Todas las mañanas, antes de salir de la cama, la imaginaba ya duchada, vestida con esa camiseta de Supertramp (que sabía lo mucho que me gustaba) y sus pantalones vaqueros ceñidos a la cintura, cuyo aroma femenino podía oler con sólo cerrar los ojos. Mis músculos se tensaban, y, tras esta bella evocación, salía de mi cuarto en dirección a la misma ducha de la que ella había salido unos minutos antes. Nos deseábamos los buenos días con escrutadoras miradas adentrándose hacia la médula de las pasiones. Yo le secaba ese rizado pelo con la toalla aún humedecida; le decía cuánto la quería, pero me creía más por mis besos y caricias.
Tras desayunar junto a la ventana que daba al mar, salíamos juntos de casa e íbamos andando al trabajo. Llegados a la encrucijada, nos besábamos, quedándose unas migajas de pan tostado en la comisura de los labios. Ella subía a su oficina; yo entraba en la editorial.
Nuestra economía se basaba en un pacto implícito de no traición. A la hora del almuerzo le enviaba algún que otro mensaje de texto, para que constatase el poder taumatúrgico de las palabras, pues éstas también expresan sentimientos, además de servir para la construcción de cláusulas.
Muchas veces le mentí para aprender a creer en su fidelidad. «Estoy acostándome con una compañera de sección», le dije una noche. María replicó: «Yo lo hice el jueves pasado con mi jefe». Estaba obligado, por madurez psíquica, a suponer que me seguía el juego de filfas tendenciosas. Mas la curiosidad es, en estos casos, origen del desasosiego. Quise saber si su respuesta era verídica o una mentira estratégica. De modo que, al día siguiente, tras despedirnos en el lugar de siempre, regresé a casa. Un sudor frío delataba mi nerviosismo. Era una actitud pueril, pero hurgué en sus cosas con la intención de hallar la prueba de su felonía. Afortunadamente, mi empeño fue estéril. Durante una semana investigué su vida extramuros de nuestro hogar. ¡Nada! Hasta que no pude evitar la pregunta que conduciría al desenlace, bueno o malo: «¿Es cierto que te acostaste con tu jefe?». «Aunque así fuese, no habría dejado de amarte ni un ápice», respondió. Y vio innecesario saber qué había tras este juego por mí iniciado. El niño, en este caso, fui yo. Tenía que madurar aún más.
Me ha gustado mucho. Me identifico enteramente con tu texto: en realidad, quitando lo de Supertramp, me pasó exactamente lo mismo con mi mujer.
Lo de Supertramp y que además yo contraté a un detective que no consiguió nada definitivo y sí muchas más sospechas.
Actualmente estoy pensando separarme de ella, y si no lo hago es porque la quiero a morir.
En fin, perdona la digresión. Mucha suerte en el concurso.
Bonito.
El inicia el juego y luego es al que le entran las dudas. ¡Hombres!
Algunos juegos son peligrosos, muy peligrosos. Y, los de esta clase, siempre se inclinan hacia el lado femenino, mucho más sutil y misterioso. Suerte.
Simpático relato, magnífico en su brevedad. La verdad es que «los dados», es mejor no jugarlos. Suerte Bioequia