A esas horas de la tarde el color del mar era gris. Aquel hombre extraño seguía sentado sobre una roca en el espigón del puerto mirando el horizonte. Su rostro me era familiar. Ojos grandes, mirada profunda, labios gruesos, pelo rojo. Sacó de su mochila un bloc de dibujo y algunos lápices de colores y con la serenidad que despedía el movimiento de sus manos comenzó a esbozar la belleza. Yo le observaba desde una distancia prudente, sentía pudor ante la idea de espiarle, de acercarme a contemplar su obra. Vi, desde mi lejanía, los trazos perfectos que separaban la tierra del mar y el mar del cielo, la conjunción de los tres elementos naturales distanciados por la mano del hombre en unas líneas precisas. Con un movimiento hábil, el pintor dio entrada a dos gaviotas en aquel rectángulo de papel con las alas extendidas sobre el mar. Algunos paseantes se detenían a sus espaldas para admirar su trabajo, mientras él, aquel hombre extraño, ajeno al mundo, comenzaba a dar color al cielo con trazos azules cortos e intermitentes.
Desde mi llegada al pequeño pueblo de la provincia de Alicante lo vi cada tarde. Siempre a la misma hora, en el mismo lugar, desaliñado, con una mochila vieja y sucia colgada de su hombro y una mirada nueva y limpia colgada de su fascinante rostro. Nunca antes había experimentado una atracción tan intensa por un desconocido, en apariencia procedente de un mundo tan distinto al mío.
Me encontraba de vacaciones en la costa con una compañera de trabajo que además era amiga. Las dos colaborábamos en un prestigioso bufete de Valencia y teníamos un mes por delante para olvidarnos de pleitos y juzgados, a la vez que nos habíamos hecho el firme propósito de disfrutar a tope del verano. El hombre extraño de pelo rojo me cautivó desde el primer momento, sentado sobre su roca, absorbiendo cada uno de los movimientos del mar, siempre solo, nunca lo había visto hablar con nadie. Insistí a mi amiga para que frecuentáramos cada día la misma playa y anduviéramos invariablemente los mismos pasos, los que me conducían a él y a su magnetismo.
Mi amiga no era tonta, no en vano sus estrategias procesales eran conocidas y temidas en todo el gremio de juristas, y no tardó en darse cuenta. “¿No te habrás quedado colgada de ese tío?” —me dijo—, “estás como una cabra”.
Sin embargo me dejó hacer. El respeto era condición indispensable en nuestra relación laboral y de amistad y sencillamente se apartó del camino, no sin pensar antes que me faltaba un hervor.
Tardé en hablar con él. No terminaba de atreverme a que nos separaran apenas unos centímetros de distancia, si desde la lejanía sus ojos me parecían increíbles, de cerca corría el riesgo de que me cegaran. La primera semana sólo observé. Su habilidad con los lápices y también con los óleos me fascinaba, sus pinturas eran una continuación de sí mismo, una prolongación de un ser incomparable. Pero sólo tenía tres semanas más de vacaciones y me moría de ganas por escuchar su voz. Aquella tarde me armé de valor, era fácil entablar una conversación con un pintor callejero. “Hola. ¡Qué bien pintas! ¿Eres de aquí? ¿Vendes los cuadros?”. Sin embargo las palabras se me ahogaban en la garganta conforme me aproximaba a él. Cuando me encontraba casi rozándole la espalda vi ante mis ojos algo que me petrificó: aquel hombre extraño de pelo rojo que miraba incansablemente el mar y el cielo pintaba un retrato, mi retrato.
“Por fin te decides”, me dijo en castellano con acento extranjero. Me ruboricé. Era evidente que él también me observaba cada día por extraño que pudiera parecerme, porque hubiera jurado que nunca despegaba sus grandes ojos del lienzo o el cuaderno de dibujo. No supe qué decir. No tenía ni idea de cómo reaccionar ante mi propia imagen plasmada en un papel, era como estar ante un espejo, un espejo mágico. “Siéntate a mi lado”, continuó él, cautivador, sereno, sin dejar de dar pinceladas al retrato. Le obedecí. Me miró entonces por primera vez que yo supiera, de frente, sin tapujos, firme y decidido. Añadió un nuevo color a su paleta. “No son azules, sino grises, como el mar de estas horas”, dijo.
De la decena de preguntas que tenía preparadas para él no recordaba ninguna, en mi vida me había sentido más imbécil. Volví a ser ante sus ojos una niña pequeña, indefensa, asustada y tímida. Pero él no dejó ver la más mínima muestra de regocijo ante mi turbación, a pesar de que siempre es un logro para los hombres sentirse por encima de las mujeres. Al contrario, apenas ni me hablaba para no descolocarme, sólo miraba, miraba y pintaba, los mechones de mi pelo, el rubor de mis mejillas, incluso el temblor de mis labios sellados. Acabó el retrato y dijo “perfecto”, lo guardó en una gran carpeta y yo sólo alcancé a decir “gracias por pintarme”. “Vuelve mañana”, añadió él.
Y volví. Al día siguiente y todos los días de mis vacaciones. Y mis retratos comenzaron a florecer como las amapolas en los campos de trigo. Bellos retratos en distintos escenarios, aunque el lugar físico donde los pintaba siempre fuera el mismo. En primavera, en invierno, bajo la lluvia, con semblante triste, con amplia sonrisa… Decenas de retratos dignos de ser exhibidos en los más prestigiosos museos y de los que, curiosamente, no conservo ninguno, a pesar de estar inspirados en mí. Aprendí un lenguaje nuevo. El lenguaje del silencio, de las sensaciones. La sensación de que los dos pensábamos lo mismo, nos apasionaban las mismas cosas o respirábamos el mismo aire.
Nunca supe su nombre. “¿Quién eres?”, le pregunté el día que lo llevé a mi apartamento. “Somos lo que la gente cree”, contestó. Era una tarde especialmente luminosa, con un cielo en diferentes tonos de azul cuando me acompañó a mi casa alquilada. Mi amiga prácticamente se había instalado en la misma habitación de hotel que un italiano empalagoso que había conocido en la playa, aunque según ella era dulce y romántico, sin dejar pasar por alto que dirigía importantes negocios en Roma.
Cuando le propuse que viniera conmigo, aquel hombre extraño de pelo rojo aceptó con una naturalidad inquietante. “No podía ser de otro modo”, me dijo.
En el apartamento, frente al mar, cuando ya comenzaba a oscurecer, dibujó mi cuerpo desnudo sobre una sábana blanca que encontró en un cajón, deteniéndose en cada curva, en cada recoveco, trazaba con una delicadeza infinita las líneas más privadas, después dio color a aquella imagen, utilizaba como pinceles sus propias manos, deslizaba los dedos por encima de aquel cuerpo inmortalizado en una tela. Más tarde nos amamos. La luna entraba por el balcón abierto sin permiso, plena e inconmensurable, posaba su blancor único sobre la espalda del pintor. Aquel hombre extraño de pelo rojo envuelto en luz parecía un ser de otro mundo, que me amaba de una forma desconocida hasta hacerme sentir la mujer más feliz de la tierra. Después de inundarme de placer nos fundimos en un abrazo silencioso y así, anudados, como los cordones de los zapatos, amaneció. Fue la última vez que lo vi.
Me quedaban tres días de vacaciones en el pueblo pesquero y cada tarde aparecí por el espigón, por aquel espacio que ya consideraba nuestro, inundado en aquellos días de su ausencia. Nadie supo decirme nada de su marcha porque nadie supo nunca que existió.
Fue un par de meses más tarde, de nuevo en Valencia, mientras ayudaba a un amigo a decorar su casa recién comprada cuando volví a ver su imagen. Me encontraba colocando libros en una estantería. Pablo, mi amigo, era un apasionado de la pintura, sin embargo nunca le hable de él. Tenía una bonita colección de genios del impresionismo. Coloqué con exquisito cuidado cada uno de los tomos que la componían. Y de momento…
—¡Es él! ¡Es él! —dije con una excitación que no pude contener.
—¿Que es quién? —preguntó Pablo.
—¡El pintor que conocí este verano! Mira, se me va a salir el corazón del pecho —añadí con la respiración agitada.
—Pero ¿estás loca? Ese es Van Gogh, Vincent Van Gogh —dijo mientras pasaba las páginas de aquel tomo de cubiertas amarillas y me mostraba infinidad de autorretratos suyos—. Y además murió hace más de cien años.
—Te juro por Dios que es él —añadí rotunda, a pesar de mi agnosticismo.
—¿Le faltaba una oreja? —preguntó burlón.
—Pero ¡no seas ridículo! ¿Cómo le va a faltar una oreja?
—No te digo nada descabellado, Vincent se cortó una oreja…
—Muy gracioso, pues no, todavía la tenía.
Pablo comenzó a bromear sobre el extraño personaje, del que me vi obligada a darle algún detalle, hacía todo tipo de conjeturas, con más guasa que formalidad, sobre una posible reencarnación del pintor holandés o sobre la idea de que se tratara de un simple locatis que quisiera imitarle. Yo miraba los autorretratos de aquel libro y en cada uno de ellos veía al hombre extraño de pelo rojo que me amó intensamente bajo la brillante luz de una luna de agosto. Recordé sus palabras: “Somos lo que la gente cree”. Y yo estaba convencida de que era él. Mi entendimiento no alcanzaba a comprender cómo podía haber ocurrido algo así, pero lo creía firmemente, y tenía suficientes razones para asegurar que no se trataba del simple sueño de una noche de verano.
Sin que Pablo se diera cuenta me acaricié el vientre y pensé en el pequeño ser iluminado de pelo rojo que dentro de mi oscuridad pintaba estrellas y que siete meses más tarde las mostraría a todo aquel que estuviera dispuesto a creerle.
Muy bueno, felicidades. Suerte.
El cuento es muy bonito, pero el título ya adelanta que alguien se va a quedar embarazada, así que el final es previsible. Lo de Van Gogh si ha sido sorprendente, una salida que no esperaba. Me han chirriado algunas frases excesivamente trascendentales. Lo que más me ha gustado ha sido la manera en que describes el magnetismo entre el pintor y la chica, y como cuentas que el pintor no se envanece de ello; detalles psicológicos de este tipo son los que más me gusta encontrarme en los cuentos.
Enhorabuena y suerte.
El cuento es muy elegante, cargado de lirismo. No deja de ser una historia de amor pero con ingredientes atractivos. El hecho de que el título sea revelador, como dice Auster, no creo que le quite importancia, porque considero que la esencia de este cuento no es el embarazo sino la capacidad narrativa. El final, si no sorprende, es, cuanto menos, muy hermoso.
El cuento es normalucho, aunque esté bien escrito en general. La mezcla entre la realidad y el sueño está «de moda» desde el siglo XVI…
Gracias a todos por leerlo y por expresar vuestra opinión.
Hermoso cuento, desde las primeras líneas me patreció lleno de hermosos colores, como la pintura de Van gogh, al que me imaginé desde que describes el color de su pelo. te felicito
‘… una mochila vieja y sucia colgada de su hombro y una mirada nueva y limpia colgada de su rostro’. Preciosa metáfora que invita a colarse en los cuadros del protagonista y observarlo desde el lienzo. Bellamente descrita la fascinación por lo desconocido, la sensación de deslizarse por el filo de la magia. Enhorabuena y suerte.
Me ha parecido un bello relato, excelentes descripciones y estupenda redacción. Te deseo mucha suerte, mi voto ya lo tienes.