Carla se acomodó en la mullida luna menguante, con los pies desnudos colgando hacia el infinito, balanceándose juguetones. Solía sentarse allí, sola, en las noches en las que alguna brisa traviesa cosquilleaba sus orejas puntiagudas impidiéndole dormir, y desde aquel privilegiado mirador, envuelta en un velo de estrellas, contemplaba la Tierra a través sus verdes ojos redondeados. Le gustaba especialmente observar a los humanos, esos seres únicos, libres y en su mayoría atormentados por preocupaciones difícilmente comprensibles para Carla, que aún era una hada joven e inexperta.
Aquella noche se había fijado en un humano en particular. Se hallaba también sentado a cierta altura, con los pies colgando, como ella, pero en lugar de sobre un asiento confortable, se encontraba sobre el pretil de la azotea de un edificio de veintitrés plantas. El hombre, de aspecto desaliñado, vestía una especie de pijama azul marino de chaqueta abotonada, con un ancla dorada y enorme bordada sobre el pecho, y se había quitado los zapatos, dejando al descubierto unos raídos calcetines también de color azul.
Carla adoraba a los humanos. Era capaz de pasarse horas y horas embelesada, mirándoles, empapándose de los detalles de sus estilos de vida, tan diversos. Sus a menudo imprevisibles comportamientos le resultaban fascinantes y, con el tiempo, había aprendido que observarlos era la mejor manera de llegar a conocerlos y por lo tanto, la mejor manera de ayudarlos. Al fin y al cabo ésa era su misión.
Aquel humano en particular parecía ser varón, aunque desde aquella distancia Carla no estaba muy segura de ello. Tenía el cabello parecido al suyo: muy rubio, ondulado, por encima de los hombros y alborotado en un amasijo de bucles. Sin embargo, su cuerpo era fornido y atlético y tras contemplarlo un rato, Carla concluyó que por la anchura de sus espaldas y por el grosor de su cuello, se trataba, ciertamente, de un humano varón. Durante un buen rato lo examinó con curiosidad, atenta a todos sus gestos y estudiando cada uno de sus movimientos. El humano permanecía casi todo el tiempo con la cabeza gacha y de vez en cuando alzaba los ojos al cielo clavando su mirada en la luna, mostrándole la tristeza acuosa de sus ojos castaños. Tan fijamente miraba que Carla temió que pudiera descubrirla, allí sentada, fisgoneando, espiándole furtiva en mitad de la noche, pero desterró enseguida esa idea al recordar las palabras de su maestra, aquellas que tantas veces había escuchado desde el comienzo del primer curso: “Tranquilas: no es posible que los humanos nos vean desde la Tierra y cuando nosotras estemos ahí abajo, junto ellos, nuestra forma no corpórea también hará imposible que puedan distinguirnos”. Carla arrugó su naricilla respingona y pecosa, y sacudió la cabeza. Qué tonta. A veces se olvidaba hasta de las lecciones más básicas. Se encontraba absorta en estos pensamientos cuando el humano, de pronto, enterró su rostro entre las manos, fuertes y poderosas, y su torso comenzó a agitarse sutilmente. Carla aún estaba en periodo de formación, pero ya en sus clases de iniciación, cuando sólo era una larva feúcha a la que aún no le habían crecido sus hermosas alas aterciopeladas, les habían contado que el humano varón, salvo especímenes particulares, llora en muy contadas ocasiones, y cuando lo hace, es porque el sentimiento es tan fuerte que a su alma le resulta imposible contenerlo dentro del cuerpo y ha de licuarlo para dejarlo salir. Así que aquel hombre sentado a solas en la oscuridad, a más de setenta metros del suelo sobre la azotea de aquel edificio, y con el rostro surcado por las lágrimas, debía necesitar con apremio su ayuda. Cuando Carla fue consciente de ello, una emoción insólita embargó su cuerpecillo menudo y la hizo estremecer: aquélla podía ser la primera de sus misiones, la primera de sus prácticas reales en solitario. Una vez aprobado cuarto curso, estaba autorizada a bajar a la Tierra, no más de una vez por semana, eso sí, a ofrecer su ayuda a un humano si resultaba necesario. Así que se puso en pie de un salto, formando un ángulo exacto de cuarenta y cinco grados con las piernas, cruzó sus delgados brazos sobre el pecho, tal y como había hecho una y otra vez en el módulo práctico, y desplegó sus alas transparentes agitándolas tan rápido como pudo, ayudada por el viento ondulante y amable de la noche. Aunque las hadas aprenden a volar por sí solas en cuanto sus alas se desarrollan, la transformación en brisa nocturna, requiere de mucha más práctica, pues debe realizarse un movimiento rapidísimo y armónico cuya perfección sólo alcanzan las hadas más experimentadas. Sin embargo, Carla, a sus tres años, era ya considerada una adulta joven, y había realizado su metamorfosis temporal en numerosas ocasiones, aunque siempre bajo la supervisión de una monitora. Un cosquilleo sacudió suavemente su estómago mientras, emocionada, descendía a gran velocidad hacia la Tierra. Por un momento, incluso tuvo miedo de marearse, pero aquella era su gran noche y no podía bajo ningún concepto permitirse flaqueza alguna. Cuando se hallaba a unos cien metros de la azotea, la distancia establecida en la normativa, Carla se detuvo delicadamente, permaneció flotando en el aire y se preparó para la gran transformación. Aleteó a velocidad máxima, girando sobre sí misma con los ojos cerrados hasta que sintió cómo su cuerpo fluía convertido en una tenue brisa azulada. Con aquella apariencia etérea podía acercarse al humano sin temor alguno a que éste pudiera verla y se asustara, como le ocurrió una vez a su amiga Mirta, en una de sus primeras misiones, hecho que originó que tuviera que repetir cuarto curso y que le prohibieran las bajadas a la Tierra hasta después de su graduación.
Pasó muy cerca del rostro del hombre, provocando que su cabello se agitara y que él hundiera una mano en sus rizos para apartarlos de la frente y devolverlos a su sitio. Carla se colocó junto a él, en aquel pretil, y percibió su olor a profunda melancolía. Como todo el mundo sabe, las hadas son capaces de oler las emociones humanas. Al principio, cuesta mucho acostumbrarse, pues en la Tierra se respira una mezcla tan variada de aromas que resulta embriagadora e incluso mareante, pero luego, cuando una aprende a discernirlos, a clasificarlos y a interpretarlos, esta cualidad resulta extremadamente útil para evaluar y catalogar cada situación concreta. Sin embargo, lo que Carla respiraba en aquel instante, era mucho más que mera melancolía: se trataba de un dolor intenso, voraz, una tristeza desgarradora como jamás había percibido.
—Laura… —musitó el humano mirando de nuevo al cielo—. Laura, no puedo soportarlo, mi amor. Lo siento. Lo he intentado pero no puedo más. No puedo.
Carla rozó la frente del humano y trató de concentrarse en los pensamientos que se revolvían, turbulentos, en su interior. Visualizó el coche y el acantilado. Visualizó la intensa lluvia y el derrapar de los neumáticos en una curva cerrada. Y visualizó también a Laura, tremendamente pálida, tratando de proteger su cabeza a la espera del terrible impacto. Conmovida, Carla revoloteó alrededor del hombre acariciándole amorosamente las mejillas y enroscándose mimosa en su cuello. Él percibió la dulzura de aquella brisa cálida en la noche y cerró los ojos.
—A veces incluso creo sentirte a mi lado, como ahora, mi amor —sonrió débilmente—. Pero tú ya no estás, Laura, y yo no puedo, de verdad que no puedo seguir aquí sin ti. No quiero hacerlo.
De repente, el llanto del humano cesó y su rostro pareció cubrirse con una máscara inexpresiva y gélida. Se levantó con lentitud y se quedó de pie, sobre el pretil, mirando fijamente las lucecillas minúsculas que iban y venían, muy lejos, allá abajo.
Carla comprendió al instante lo que estaba a punto de suceder. Se abalanzó con todas sus fuerzas sobre el pecho del hombre, en un remolino que le hizo tambalearse lo suficiente como para perder el equilibrio y caer de espaldas al suelo de la azotea.
—Maldita sea —masculló. La caída originó que sobre su pecho, que subía y bajaba agitado, quedara al descubierto una medalla ovalada de plata. En ella podía distinguirse la serigrafía de un retrato. Carla se fijó bien en ella: se trataba de un cachorro humano, la carita regordeta de un bebé pequeño y sonriente. Tenía que pensar deprisa. Necesitaba saber algo más, así que permaneció muy quieta, aguzando el oído, concentrándose en su olfato, tanteando en su intuición… y de pronto lo escuchó. Sí. Una vocecita aguda y lejana, gorgoritos de alborozo provenientes de unos pisos más abajo. En aquel momento Carla vio cómo el hombre se levantaba del suelo, aturdido aún por lo absurdo de su caída, y ponía de nuevo uno de sus pies en el escalón de la azotea. No había tiempo que perder. Sin pensárselo dos veces comenzó a descender, con viveza, intentando dirigir su vuelo hacia el foco de aquel infantil soniquete, cada vez más próximo. Se detuvo en seco, en una grácil pirueta, a la altura de la décima planta y por fin la vio, en su cuna de cerezo, una hermosa niña que agitaba feliz un pequeño elefante de peluche azul con un sonajero en forma de bola pegado al final de la trompa. Golpeaba el juguete con torpeza contra los barrotes de la cuna y profería un sinfín de grititos satisfechos al escuchar el vibrante murmullo del sonajero. Dicen que la suerte acompaña a las hadas allá donde vayan, y debió ser ella, sin duda, quien permitió aquella noche que la ventana del cuarto en el que se encontraba la pequeña permaneciera ligeramente entornada. Carla se alejó unos metros para tomar carrerilla, giró y giró hasta formar una corriente en espiral, y acelerando, se dirigió rauda hacia el cristal golpeándolo con ímpetu suficiente como para abrir del todo una de las hojas y hacerla chocar contra la pared del cuarto. La pequeña, sobresaltada, comenzó a llorar con fuerza y Carla se enredó en los sonidos que brotaban de su garganta y se esparcían flotando en el aire. Los abrazó, los absorbió e impregnada en ellos se elevó velozmente, de nuevo hacia la azotea desde la que el humano estaba a punto de saltar al vacío mientras murmuraba con la mirada perdida:
—Te quiero, Laura, te quiero…
Pero Carla aún tuvo tiempo de posarse delicadamente sobre uno de sus hombros y comenzó a soplar muy flojito junto a su oreja, vertiendo en su interior las notas del llanto de la pequeña. El hombre abrió de par en par los ojos, súbitamente, como si despertara, confundido, de un mal sueño, y la joven hada se trasladó al hombro contrario, repitiendo el leve soplido en la otra oreja. El rostro del humano palideció, bajó raudo del pretil, temblando, con la angustia oprimiéndole el estómago, y Carla lo siguió mientras bajaba a toda prisa, desesperado, hasta su piso, sin esperar el ascensor siquiera. Corrió hacia el dormitorio de la pequeña Alba, que continuaba llorando asustada, sujetando aún con firmeza a su elefantito azul. La tomó entre sus brazos, meciéndola, derramando sobre ella arrullos y palabras de miel, y la niña se calmó de inmediato, alzando sus manos diminutas hacia la nariz de su padre.
—Perdóname… —dijo besando dulcemente sus deditos—. ¿Qué es lo que me ha pasado?… Oh, Dios mío. Lo siento. Lo siento… Jamás volverá a suceder, mi cielo. Papá estará siempre contigo. Te lo prometo.
Y estrechó contra su pecho a aquel pequeño pedazo de sí mismo, y de Laura, de su Laura, que parecía contemplarles con ternura desde la fotografía de la cómoda, mientras Carla se deslizaba sobre el sonajero del elefantito azul para inducir su alegre sonido, haciendo que el brillo prodigioso de la ilusión iluminara los ojos de Alba, el corazón del humano y la habitación entera.
Ánimo, muchacho, quizás podamos ser buenos sin antidepresivos.
Te felicito sinceramente, Bárbara.
Creo que se está perdiendo el género del cuento tradicional y que tu relato hace volar la imaginación recreándola en la fantasía, pero manteniendo un punto de cruel realidad.
He difrutado mucho leyéndote. Gracias.
Personalmente es el que más me ha gustado. No dejes de perseguir tus sueños.
Suerte.
Precioso cuento el que mas me ha gustado del 1 AL 15.
Enhorabuena
Saludos y suerte
hermoso cuento de hadas, de vez en cuanto necesitamos de ellos. felicidades.
Me pregunto en qué momento dejamos de percibir las hadas. En qué momento dejamos de ser niños y nos transformamos en piratas, perdiendo la capacidad de encontrar en el cielo la segunda estrella a la derecha. Muchas gracias por este cuento tan hermoso.
Clásico, sencillo, con toques de humor y – es el colmo – todos los acentos en su sitio. Y encima, se ha permitido el lujo de escribir «una hada» (y de manipular nuestros tiernos corazones). Así ya se puede, Bárbara: si tu cuento no es el mejor (no he terminado de leerlos todos), le faltará muy poco.