No mide más de uno cincuenta, de formas tan redondeadas que podría resultar atrayente como cojín. Sus manos, gastadas, muestran la rigidez propia de los engranajes oxidados. Y lo que más llama la atención, si se sienta a tu lado en el autobús, es su respiración trabajosa, bronquítica; y su aroma a Heno de Pravia.
En Espinardo, Marcelina ha gastado su vida junto a Ginés, más conocido como el Trapero, el Revueltos o, para los no pocos que le guardaban cierta inquina, el Cuernos. Calumnia, esta última, que hizo más daño a Marcelina que a él mismo, en forma de broncas y palos. Aun sin pruebas, para el Trapero siempre valió más un “por si acaso” que un “quién iba a pensar”.
El Revueltos murió el veinte de noviembre de hace dos años, el mismo día que su admirado Caudillo. Ocurrió en la taberna de Carmelo, ante dos vasos de revuelto vacíos, otros dos llenos, y su amigo y compañero de añoranzas: Yiyo. Le sobrevino de repente, como una flecha certera e invisible, un dolor agudo al costado izquierdo que provocó que Ginés tratara de agarrarse el corazón con su mano izquierda y estirara el brazo derecho intentando asirse al hombro de su camarada.
Fulminante.
En el entierro, Marcelina, Yiyo y Tomás, un gerifalte de Solidaridad Española, observaban cómo introducían el féretro dentro del nicho. Sólo la esposa derramó unas lágrimas, aunque sin derroche. La firmeza de las creencias de Ginés, que murió brazo en alto, despidiéndose de su camarada, se convirtieron a partir de aquel día en el tema de conversación preferido entre humo de tabaco y olor a anís. Tampoco faltaron las chanzas acerca de cómo tuvieron que quebrar varias articulaciones para que aquella extremidad pudiera entrar en el ataúd.
El Trapero dejó una montaña de revistas viejas y un carro en el almacén, una pensión ridícula y unos frascos de mistela en el armario de la cocina.
A la vuelta del cementerio, Marcelina, desorientada por aquella repentina soledad, cogió la botella de aguardiente. Todavía, al hacerlo, le invadía la preocupación de tener que encontrar una excusa para el líquido faltante. Tomó el primer vaso de un trago y, después, al ser consciente de que a partir de entonces no tenía por qué explicar nada, terminó con la botella. Con la poca pena que le zumbaba en el corazón, se acostó achispada, más bien beoda, con una gran sonrisa adornándole los labios.
Por la mañana, percibió el silencio de la casa y cayó en la cuenta de que, desde la muerte de Ginés, exceptuando el “Cara al sol” de sus amigos en el cementerio, todo había sido silencio. Silencio reconfortante y sin reproches. En vida del Trapero, el silencio solía ocultar cierto peligro… Marcelina es consciente de que lleva dos días pensando, sin abrir la boca. Sonríe, abre el armario prohibido del rey de la casa, extrae otra botella de mistela y llena un vaso hasta el borde, que se echa al gañote de un trago después de haber brindado al cielo a la salud de su difunto. Contradicción ésta que le provoca una sonora carcajada.
Ahora, puede pensar sobre lo que le parezca…
Tres días y cinco borracheras después, por fin se decidió a bajar al viejo almacén del Trapero. Un lugar casi desconocido para ella, misterioso, tan prohibido como la manzana lo fue para Eva. Ginés, tan celoso para sus asuntos, nunca dejó que nadie se adentrara en el taller más allá de las dos sillas de anea que disponía en la entrada, junto a una garrafa de aguardiente que se vaciaba entre antiguos camaradas y añoranzas de tiempos pasados. Pero ni siquiera los viejos camisas azules traspasaron jamás aquella montaña de papeles antiguos.
No es que Marcelina pretendiera disfrutar de más sitio. Sin embargo, bien podría sacar unos céntimos de todo aquel papel y alquilar el almacén como cochera. Una ayuda así no vendría mal.
El trabajo comenzó con las revistas; después, los cartones y, por último, montones de periódicos preconstitucionales. Por fin, cuando todo aquel papel se limitaba a unos cuantos ejemplares de “El Alcázar” y “¡Arriba!”, extrañamente bien conservados, Marcelina sintió que un escalofrío de temor le recorría la médula espinal. Tocar esos diarios bien podría provocar que su difunto se revolviera en la tumba. Aquéllos habían sido los idearios del Trapero; guardados con devoción religiosa, bien apilados sobre una plataforma de madera para evitarles la humedad. Tratar aquellos periódicos sin el debido respeto equivalía (bien consciente era de ello la viuda) a retorcerle los testículos a Ginés hasta reventárselos.
Tras un leve titubeo y una sonrisa maliciosa, desafiando las leyes de la gravedad que rigen para las personas de cierta edad, se encaramó a la plataforma y taconeó el tango al que el trapero nunca quiso invitarla a bailar. Y fueron tan fogosos los pasos de baile, que el nudo corredizo de una cuerda que sujetaba la plataforma a una viga no pudo resistir y se desató. Los tablones comenzaron a inclinarse sobre uno de sus extremos, sujetos por unas bisagras ocultas, y Marcelina deslizó sus nalgas, como si de un tobogán se tratara, hasta terminar sentada en el suelo observando con la boca abierta lo que aquel mecanismo había dejado al descubierto.
En realidad, se trataba de una portezuela que ocultaba el acceso a un pequeño sótano. Los periódicos continuaban perfectamente distribuidos sobre los tablones ahora inclinados y una escalera oscura se asomaba al hueco que quedó al descubierto.
La viuda, extrañada, enseguida sintió curiosidad por aquello que su marido había ocultado durante tantos años en la zona prohibida del almacén. Corrió escaleras arriba, en busca de una linterna. Abrió el cajón, comprobó que las pilas disponían de carga, se echó otro trago al gañote; y volvió abajo, con la emoción agitándole el pulso y el aguardiente calentándole el ánimo.
Una vez dentro, no tardó en descubrir un interruptor que hizo inútil la linterna (no así el trago). Una bombilla iluminó la estancia; se trataba de una habitación pulcra, con estanterías que cubrían las tres paredes que rodeaban la entrada. En medio, un taburete invitaba a descansar como lo hacen en los museos para observar las obras de arte que cuelgan de los muros. Sobre las lejas, se distribuían unos cofres y, bajo cada uno de ellos, un letrero que los databa. Se agachó a observar el más antiguo. La etiqueta indicaba un par de años antes de su boda, antes de que Ginés y ella se comprometieran; además, un nombre: Luis.
En un primer momento, aquel nombre no le dijo nada y siguió estantes arriba, comprobando fechas y referencias. El tercero coincidía con la fecha de sus nupcias y el nombre (tío Lucrecio) sí que le recordó a alguien a quien había olvidado tiempo atrás: el lenguaraz hermano de su madre. Aquel al que llamaban “el Mero” porque por la boca muere el pez y él siempre se buscaba disgustos por no saberla mantener cerrada.
La viuda se preguntó qué relación tendría la fecha de su boda con el tío Lucrecio y, poco a poco, algunos recuerdos fueron desperezándose en su cabeza; en seguida, aparecieron dentro de ella el hermano de su madre, tres botellas de aguardiente, las risas de su tío acerca de la difícil belleza de la novia y algunos comentarios obscenos sobre los motivos de aquella boda. De pronto, recuerda a Ginés apretando los labios, secándole las lágrimas y llevándola a casa. No se volvió a ver al tío Lucrecio y nadie lo echó de menos.
Al regresar del pasado, Marcelina decidió desentrañar el misterio que guardaba aquel cofre y, ralentizada por el miedo, abrió la tapa. Apareció un papel amarillento que descansaba sobre un trapo de fieltro azul. Lo tomó con cuidado y leyó:
“Ese conocido como el Mero por no saber cerrar la boca, hoy ha cometido el gran error de deshonrar a mi queridísima esposa…”.
Marcelina se detuvo a enjugarse las lágrimas, que le brotaban de los ojos al conocer la tierna reacción de su marido. Después, pudo terminar la última frase:
“… Ningún español de raza puede permitir algo semejante. Por tal causa, aquí yace. ¡Viva el caudillo! ¡Arriba España!”.
La boca de la viuda se resistía a cerrarse. Sus manos, llevadas por una fuerza invisible que ella no podía contener, se dirigieron a apartar el fieltro añil y, una vez despejado el contenido, los dedos se posaron veloces sobre los labios para evitar sin éxito un grito ahogado: una calavera le sonreía macabramente desde el interior.
Los temblores apenas la dejaban respirar; no obstante, era incapaz de apartar la vista del resto de los cofres. Entonces recordó a Luis, aquel que se pavoneaba en la taberna mintiendo sobre sus conquistas. El que aseguraba que había desflorado a Marcelina una primavera entre los naranjos de Tomás García y que, poco después, desapareció sin desmentir tal falacia.
Dentro del cofre, otra nota y otro fieltro:
“Luis, el de los Antonios, ha injuriado la honra de la que, aunque ella no lo sepa, será mi mujer. Ningún español de raza puede permitir algo así. Por tal causa, aquí yace ¡Viva Franco! ¡Arriba España!”.
Marcelina apretó el papel contra su redondo y voluminoso pecho y volvió a secarse las lágrimas. Perdió la noción del tiempo y no salió de aquel sótano hasta que hubo descubierto, una por una, las treinta y dos calaveras sonrientes y leído sus respectivas explicaciones.
Contra lo que se podía pensar, sólo dos de ellos (Vicente y un tal Agustín) fueron ajusticiados por rojos en exceso. Entre el resto, se podían contar diez morosos, un conductor de autobús que siempre se retrasaba, un carretero que blasfemaba en demasía incluso para su oficio, una pareja de guardias civiles que se negaron a arrestar por falta de pruebas al violador de la pequeña de los Canos, y el violador de la pequeña de los Canos. El pecado de los quince restantes fue faltarle al respeto a Marcelina.
Salió del sótano cuando la oscuridad de la noche ya había invadido todo el local. La viuda, no tan aterrorizada por lo que acababa de ver como conmovida por el amor callado del que había sido objeto, regresó a la cocina a repasar de nuevo, frente a la botella de mistela, las quince notas en las que Ginés declaraba su cariño; tan grande como el que tuvo para su patria y su caudillo. Así permaneció hasta el amanecer, releyendo una y otra vez mientras acababa con el aguardiente. Hasta que la borrachera y el sueño la vencieron, y su cabeza se desplomó encima de los pliegos desperdigados sobre el hule de cuadros azules y blancos.
Al despertar, irguió la cabeza; todavía mareada, despegó un papel amarillento adherido a su frente; y volvió a fijar la vista en aquellas quince cuartillas. Esperó a ser capaz de incorporarse de la silla, se despejó arrojándose abundante agua fría sobre la cara, y bajó de nuevo al sótano; esta vez con paso firme y decidido. Colocó cada una de las notas dentro de su cofre, apagó la luz, volvió a dejar la plataforma de madera como la había encontrado y, por fin, permaneció unos instantes leyendo los titulares de los periódicos del expositor.
Decidió que eran otros tiempos: sacó tres billetes del bote de las alubias, los enfundó en su escote y se dirigió al quiosco de la calle Mayor. Allí compró todas las revistas que fue capaz de pagar con sus escasos ahorros; con todo aquel papel multicolor bajo el brazo volvió a la vieja trapería a actualizar la plataforma.
Hoy, Marcelina, de vez en cuando, peina sus rizos violetas, se lava con “Heno de Pravia”, y toma el autobús 44. Un par de veces ha llegado hasta Nonduermas, donde, según ella, fabrican los cofres más duraderos.
En ocasiones, si alguien se obstina en mantener un comportamiento inadecuado, un halo de misterio circunda su oronda sonrisa encarnada y comenta: “Creo que mañana tomaré el 44”.
Enhorabuena por estar entre los finalistas. Mucha suerte.
Enhorabuena por estar entre los finalistas. Suerte.
Enhorabuena, Tomás. Buena suerte. Saludos
Enhorabuena por ser finalista.
Acabo de leer tu relato y me ha gustado muchisimo.
Es una historia muy original, y sinceramente no entiendo los comentarios que he leido que lo tachan de patriotero, o franquista, simplemente porque en el relato aparezca un personaje de esa ideologia.
Yo aplaudo tu forma de narrar, y si que he entendido el final.
Suerte, Tomas
Enhorabuena Tomás y mi más sinceras felicitaciones por estar en la final. Espinardo, Nonduermas… toda la vida he pasado por esas pedanías y me alegra mucho que este relato esté entre los elegidos para ganar este certamen. Por cierto, el nombre de Ginés no sé si los habrás elegido al azar, pero creo que por encima de todo es muy murcianico. Mucha suerte.
Espero que el jurado siga en esa línea de sensatez que han demostrado los seleccionadores previos y consiguas lo que te mereces. En cualquier caso, tu cuento es excelente y ganador.
Espero que una vez desvelado el secreto del sumario podamos charlar un rato e intercambiar pareceres, como dijiste.
Un saludo y suerte.
Hola Tomás. Recibe mi enhorabuena por estar entre los finaslitas. Te deseo mucha suerte el próximo 4 de Julio.
Jero
Felicidades por la nominación, Tomás, espero que ganes, el relato lo merece. Ha sido un placer leerlo, me encanta tu narrativa y la historia es original y atrapante.
Ahora que supe que ganaste el tercer lugar, he vuelto a leer tu relato y me sigue pareciendo soberbio y hermoso.
Felicidades amigo
Muchas gracias, Encadenados. Por tus amables comentarios y por toda la participación que has tenido en este certamen.
De paso, muchas gracias a todos los demás que habéis pasado por aquí.
Un abrazo a todos.
Pablo.