32-Vidas por resolver. Por Morgana

A mi padre le alcanzó la crisis de la construcción en el momento que había logrado un cierto bienestar: un taller de metalistería y cristalería, un piso donde vivíamos mi madre, yo, la hipoteca a quince años, una furgoneta para el negocio y un monovolumen para presumir los domingos ante sus cuñados en las aburridas comidas familiares.

Los últimos años fueron buenos económicamente, se hacían muchas reformas en las casas y las grúas abanderaban la ciudad. Como el negocio iba viento en popa y a mi padre no se le daban bien las medidas ¾siempre se pasaba un centímetro de más o de menos¾, tomó un empleado para estos menesteres.

Un día mi padre me llevó a visitar la nueva nave que había alquilado en el polígono industrial. En pomposos rótulos rojos y azules se leía: “Joaquín Valdivia. Metalistería y cristalería”. En el interior se apilaban barras de aluminio, perfiles de PVC, cristales de distintos tamaños y mamparas de baño que mi padre me decía que lloraban porque llevaban dibujadas unas gotas en la superficie.

  Allí se encontraba como pez en el agua y yo veía cómo disfrutaba mostrándome las ventanas ya terminadas:

¾Mira, Ricardito, con qué suavidad se desliza esta ventana. ¾Desplazaba una y otra vez la hoja móvil paralelamente a la fija hasta que se paraba con un golpe seco, pero sin chirriar.

A mi padre le encantaba enseñarme los oficios que él había aprendido de niño. Nunca había sido buen estudiante y mi abuelo lo llevó al taller de don Matías para que al menos se pudiera ganar la vida y fuera un hombre de provecho.

Su maestro le enseñó el oficio y el placer de la obra artesanalmente bien hecha. Y él añadió su toque personal dotando de vida su lugar de trabajo. Por eso se construyó un acuario con peces de muchos colores, algas y alguna vasija de barro rota, simulando restos marinos, y que él se encargaba de cuidar. También se entretenía con algunos pájaros exóticos que revoloteaban alrededor de los montones de hierros.

Mientras fui pequeño, hubo más días en los que me llevó a la nave. Mi padre conectaba la energía y las máquinas empezaban a funcionar; el espacio abovedado quedaba invadido de innumerables ruidos a medida que ponía en marcha cada interruptor; procedía como un director de orquesta introduciendo los instrumentos para armonizar los sonidos: el chirrido estridente de la sierra, el ris-ras de las limas sobre las rebabas rizadas del metal, las vibraciones de las mamparas, el runrún de las correas de goma, el cristalino corte del rayado con el diamante del corte, el armonioso deslizamiento por los raíles, el martilleo de los remaches… A pesar del guirigay, nada le impedía hablar por teléfono mientras tanto; al contrario, parecía disfrutar en aquel ambiente de estridencia que a mí me volvía loco. “Necesito veinte barras de aluminio blanco, trece marrón…; sí, para el jueves… No se preocupe, señora, sus mamparas estarán listas mañana”.

Otra cosa que caracterizaba a mi padre era su formalidad, tanto en los pagos como en las entregas a sus clientes; por eso no le había faltado el trabajo, a pesar de la competencia de las grandes empresas del recién estrenado polígono industrial. No pedía nunca dinero a cuenta a sus clientes, a pesar de que yo le advertía de que le podían dejar colgado. Él respondía: yo soy formal y exijo que se me pague con la misma medida…, hasta ahora me ha ido bien. La gente no es tan mala como dicen… Lo dejé por imposible.

Un día, a la vuelta del polígono, comprobé que varias empresas habían colgado letreros con: “Se vende,” “ Se traspasa,” “Cierre por reforma”… Le comenté a mi padre: “ ¡Qué manera tan sutil de anunciar la quiebra de un negocio!”. Él no se daba cuenta de que la crisis económica también estaba llegando a la construcción.

Un día, a final del verano, mi padre abrió la agenda y se detuvo en el mes de septiembre; tan solo dos pedidos emborronaban las hojas y ya estaban casi a mediados. Retrocedió en el calendario… ¡Qué diferencia!, lo vio lleno de anotaciones hechas con su letra desigual, ocupando todo el espacio; luego más y más atrás, hasta llegar a marzo, febrero, enero…, donde la letra invadía los márgenes: 15 ventanas de aluminio blanco; 40 mamparas para ducha de…; 12 puertas armarios empotrados para Urbanización Los Algarrobos…

Cerró la agenda y vi cómo se le contraía el gesto y apretaba la agenda como un náufrago agarrado a su tabla de salvación.

¾Ahora no puedo permitirme esto, acabo de comprar una partida importante de materiales al contado y tengo que resarcirme con nuevos encargos. Bueno…, las empresas acaban de volver de vacaciones y aún no habrán tenido tiempo de organizarse ¾dijo mi padre dándose ánimo. Limpió la mesa de papeles y cogió la foto donde estábamos mi madre y yo, de pequeño; después hizo un comentario sobre lo dichoso que se sintió cuando yo nací…, que su familia era el motivo de su lucha en la vida… y darnos todo lo que necesitábamos: una casa confortable, una buena educación para mí, algún capricho como el cochazo nuevo y unas vacaciones al año, como mínimo…, con eso se daba por satisfecho.

Regresábamos a mediodía a casa. Mi madre nos esperaba con la comida en la mesa. Ella se ocupaba de las tareas del hogar, pero últimamente no parecía feliz. Se había vuelto gruñona y obsesiva con la limpieza y el orden. Todos los domingos debíamos comer con mi abuela y mis tíos en el chalé del pueblo. Mi padre se quejaba de que se le escapaban los mejores años de la vida en la rutina de su casa al trabajo y de éste a su casa. Y mi madre le reprochaba que se pasaba el día sola y que nadie le ayudaba. Muchos días los dejaba discutiendo en la mesa hasta que me refugiaba en la soledad de mi habitación.

Mi padre siempre tenía el móvil junto a su plato por si le llamaba algún cliente. Aquel día lo apagó muy nervioso cuando sonó: “¡Huy!, se ha cortado la conexión”. Ya volverán a llamar…, y escribió un mensaje breve mientras mi madre iba a la cocina. No se quedó a los postres.

¾Virtudes, atiende tú el teléfono…, yo tengo que ir a visitar a un cliente.

¾Eso, a ver si movemos el culo, porque hay que llenar el carro de la compra…y pagar las letras del coche nuevo.

¾Se hace lo que se puede…,  las cosas están como están.

 

         En el instituto mis amigos me dijeron que habían visto a mi padre con una mujer joven en un restaurante de las afueras, paseando arrimaditos a altas horas de la noche.

¾”Tu viejo anda por ahí con una morena que está muy rica”.

Yo no me lo creía, porque mi padre era poco atractivo para cualquier mujer, y menos si era joven y bonita. Además su conversación era insulsa… solo sabía hablar de ventanas, mamparas, peces y cosas por el estilo. Me propuse averiguar quién era. Se llamaba Vicky, una peruana que solía desayunar en el bar del polígono industrial. Durante los recreos me dejaba caer por los alrededores hasta que me hice el encontradizo con ellos. La mujer era morena y bastante guapa; llevaba una niña pequeña de la mano. Mi padre me negó cualquier compromiso con ella, alegando que solo era una amiga a la que intentaba ayudar.

Pasado el tiempo, descubrí en él un cambio inusual: se ponía camisas de mejor gusto, se perfumaba, y su cara se había rejuvenecido. Sobre todo me alarmó que ya no me reprochaba mi falta de comunicación, y que pasara tantas horas pegado al ordenador. Mi madre parecía que no se enteraba de nada, ella seguía con sus obsesiones cotidianas: la limpieza, el orden y la responsabilidad de su familia; pero mi padre estaba más amable con ella, incluso la animaba a que saliera con alguna amiga o se apuntara a algún curso de los que ahora se organizaban para  mujeres.

Una noche, al volver a casa, mis padres andaban enzarzados en una bronca:

¾¿Quién es esa guarra con la que te acuestas?… conque una clienta, ¡no me mientas!… si todo el mundo lo sabía menos yo… y yo soy una imbécil…, venga fregar y quitaros la mierda a todos…¡Anda, díselo a tu hijo!… Dile que ahora compras dos carros en el supermercado: uno para nosotros y otro para esa fulana y su hija… Mi madre insultaba a mi padre y lo humillaba delante de mí. Y mi padre se hizo tan pequeño que el respaldo de la silla sobresalía por encima de su cabeza.

A partir de aquel día, mi padre hablaba poco, arrastraba los pies y las ojeras le formaban bolsas cenicientas. Desde mi dormitorio lo sentía deambular por la noche, poner la tele y sentarse frente a ella sin enterarse de nada. A veces yo le acompañaba, pero él permanecía ausente. Comenzó a tomar somníferos, y el médico le diagnosticó una depresión, nada preocupante; aunque teniendo en cuenta su trabajo, las pastillas eran incompatibles con las máquinas, los cortes del vidrio y la conducción.

 

Los ahorros de mi padre se agotaban con rapidez, al igual que los pedidos. Acababan de cancelar la última operación con un constructor que le había encargado todas las ventanas del edificio. Los perfiles de aluminio, ya cortados y algunos ensamblados aguardando los cristales, que había pagado al contado, yacían cubiertos de polvo y telarañas como esqueletos desmembrados sobre el suelo de la nave.

El empleado, mano sobre mano, conectaba cada mañana la corriente y echaba a andar aquella maquinaria, que ahora permanecía ociosa, con el fin de guardar las apariencias hacia el exterior.

Un día sorprendí a mi padre hablando por el móvil:

¾Vicky, ahora me es imposible… Mi mujer y mi hijo se han enterado de lo nuestro. No puedo dejarlos. Son mi familia…

“Les he prometido que te dejaría…Nuestra relación no puede continuar”.

Durante aquellos días en que mi padre se sumió en aquella depresión, me levantaba temprano para desayunar con él; necesitaba hablarle y animarlo. En la cara se le marcaban muchas noches de desesperación y unos pelos blanquecinos  trepaban por la abertura del pijama hasta alcanzar su nuez. Le dejé cuando la luz ya entraba por la ventana de la cocina.

Acababa de terminar la primera clase, cuando fui requerido de urgencia al despacho del director, era el empleado del taller:

¾¡Ricardito, ven pronto, ha ocurrido una desgracia…se trata de tu padre…!

 En la nave, la maquinaria estaba en silencio. La luz era aún imprecisa, pero el haz de la puerta  dejaba ver un reguero de vómito. En el rincón donde estaba la mesa escritorio se balanceaba una cuerda con un nudo corredizo. Mi padre se hallaba tendido sobre la mesa; tenía la cara violácea y una marca roja alrededor del cuello. El empleado me dijo que cuando entró por la mañana lo vió colgado de una soga que pendía de una viga, con la cara morada y las puntas de los pies que le rozaban en la mesa. Le quitó la cuerda y comprobó que aún respiraba. <<Tu padre no calculó bien la distancia de la soga al techo>> ¾me comentó mientras aguardábamos la ambulancia. Más tarde, los médicos de urgencias nos dijeron que mi padre evolucionaba favorablemente.

¾El jefe del departamento de psicología del hospital, donde ahora nos encontramos mi madre y yo, esperando que mi padre se recupere, nos informó que era de vital importancia la ayuda de un psicólogo; en primer lugar para evitarme un trauma y, en segundo lugar,  para ayudarnos a resolver  nuestras vidas y desencuentros familiares.

4 comentarios

  1. Isabel Bennet

    Me da la sensación de que hay demasiadas historias dentro de este relato, en general tratadas de forma un tanto superficial. El final, tan dramático, me ha parecido previsible. Utilizas demasiadas veces «mi padre», y creo que los tiempos verbales no siempre concuerdan.
    Creo que debes seguir intentándolo.

  2. Carmen Andújar

    Un relato dramático que supongo que pasa en muchas familias.
    Me ha gustado leerlo.
    Mucha suerte

  3. Incluso cuando se equivocó al tomar las medidas de la soga, acertó. ¿No lo haría adrede? Suerte.

  4. Dramático relato quizá un tanto reiterativo pero efectivo. felicidades Morgana.

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