113-Hoy he cantado. Por Marpesia

La tristeza es una solterona insoportable que monta tiendas de campaña en nuestro techo, sin embargo hoy he cantado.

 

A los tristes les digo que comprendo el insomnio azul que los acecha  cuando la vida parece irse por un tubo y todos duermen, el silencio se les pega a las espaldas y los embauca y los pica como un insecto enloquecido.

 

Los tristes son como guerreros que no aguardan la muerte ni se entregan sin ropas

al invierno, hacen sus mortajas con la mugre de la vida y apoyan la cabeza y su cansancio en las suaves caderas de una madre viva o muerta. Será por eso, mamá, que siempre te hablo desde la misma raíz del pensamiento, timón del barco que aprendí a tomar con Lucía, ¿la recuerdas?

 

Ella era sordomuda, mi mejor amiga de la infancia y me enseñó el milagro de jugar

sin la palabra. No hacen falta los discursos para hacer una luna con compás o inventar pies a las nubes. Sus ojos guardaban una virgen de café, había algo sagrado en tu mirada, tal vez era la magia de tener que imaginarlo todo, nunca supo cómo cantaba el gallo ni lo dulce que podía ser su nombre pronunciado por su

 

madre. Sin embargo las canicas eran soles en sus manos, madrigales su sonrisa, toga de ángeles su falda. Era extraño pero bello entendernos por señales.

 

A veces creo que todo es mejor cuando hay silencio y sabe a lluvia de néctar la  plegaria.

 

Sólo sé que hoy -con el candor del andar de una gacela- el fantasma de esas horas va escapando de una vieja foto blanco y negro. Echo de menos esos años, puede escucharse el aire cuando nos pilla la nostalgia y el espejo nos atraviesa  el corazón a golpes. Tengo frío hasta en los pies, madre.

 

Te recuerdo envolviéndolos en manta, no me gustaba esa costumbre, qué ironía.

 

Hoy mi pensamiento va hasta tus cuidados para caer en ese cubrecama desteñido que ponías en mis piernas, al otro lado de la soledad y la desdicha. Tus manos sabían luchar contra la muerte porque no la conocían, nunca tuviste el alma en partes como yo. Y ahora, en lo profundo de mi carne, siento frío de tus brazos y tu

amor, pero he cantado esta mañana. Solías plantar rosas en días fríos, el silencio de la tierra te ayudaba a respirar, de modo que tu cuerpo era una llama  –pena adentro- que ardía al lento son de la paciencia. Y mi padre, ¡ah, mi padre! siempre desafiando a la muerte con el vino, hasta que la casa quedó roja como sangre inexplicable de cordero. Yo quería perderme en el paraguas cuando la lluvia se grababa en los cristales y sin embargo ese era mi lugar como guardiana del reloj, que no paraba de jadear.

 

Ay, que hasta Dios era lampiño por entonces, y nosotros sin saberlo.

 

“Llovía de mí a la gente, pero la gente no se mojaba” dijo el poeta Alex Piperno.

 

Lejos, muy lejos iba el alba. Una noche te pedí que me ayudaras a no seguir pescando sombras y citaste un verso de Machado: “Señor, ya estamos solos, mi corazón y el mar”.

 

Pudiera ser  que mi carne fuera triste como ojos que interrogan al olvido, no lo sé, pero el tiempo ametrallaba, y parece que tenía mis huesos como blanco. ¿Será por eso que a veces la luna duele tanto?

 

Se supone que el ayer está de paso, pero sigue vivo en la memoria.

 

La abuela quiso que fuera a un colegio privado, “Para que la nena nunca tenga piojos” decía, mientras amasaba mil fideos como si buscara tapar con esa harina su niñez de miseria allá en Italia, pero la nona era una ilusa. La infancia no se arranca del pecho como una hierba mala, ni te salvas de los piojos por una escuela u otra.

 

Lo digo porque muchas veces sentí arder por dentro la piojera de la soledad.

 

Después de muchos años llegó el Eduardo. Ah, su mirada. Fue verla tan azul y comprender que no puede ofrecerse el alma todo el tiempo a las tormentas pues la vida es lo más bello, por eso siempre lucha como un niño cuando debe forcejear contra la muerte. No se puede agonizar como un vegetal bajo la arena, hay que renacer, amar, pactar constantemente con los sueños.

 

Llegué a España con la mirada grande, mamá. No había tiempo de girar atrás, era tarde para perder la dicha que nunca había tenido pero temprano aún para melancolías. Traía la vida agolpada en la garganta, la vida se paga cada tarde cuando las puertas se cierran y el silencio es una coz bajo la ropa.

 

Llegué a España, decía, dolida como un ciego ante el espejo, y el esqueleto ardiendo en la maleta. Ni río ni lloro cuando pienso que todo pasa en horas, nomás.

Horas. Todavía no conozco otra manera de medir el tiempo, ese dios poco amigable

que adora hurgar en la memoria de la gente.

Aeropuerto de Barajas, Madrid. El mar empezó a desmoronarse, atrás quedó mi casa, el mar fue ayer en un abrir y cerrar de ojos. El me esperaba con flores.

 

Me quedé sin nada – pensé- pero este hombre lleva sin querer, el sol dormido entre sus brazos. El amor. Viento divino que jamás deserta, acto vital que nunca pierde el rumbo, acaso se ilumina con un beso y no puede ser colgado en una marquesina de palabras, tras la bruma misteriosa del lenguaje. Y ahí está él, con su porción del mundo bajo el brazo. Su corazón sin envoltorio y su hermosura, pareciera que Eduardo siempre está estrenando alma. Un hombre que jamás cerró la piel a su destino ni llevó las manos a su espalda. Tiene torso de ciprés y un delta de milagros en el vientre.

 

Yo creía que la felicidad sólo eran pasos cortos bajo alguna luna suelta por ahí, un jilguerito que no sabe bien dónde cantar, tal vez una utopía. Pero hoy pienso, por este dulce temblor que siento muy adentro, que tú fuiste un milagro que me enseñó a domar heridas y a entender que somos nada si la sangre no avista el horizonte, el rostro proa al sol, las piernas altas, tan altas que si posara mis pies en los hombros del Eduardo podría llegar hasta las nubes y jugar con ellas al cometa.

Todo es tan efímero, madre. El tiempo  es una procesión, pero la juventud no sabe de presagios, ni de advientos que nunca volverán, por ello es importante aprender la voluntad de soñar, navegando por la alcoba, ganando en esperanza los momentos. La fe es como la paz, no debería irse jamás.

 

El mundo sigue y lo que más nos duele es el tiempo crepitando como cartón en llamas, sin saber por qué ni cuándo.

Si supieras, madre, andaba ya por los cuarenta años y tenía  dolor en las entrañas, pero al final se fue la niebla, nada más importa.

 

Tú también te entregaste en alma y sabías que a veces, los demás no tienen idea de tu isla. Ya sé que hay gente que dice que al final nacemos solos, sin dios, sin la palabra, sin nada. Pero olvidan hundir los pies en el crepúsculo y sentirlo como mies en los talones. De ti llevo la cualidad del solitario que remolca su yunque de recuerdos, como carga el vagabundo sus estrellas en un saco. Por eso quiero que el tiempo todavía no se me haga páramo en la boca ni se prendan de mi alma más ausencias, seguir cayendo en un soñar a puro fuego cada noche.

 

Estoy dispuesta a pedir prórroga a la muerte si es preciso, madre. Será por eso que he cantado, como dice la alondra sus luceros.

 

Siempre he puesto mis ojos en los pájaros, porque quisiera ser yo en ellos con mi nombre: un canto de alma ante el después de todo. A los quince años mi pasión era bailar en la azotea con los discos de Travolta.

“Los jóvenes tienen pajaritos en la cabeza”, decía mi padrino, y no estaba tan equivocado. Yo tenía un zorzal en la mollera, que nunca tropezaba, y eso que daba unos paseos enormes por mi cráneo, llevando campanitas en las alas.

 

Qué buena actriz es la vida, primero te llena la cabeza de pajaritos y un día, sin previo aviso, te los baja de un hondazo, pero hay que preparar el aliento para un beso y proyectarlo como la llama de un candil que no se extingue ni siquiera al aire libre. Quiero poner mi canto en tu recuerdo, solear en él, llover en él y poner a esa canción tus ojos, porque el destino se desata en mi torso cada día y esta voz crecida de ti he comprendido que estoy viva, y he cantado.

 

No se trata de cerrar la puerta a los dolores, sino de no poner en fuga las raíces a galope por el tiempo alzado. También quiero decirte que está todo en su lugar, que la sonrisa ha vuelto a amanecer mi rostro, y que aprendí a brillar como luciérnaga. 

Nacer, tarde o temprano es un pasaje a la orfandad pero ¿a dónde vas sin los recuerdos? 

Vamos, he dicho hoy por la tarde, tú puedes ser vendimia abriendo los brazos al mañana.

Hoy un pueblo de magnolias se me instaló en el cuerpo y he cantado.

Una mujer rubia paseaba por la calle y te vi en ella. Te vi. Traías una rapsodia  y margaritas en las manos, tus pasos se apretaban en la bella calidez  de un sol hecho de naranjas, el cielo se abrió como placenta azul y en tu mirada vestida de gorriones, he cantado.

 

Una vez le pregunté a una niña qué veía al mirar por la ventanay me dijo –Pájaros-

Pero si está lloviendo, pensé mientras dudaba si la lluvia era verdad o sólo estaba en mis retinas, y me puse a cavilar sobre los niños. La perfección de descreer nunca está en ellos. Déjame así, Dios mío, esa niña que nació en abril y deambulaba por el patio jugando a la princesa- un  villancico en Navidad cada diciembre- la vida haciendo travesuras en esos valles de tibia arroz con leche de la infancia.

 

Me trajiste al mundo a descubrir cuántas primaveras caben en las manos, cuántas aves inquietas en los ojos. Tal vez también se nace para saber cuánto peso puede soportar la cuerda que sostiene el alba.

 

No hay un país de maravillas como aquél cuento de Alicia y el conejo gris de traje, pero algo de ti iba al revés del mundo y lo he heredado, todo el tiempo soy la prueba de ello.

 

Lo bueno de la vida es que nadie puede robarte los caminos, sólo tengo este momento y el amor radiante como brisa nueva en lo hondo de mi corazón.

Te decía, madre, que hoy he cantado. Acaso el hombre canta para apagar la fragua del dolor desnudo, no lo sé, pero tengo, como tú,  el coraje de un lirio de agua que pasó muchas tormentas  y absorta en la luz, allá donde descansa el alma, en la quietud del aire, cuando el corazón se encuentra a solas y entiende muchas cosas, he cantado. Había tantas aves en el parque, me miré las manos y eran alas de batalla; ni siquiera me importó haber sido estéril, nada es en vano.

A espaldas del recuerdo de otros tiempos y con tu nombre por bandera,  he cantado, madre, hoy he cantado.

4 comentarios

  1. Imprescindible su lectura. Poético, lírico, repleto de frases bellas, de esas que arañan el alma. Felicidades y mucha suerte.

  2. Poético, lírico, pero no me pareció en ningún momento una narración. creo que estaría bien para un certámen poético. Con todo respeto para Marpesia

  3. Me ha llamado la atención ese «sin embargo, hoy he cantado». No sé si puede llamársele relato pero es un bonito texto. Saludos.

  4. Bonito vecina!

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