Cuando la tormenta pasó ya nada era igual, nadie era igual.
Recuerdo perfectamente aquél día; el cielo era de color azul claro y ni una nube, ni siquiera un jirón, se dejó ver. El sol reclamaba su trono y desde la lejanía lo iluminaba todo. La luz era blanquecina, de ese tipo que ninguna luz artificial puede imitar, de ese tipo de luz que te ilumina el corazón y da ánimos a quien nos lo tiene. Todo estaba en calma, tan en calma que daba la sensación de que el tiempo se había tomado unas vacaciones, parecía que los segundos no transcurrían, menos aún las horas y los minutos.
El mar también era azul, azul…, azul plata, azul amarillo, azul oscuro, azul muy oscuro, azul claro, azul transparente, azul deslumbrante, azul…, simplemente era azul de mar.
Las palmeras y los demás árboles se erguían hacía arriba, querían tocar el cielo. Mientras, la brisa me acariciaba a mí, yo me dejaba tocar.
Allí, tumbado en la playa pensaba en el rapapolvo que me echaría mi mujer por llenarme la ropa de arena, estaba tan bien que todo lo que pudiera pasar después me daba igual.
Llegué a la conclusión que tenía que trabajar menos, trabajar menos e intentar ganar lo mismo y me estrujé los sesos imaginándome cien trabajos diferentes que podría desarrollar, trabajos en los que se trabajara menos y se ganara lo mismo, o que no se trabajara y se ganara mucho. Lo cierto es que no encontré ninguno.
Sonreía al ver a los turistas, ellos disfrutaban como nunca y para mí lo que me rodeaba era lo cotidiano, lo que podía hacer y sentir cuando me viniera en gana. Ellos sin embargo tenían que trabajar duro todo el año para venir a disfrutar de mi tierra durante, como mucho, quince días. Yo lo tenía para siempre, por derecho de nacimiento. Aquella situación me hizo pensar en lo aleatorio que es el mundo, o la vida mejor dicho, porque si naces en un buen lugar tienes el noventa por ciento de posibilidades de vivir bien pero si naces en un mal lugar… tienes el noventa y nueve coma nueve por ciento de vivir mal. Yo no me quejaba, quizás si me dieran la oportunidad de elegir en mi siguiente vida, querría nacer aquí; ¡sí querría nacer aquí!
Y la arena entrometiéndose entre la tranquilidad y yo. Era curioso, me molestaba pero tenía que soportarla porque ella me aguantaba a mí, porque gracias a ella estaba disfrutando, tumbado, de la tranquilidad. De todas formas era mejor estar allí que en un desierto, ¿cómo sería vivir en un desierto, cómo sería vivir acompañado en la soledad?
Cuando se levantó un poco de viento no le di mayor importancia, era hasta refrescante pero prefería la brisa cálida anterior, si se alternaban era mejor, pero no se alternaron. La tranquilidad, la paz, había decidido esfumarse hasta el día siguiente supuse. Ahora sí que me quejaba de la arena porque se empeñaba en ver, en ver a través de mis ojos, querían ser mis ojos, incrustarse en ellos para recobrar vida.
El cielo seguía siendo azul pero se transformaba rápidamente, se oscurecía a cada momento. El mal parecía comérselo, invadirlo, eran las nubes negras que venían a lo lejos, a lo lejos pero venían. Eran negras, pero no negras como la noche, ni como el negro impoluto de un traje negro, eran más negras que el negro, de ese negro que da miedo cuando se ve en el cielo. El sol pareció desaparecer, era como si fuera él y no el tiempo el que se había ido de vacaciones, como si hubiese abdicado ante aquellas nubes traidoras.
El mar seguía siendo azul, pero ahora más que el color lo que destacaba era que estaba nervioso, más que nervioso estaba furioso, ido, pues las olas iban y venían con tesón y no con mesura. Mostraba su cara más fea.
Las palmeras y los demás árboles querían seguir estando erguidos pero no lo conseguían, estaban ebrios y se movían de lado a lado. Estaban muy ebrios.
Mientras, el viento me azotaba, yo intentaba protegerme.
Eché a correr. Ya daba igual que la arena formara parte de mi ropa, de mi cuerpo. Deseaba llegar a casa, estar allí. Una necesidad vital se apoderó de mí, una necesidad existencial, una necesidad de supervivencia me obligaba a correr, a huir, a llegar.
Los turistas recogían todos los enseres playeros, todos los que podían porque algunos cobraron vida propia y volaron.
Y la tormenta llegó mientras yo me dirigía a mi casa, corría y corría como no lo hacía desde mucho tiempo, de hecho creo que nunca había, ni he, corrido más. Quería llegar a casa, cerrar las ventanas y las contraventanas. Entraría en mi hogar sonriendo, con seguridad insegura. Haría de todo un juego para que mis hijos no sintieran miedo alguno, odiaba que sufrieran. Mi mujer y mi madre me ayudarían a proteger la casa, pondríamos la radio para no escuchar nada del exterior, para crear un mundo aparte, un mundo que nos protegiera.
Pero no me dio tiempo, la tormenta quería alejarme de mi familia y lo consiguió.
Tuve que guarecerme en una casa ajena, el dueño me urgió a entrar cuando me vio en la calle. Ayudé a cerrar las contraventanas; el aire no quería que lo hiciera, la lluvia quería hacerme el amor, el aire me pegaba, la lluvia recorría todo mi cuerpo.
Jamás había visto una tormenta como aquella. Era la Tormenta, la madre de las demás tormentas, lo que todas las tormentas deseaban llegar a ser. Allí en casa ajena, en nuevo hogar para mí, esperé a que todo pasara, acompañado pero solo, como los que viven en el desierto. Pensaba en mis hijos, cuando llegara a casa, cuando todo pasara les contaría una historia, les diría que el viento me cogió y me llevó hasta casa volando; me los imaginaba riendo a sabiendas de antemano que no era verdad, que era una mentira deliciosa que me había inventado. Daría un fuerte abrazo a mi mujer y a mi madre. “Siento no haber estado aquí”, “no te preocupes, ahora sí que estás”.
Cuando la casa tembló yo temblé el doble o el triple, o cien veces más. Luego, la calma, como horas antes, la calma, la tranquilidad, la paz.
Sin apenas despedirme salí a la calle, a lo que antes era la calle porque ahora era un bazar, por doquier había ropa, árboles en el suelo, coches empotrados, contraventanas, cristales, mobiliario urbano tirado, cables, suciedad, era un bazar de esos que hay en los lugares donde hay guerra, en los lugares donde no hay nada.
Según yo avanzaba lentamente, no podía correr pues tenía que ir sorteando los millones de obstáculos que se interponían en mi camino, observé que la tormenta había ido creciendo. La destrucción era mayor a cada paso que daba. A pocos metros de mi casa vi otras sin tejado, lo peor fue las que no vi, las que tenía que haber visto pero que ya no estaban, que habían sido borradas como si de un cuadro se tratase.
Había más agua en mis ojos que en el suelo, las lágrimas no me dejaban ver. Esperaba lo peor, ni siquiera me di la oportunidad de desear lo mejor, lo di por hecho. Gente llorando, rebuscando para encontrar vecinos o familiares de entre los escombros de las casas derruidas, ¿habría alguien buscando a mi familia debajo de los escombros de la mía?
Y cuando llegué… ¡allí estaba, en pie! Con todas las contraventanas cerradas. La Tormenta no había llegado hasta ella, por algún capricho del destino había girado antes. Había decidido destruir las vidas de otras personas y no las nuestras.
Abrí y estaban todos bien, sólo pude abrazarlos. “Siento tener que irme, he de ayudar”, “no te preocupes, ayuda”.
Y durante dos días, hasta que llegó el ejército, ayudé en todo lo que pude, sin apenas dormir ni descansar. Lo hacía como si fuera a mis hijos a los que buscaba, lo hacíamos todos de igual manera. La tormenta había pasado y aunque había ganado la batalla no dejaríamos que ganara la guerra.
A los pocos días todo volvió a la normalidad. La tormenta había pasado pero ya nada era igual, nadie era igual. Yo no era igual. ¿Es posible querer más a un hijo, querer más a tu madre, a tu mujer? La respuesta es que no lo sé, lo único que sé a ciencia cierta es que a partir de entonces los quise más intensamente.
Los seres a los que queremos son como una figura de frágil cristal en caída libre, no podemos evitar el final pero sí disfrutar de su existencia hasta que toque suelo.
Algunas veces necesitamos una tormenta en nuestra vida para conseguir que algo se agite dentro de nosotros y sepamos mirar hacia adentro. Suerte.
Una tormenta que te dice: no las tienes todas consigo aunque hayas nacido en un lugar privilegiado o estés en una buena situación. felicidades