorar los estantes de algunas grandes superficies. Me había aficionado a desayunar vodka polaco de sabor afrutado y a ver las viejas películas en VHS que se amontonaban como contenedores olvidados por los armarios de la casa. Las musas me abandonaban la mayor parte del día. Vivía ya como un ermitaño sucio y envuelto en una fiebre reumática que me daba un aspecto untoso y resbaladizo. Mi mujer y mi hijo junto con la chacha se habían trasladado al piso que teníamos en la ciudad alegando que durante el invierno era arriesgado coger el coche todos los días debido a la pertinaz niebla y que así tendría más tranquilidad para poder escribir. Los hechos de la vida real eran estos: mi mujer se había liado con un odontólogo de origen chileno de piel bronceada y peinado como un falangista que se había cansado de ganar dinero con su red de clínicas dentales en franquicia y se dedicaba a las cacerías de especies amenazadas en países exóticos. Yo no estaba presente en los nuevos planes que mi mujer había preparado para ella y para nuestro hijo. Dos días después de recibir la aplastante noticia, borracho como una cuba, estuve a punto de suicidarme tirándome al río con la bata puesta o colgándome de una de las lámparas del salón; aunque en el último minuto, como hipnotizado por una delicada compasión hacia mi existencia, decidí poner tierra de por medio, hacer la maleta y marcharme al abandonado apartamento que habíamos heredado de mi madre en el barrio de Usera, en Madrid. Llamé a mi hermano sin darle muchas explicaciones para que me facilitase al llegar a Atocha una copia de las llaves. En el viaje sin retorno que hice en un parsimonioso tren regional, mientras atravesaba los barrancos negros y azules, los túneles húmedos y opacos de Despeñaperros, releí “Antología de La Poesía Norteamericana” que me regaló mi padre un cumpleaños de mi adolescencia. Mi padre también habría querido ser escritor según me confesó alguna vez, o poeta modernista, quizás, y vivió para ver cómo publicaba mi primera obra; pero él no publicó nada, se conformó con ser un anodino e imperturbable profesor de latín en un instituto de secundaria, cuando el latín empezaba a ser una asignatura residual e inútil. En el traqueteo cansino del vagón lleno de gente que dormitaba descubrí la cita que había subrayado con lápiz en mi pubertad resentida y despistada. Era la recomendación para escritores noveles que hacía un novelista drogadicto y borracho que escribía una literatura alternativa mientras escuchaba jazz en la radio de enormes coches desvencijados con los que recorría América.
Como un mamut siberiano y fosilizado me imaginaba que me encontraría un día mi hermano, bien conservado en formol para formar parte directamente del museo de los despojos humanos. Con un poco de suerte podría aparecer en los noticiarios como un nuevo caso de síndrome de Diógenes, porque lo único que encontrarían en la casa sería basura y botellas. Pero a media tarde, después de pasar el día dando vueltas baldías aquí y allá, recogiendo cosas, intentando alisar las sábanas sucias, bebiendo agua del grifo que he llenado en una botella de plástico vacía, después de ir varias veces al váter con un libro de tapas verdes entre las manos, se ha presentado mi hermano en la puerta del apartamento para anunciarme que tengo que abandonar la vivienda, recomendándome que enfrente la situación y aclare los aspectos jurídicos de mi divorcio, echándome en cara que no puedo seguir así, viviendo como un pordiosero, asegurándome que puede buscarme algo en su ayuntamiento, un puesto de trabajo que me permita vivir dignamente, y yo le he respondido con amabilidad que no quiero ningún trabajo, sino un lugar donde poder emborracharme y poder escribir sin salir de casa. Él me ha respondido con una mueca de su boca mientras se desprendía de su prohibitiva americana, sé lo que quería decirme con esa mueca, creía que ya estaba bebido a esa hora; pero la verdad era que no lo estaba. Luego él me ha echado la delantera, ha empezado a servirse copas de Priorato, las botellas que me han costado una fortuna y que guardaba para cuando viniese a verme mi editor, hasta que su exhortación se ha ido diluyendo como una promesa en el borde de la muerte y ha dejado de escupirme consejos. Yo sólo veía la compasión fraternal en sus ojos y sus cabezadas.
Me ha gustado el relato, me ha arrastrado hasta el final. No sé si ha sido porque muchos escritores se sienten identificados con este tipo de historias. Creo que al final flojea un poco, pero bien, bien.
Mucha suerte,
Creo sinceramente que, si algún dia visitara tu casa, encontraría entre la basura, el hedor y las botellas vacías, a un gran escritor. Enhorabuena por tu relato y mucha suerte.
Me ha llegado tu relato, ya que en la única novela (breve) que he escrito mi personaje es un escritor rodeado de botellas vacías, videos de películas y cajetillas de cigarrillos vacás. Suerte Bufonati y espero que tu trabajo tenga más lectores, votos y comentarios.