Aquella tarde la lluvia era una catarata que recorría las veredas y se adueñaba de las calles. Un río tumultuoso que al despegarse del cielo partía tu pelo en mechones gruesos, alargados por las gotas que caían y pasaban por el colador de las pestañas para entregarse al festín blanco de tu boca. Esa boca tuya, entreabierta y húmeda, que intentaba disimular los sentimientos de tus ojos negros. Porque tus ojos sí que hablaban.
Recuerdo que, cuando te vi, quise estrujarte como a tu ropa mojada pero, los brazos que tenías anudados en la espalda, me lo impidieron. Fue un momento, porque enseguida las manos aparecieron detrás del telón de tu cuerpo y me entregaron el tesoro que guardabas. Abrí el estuche con ansiedad y con torpeza. Miré el anillo. En ese instante el sol perforó la lluvia y se instaló en la caja y pasó a mi dedo y a mis ojos y a mi boca y a mi corazón que se violentaba y a mis neuronas que, por unos momentos, olvidaron su sinapsis.
Creo que esa noche, muy tarde, dejó de llover. Ajena a todo, mi mano daba vueltas para un lado y para otro, rascaba mi cara, se enfrentaba al espejo empañado, tamborileaba en el aire. Hacía piruetas como la mano de un director de orquesta que ensayaba para su mejor función.
Mi hermana pasó por el cuarto. Me observó y dijo con toda su voz, que era una idiota, qué tanto escándalo por un anillo, como si eso fuera la garantía de algo.
La miré con suficiencia, porque mi anillo sí, mi anillo tenía garantía. Era una tarjeta blanca con letras doradas que aseguraba su brillo por muchos años, de acuerdo a un correcto mantenimiento y a su consiguiente buen uso. Le grité que era una amargada y resentida y envidiosa y que se callara.
Mi mano siguió dirigiendo la orquesta y sobrevolando el cielo de mi cama.
Esa noche, al otro día y, durante muchas noches y muchos días el redondel hueco del sol brilló en mi dedo. Brilló sobre el guante blanco, sobre el teclado, en mi mano sucia de tiza sobre el pizarrón verde, cerca de la lapicera, sobre las hojas de mis alumnos.
No recuerdo muy bien cuánto tiempo pasó. Un día noté que la oscuridad del hueco había tapado con sombra al círculo amarillo, que el anillo no relucía, que la luz agonizaba en el dedo de mi mano, que ya no dirigía, que sólo golpeaba los nervios sobre la mesa.
Pensé en la garantía y corrí a buscarla, pero, claro, el papel también se había gastado, estaba amarillento. Las letras borroneadas y confusas. Busqué los anteojos, releí como pude que la durabilidad de ese anillo dependía de su buen uso y mantenimiento. Entonces me di cuenta de que ya era tarde. Porque muchas veces lo había encontrado flotando entre la espuma del detergente, cuando lavaba los platos; porque el año pasado, la portera del colegio lo retiró del fondo del cajón del escritorio, empolvado de tiza blanca y porque últimamente me molestaba y lo sacaba de mi dedo sin acordarme, después, dónde lo había dejado.
Hace unos días mi hermana me dijo que reaccionara. Que vendiera en la calle Libertad, ese anillo que andaba dando vueltas por ahí y que, con el dinero, comprara algo que me sirviera. Ropa o un par de botas nuevas, porque las que tenía, daban lástima.
Me miré, estudié la suela de mis botas y decidí hacerle caso.
La lluvia caía a chorros. Molesta, insensible, irritante. No me importó. Guardé el anillo en la cartera y caminé muchas cuadras tecleando mis dedos en la soledad del bolsillo de mi piloto. Traté de imaginar: ese pedacito de metal, inútil y opaco transformado en cuero, de nuevo presente, y quizá por varios inviernos, allá abajo, en mis pies.
Nunca llegué a los negocios de compra-venta de oro.
En una calle apenas iluminada tomé la decisión.
El agua bajaba con fuerza hacia la esquina. Como una escoba, barría, limpiaba. Arrastraba hasta la enorme boca de la alcantarilla, hojas muertas, papeles sucios, colillas de cigarrillos y otros pequeños objetos inservibles, de esos que, por algún motivo, la gente debe desechar de una vez y para siempre.
Las botas podían esperar.
Una hermosa historia. Bien contada y con un lenguaje impecable.
Mucha suerte!
ME HA PARECIDO UNA MUY BONITA HISTORIA.
TE DESEO SUERTE.
Bella historia con un extraño poder hipnótico que te invita a dejarte llevar lánguidamente, al igual que ocurre con algunas tardes de lluvia. Mucha suerte.
Una historia bien escrita… felicidades Ulises