Era una noche de Abril tibia y serena. Las estrellas refulgían tamizando la bóveda celeste y una tímida luna creciente comenzaba a aparecer sobre uno de los tejados.
En la angosta calle resonaba el eco de mis tacones; llevaba algo más de diez minutos paseando delante de la puerta del teatro. Mi ancestral manía con la puntualidad iba en contrapunto con la falta de ella en mis dos amigas.
Rosa era algo mayor que yo. Poseía un temperamento flemático que la hacía mantenerse serena y dueña de sí misma en las peores circunstancias de la vida. Con el paso de los años su cuerpo se había redondeado de forma considerable. Yo tenía dudas de si este hecho se debía a su carácter o por el contrario era su peso el que influía en su filosofía de la vida.
Su hermana Cristina tenía mi edad. Era delgada, pesimista y nerviosa hasta rozar la neurosis. En lo único que se asemejaban las dos era en su avanzada soltería. Ambas habían sobrepasado ampliamente la edad en la cual los hombres giraban las cabezas para contemplar sus espléndidas figuras.
A punto de dar comienzo la función llegaron las dos hermanas desgranando las disculpas prendidas en sus labios durante el trayecto y cargándose una a la otra el origen del retraso. Rosa, para zanjar el tema, me preguntó por mi marido; le contesté que lo había dejado aletargado en el sofá con una cerveza en la mano esperando que comenzara el partido.
Apagamos los móviles y nos acomodamos en nuestros asientos; bueno, este verbo era una utopía porque las butacas de madera eran bajas y estrechas; tenían la roja tapicería descolorida y manida. Pero estas pequeñas incomodidades se evaporaron al admirar el conjunto del teatro: Su construcción dataría de principios del siglo XX; era una joya arquitectónica. El patio de butacas, un coqueto semicírculo, estaba rodeado por tres pisos de palcos con barandillas de fundición decoradas en plata que semejaban un laborioso encaje; de la colorista cúpula central pintada al fresco colgaban cinco soberbias lámparas repletas de cristales tallados en todas las formas posibles e imaginables; la transparencia de la mayoría reflejaba el color ámbar de la minoría.
Dio comienzo la representación. Era una comedia sentimental con dos personajes centrales, un chico y una chica que unas veces se amaban y otras se odiaban. El dialogo era chispeante y la interpretación moderadamente aceptable. Algo avanzada la obra apareció en escena un hombre de edad discutible; era guapo, alto, fuerte y con una extraordinaria voz varonil. Vestía un impecable traje color beige con camisa de rayas y corbata morada. Se movía por el escenario dando grandes pasos y su cuerpo actuaba acompañando al torrente de voz que emitía su garganta. Él sólo llenaba el escenario; los otros actores habían quedado relegados a un segundo plano. Interpretaba al personaje con un dominio total, con una seguridad arrolladora, dándole una autenticidad que satisfacía a todo el público. Su desbordante energía nos atrapaba y envolvía igual que si se hubiese desatado una tormenta y un rayo recorriese el teatro.
Yo no podía apartar mis ojos de él; mis oídos sólo escuchaban su dialogo. Cuando callaba, mis pensamientos se concentraban en su cuerpo. Admiraba su abundante cabello negro peinado con gomina, me extasiaban sus ojos marrones desbordantes de picardía y astucia a la vez.
En el entreacto transmití a mis amigas mi enorme entusiasmo. Ellas coincidían conmigo y lo encontraban absolutamente irresistible. Rosa llegó a decir: “Que mala estrella la mía que moriré sin haber probado a un tío así de bueno”. Cristina emitió una risa burlona a la vez que sentenciaba: “Seguro que tendrá decenas de mujeres bonitas siguiéndole los pasos”. Si, -continué yo- probablemente alguna chica lo espere a la salida al volante de un mercedes y vayan a cenar a un lujoso hotel.
El segundo acto pasó como en un agradable sueño. Para mí no existían otros personajes; perdí el hilo del argumento. Mi corazón languidecía cuando él desaparecía de la escena y latía desaforado en el momento en que volvía a aparecer. No podía evitar compararlo con mi marido; un abismo considerable existía entre ambos: como la fuerza de un huracán y la suave brisa de una noche de verano, como el oleaje de un mar enarbolado y el fluir de un manso río, como el crepitar de un fuego incontrolable y la tenue llama de una vela.
Las tres aplaudimos a rabiar y gritamos unos “bravos” tan sonoros que algunas personas nos miraban descaradamente. A la salida en la estrecha acera nos detuvimos unos minutos conversando. Mis amigas estaban contagiadas de mi euforia. Nos preguntábamos de que ciudad sería aquél portento; el nombre no nos sonaba en absoluto sin embargo no cabía duda de que era un actor con tablas.
Cruzó a nuestro lado y las tres sorprendidas nos miramos a la vez que decíamos: ¡Es él! Igual que marionetas movidas por hilos invisibles comenzamos a caminar tras sus pasos. Vi su cara un momento, había sufrido un gran cambio: los músculos ya relajados ofrecían a su rostro un aspecto de cansancio e indiferencia. Al traje beige lo había sustituido una anticuada cazadora de paño gris claro y unos pantalones sin raya gris marengo. Unos cuantos metros más delante, en la misma calle, entró en un local. Nos paramos para escudriñar el interior; era un bar modesto, pequeño y saturado de humo. Lo vimos acercarse a una maquina tragaperras con una copa en la mano.
Desconcertada por aquella situación fuera de lugar en todas mis apreciaciones, sugerí a mis amigas que quizás estuviera esperando a alguien. Rosa, con su ironía habitual, inquirió: ¿a quién, a la joven del mercedes para ir a cenar al Ritz? “Puede que se haya retrasado”. -argumentó ingenuamente Cristina-
Nos mantuvimos allí quietas; observando tras las rendijas de la persiana parecíamos colegialas intentando descubrir un secreto inconfesable.
Aquél hombre que minutos antes era un “Divo” de la escena, un afortunado galán, un actor envidiado y deseable, se había convertido en un ser mediocre, que consumía copa tras copa y no paraba de echar monedas a una endiablada máquina que no quería responder con un premio a su insistencia. Lo vimos varias veces de cambiar billetes en la barra para recibir miserables euros que desaparecían por las sedientas ranuras y que él introducía con una enorme ansiedad. Tenía el semblante desencajado; sus antes maravillosos ojos se habían tornado saltones, como los de una rana; la boca con un rictus escalofriante recordaba a Otelo en sus escenas más despiadadas. Su mundo se había centrado en la máquina, bebía sin mirar el contenido, estaba hipnotizado por el sonido y los brillantes colores que golpeaban sistemáticamente su retina.
Rosa auguró que esa noche se le iría el sueldo en el juego. Yo le pregunté: ¿esta noche sólo? Miramos los relojes y a juzgar por el tiempo transcurrido pensamos que, a ese hombre nadie lo esperaba. No daba la impresión de que en sus planes inmediatos estuviera el salir del local; tampoco el irrespirable ambiente colmado de humo parecía afectarle.
Estaría allí mientras le quedase una moneda en el bolsillo y después se iría a dormir acompañado únicamente por una abrumadora soledad.
Me despedí de mis amigas y comprobé que aún no había encendido el móvil. El partido de fútbol ya habría acabado y mi marido estaría esperándome.
Gracias Hóskar Wild, por tu felicitación. !Eres Único! Me ha hecho mucha ilusión quedar finalista.