112-La taberna oscura. Por Alonso Quijano

Aquellos que escribimos e intentamos vivir del fruto de escribir siempre tenemos historias prohibidas que no podemos contar. Pero la tentación es más fuerte que la voluntad y terminamos redactando esos relatos que probablemente nunca se leerán. De hecho, en mi caso nadie debería hacerlo si quiero conservar el renombre y el poco prestigio que he logrado ganar en todos estos años.

Esta es una de esas anécdotas secretas que solo mi alma conoce. Es imposible que mi memoria la olvide aun después de tanto tiempo.

Recuerdo que dejamos atrás la costa Dálmata y recalamos cerca de Venecia. La flota cristiana se había dividido tras la batalla contra los turcos. Los heridos con más opciones de sobrevivir fuimos llevados rápidamente a un lugar donde abundaban los curanderos de confianza. En cuanto me repuse de la fatiga de la guerra y tuve unos días libres, antes de reincorporarme al servicio, salí a pasear a caballo para conocer las tierras que nos habían acogido.

Así llegué la primera tarde a una taberna emplazada en la espesura de un bosque. Como pude comprobar enseguida, en aquella posada no les gustaba la luz. A pesar de que el sol alumbraba todavía, la oscuridad dentro era casi absoluta, debido a las sólidas contraventanas de madera y a las gruesas cortinas.

Cuando acudió la posadera a atenderme, casi me asusté por el resplandor de la lámpara de aceite que advertí repentinamente a mi espalda.

-¿En qué puedo serviros? –preguntó la afable doncella, una mujer cuya mirada desprendía madurez, como si tuviera quince o veinte años más de lo que reflejaban su tersa piel y sus voluptuosos atributos femeninos, camuflados bajo ropas toscas y holgadas. Con el objeto de romper mi sorpresa mal disimulada, insistió-: ¿Buscáis habitación?

-Así es, señora. Un poco de descanso y algo de cena, si es posible.

La casera me acompañó hasta mis aposentos, me entregó la llave y me ofreció la posibilidad de cenar allí mismo si no me apetecía volver a bajar. Asentí encantado, pues estaba agotado. La lucha en el mar había hecho estragos en mi cuerpo y la recuperación se estaba gestando lentamente.

Esa noche, antes de conciliar el sueño, oí cómo llegaba otro caballero para hospedarse. Cuando me levanté al día siguiente y me vestí para bajar a tomar algo de comida, ya no quedaba rastro de él. Pero supuse que se había marchado temprano, horas antes, ya que me había despertado bien entrada la mañana, demasiado tarde para partir y reemprender el camino. De modo que decidí quedarme un día más a reposar. Como más tarde sabría, fue un grave error por mi parte. Jamás debí quedarme.

Debo suponer que la hermosura de mi anfitriona tuvo mucho peso en mi determinación, tan joven y febril como era entonces. Me apetecía contemplarla un poco más, en aquellas ocasiones efímeras en que nos cruzábamos en la escalera o coincidíamos en el salón junto al hogar. Me deleitaba con su visión armoniosa, al tiempo que me extrañaba no topar con otros huéspedes. Pero la contemplación de la señora me hacía ignorar cualquier atisbo de extravagancia, como si fuera normal y habitual. Nunca había conocido una mujer tan bella e intrigante.

Me parecía que, a pesar de la serenidad de su semblante, una ligera sonrisa asomaba a sus labios cada vez que nuestras miradas se encontraban. Así debió ser, a juzgar por lo que ocurrió después, tras saborear la cena.

Me entretuve leyendo alguno de los libros que portaba en los fardos que componían mi escaso equipaje y tomando notas de las ideas que acudían a mi mente. De esta forma, cuando crujió la cerradura de la puerta de mi habitación, acababa de acostarme y no estaba profundamente dormido como esperaba mi visitante.

Me puse alerta, pensando que algún bandido me acechaba para robar mis pobres pertenencias. De inmediato acaricié la empuñadura del estilete que guardaba por costumbre bajo la almohada. Enseguida intuí que la posadera tenía que ser cómplice del asaltante, pues yo había echado el cerrojo y este se había descorrido con suavidad debido al uso de una copia de la llave.

Ningún malhechor me habría susurrado al oído con tanta dulzura las palabras que escuché conmovido antes de que pudiera reaccionar.

-¿Duermes?

Reconocí la voz, aquel timbre dulce y cándido. Me volví simulando mayor asombro del que sentía. Estaba perplejo. La hermosa posadera se había sentado en mi lecho sin que apenas pudiera notarlo y no vestía más que un camisón abierto, por cuyo escote se entreveían sus turgentes pechos.

-¿Estoy soñando con ángeles? –exclamé fascinado.

-No exactamente –replicó ella, que ya hurgaba con una sonrisa divertida entre mis piernas, sin recato ni escrúpulo.

Cuando sus dedos se posaron sobre mi miembro viril, este ya había adquirido las propiedades de una recia vara. Me acarició con ternura, pero sus ojos brillaban salvajemente. Mientras trabajaba con mi órgano más vulnerable, traté de hacer mi parte y dejé caer desde sus hombros el camisón. Todo su torso quedó al descubierto. Su busto desnudo y perfecto se mostraba a mi capricho.

Ella también me descamisó, sin vacilación. Y yo no podía negarme a sus húmedos besos. Me había cautivado y era imposible que le diera importancia a otra cosa que no fueran sus muestras de deseo y cariño.

Justo en el momento en que acercó sus labios a mi hombro, supe que algo no iba bien en aquella alcoba. Algo se saltaba las reglas y pude intuirlo. Tal vez fue el hedor repentino de su aliento o la avidez desmesurada de sus movimientos.

Ciertamente, me costó mucho ahogar el alarido que quiso escapar de mi interior debido al dolor causado por el daño que me hizo.

Sus dientes se hundieron en mi carne bruscamente y succionaron la sangre con ansiedad. Aquella mujer extraordinaria era en realidad un engendro que saciaba su sed con la sangre de los inquilinos que alojaba, la misma sangre que la mantenía joven y viva.

No obstante, una sorpresa le esperaba aquella noche. Había encontrado un adversario de su talla, alguien que quizá incluso podía superarla. La maldita diablesa se apartó de mí con violencia, temblorosa y gimiente, con el pánico dibujado en el rostro. Sus colmillos, antes tan afilados como para clavarse hondamente en mi hombro, se derretían. Su piel se agrietaba y se desmenuzaba allí donde la sangre que había derramado le salpicaba, por el cuello y los senos. Escupía y vomitaba, maldiciéndome con la profundidad demoníaca de sus ojos. Pero mi sangre hervía en su garganta y la estaba destrozando por dentro.

Estaba desconcertada. Aunque parecía comprender con quién se enfrentaba, era evidente que nunca se había encontrado con nadie de mi naturaleza. Me observaba con una mezcolanza de odio y angustia, incrédula e incapaz de gritar. Solo emitía sonidos guturales, pues sus cuerdas vocales habían dejado de existir. La sangre de un Noctámbulo era como un ácido letal para los bebedores de sangre.

Al contrario que otras criaturas de la noche, los Noctámbulos no somos muy diferentes de los hombres comunes, pero el tiempo nos ha convertido en enemigos naturales de los chupadores de sangre. Se nos ha concedido un don, se nos ha dotado de tal forma que nuestra sangre reacciona con sus tejidos y los deteriora fugazmente. Es nuestra defensa contra sus ataques. Aun así, pasamos inadvertidos y solemos hacer las mismas cosas que la gente corriente. Nos ganamos la vida de igual manera, aunque poseemos una fortaleza especial y, por lo general, nos mantenemos con vida algunos años más. Gracias a ello, sobreviví a las heridas sufridas en la batalla. Además, los Noctámbulos apenas dormimos, porque no lo necesitamos y, por tanto, disfrutamos del día y de la noche por igual.

Un hombre normal hubiera sucumbido con aquella terrible mordedura. Pero un Noctámbulo podía sobrevivir a agresiones peores. Debía aprovechar el desconcierto de la mujer. Aún me estaba sobreponiendo del trance al que me había sometido y me apenaba enormemente tener que prescindir de su belleza, pero no podía poner en riesgo mi propia supervivencia.

Con el primer puñetazo aplasté su cara. Mi tremenda fuerza física venció su portentosa resistencia sobrenatural. Sentí cómo mis nudillos rompían sus huesos hasta deformar su rostro. Luego, mi otra mano atravesó su caja torácica, reblandecida por la acidez de mi sangre, hasta alcanzar su corazón, que dejó de latir inmediatamente. Sus ojos se tornaron blancos, vacíos. Dejó de respirar y su cabeza cayó inerte sobre mí.

Todo había acabado. La bruja que había puesto fin a la vida de tantos hombres en su taberna halló su destino final. La dejé caer al suelo. Me limpié las manos y me sequé el sudor con las sábanas.

Sin embargo, seguía oyendo un rumor, como el quejido de un animal malherido. No podía ser ella. ¿Acaso no había dejado de respirar?

En efecto, yacía inmóvil.

Pero la mitad posterior de su cuerpo empezó a estremecerse. Sus piernas se flexionaron hasta quedar de rodillas y se deslizaron arrastrando el peso muerto de la cabeza y los brazos. Cuando dobló la espalda para buscarme pude contemplar el ser más horrible que jamás había imaginado. Un ojo se abría en la región inferior de cada nalga y en el lugar donde una mujer debería tener sus partes íntimas se veían unas fauces descomunales, plagadas de dientes. ¡Era un monstruo siamés!

Aunque una de sus mitades había fallecido, la horrenda criatura se abalanzó sobre mí, tratando de arrancar de un mordisco mis partes pudendas, tal como era su propósito desde el principio. Hubiera conseguido castrarme de haber yacido con ella. Pude esquivarle, pero logró agarrarme el brazo izquierdo. La mandíbula se cerró sobre el antebrazo y me provocó el dolor más grande que nunca había sentido. Ni siquiera las heridas de Lepanto me habían hecho padecer tanto.

Tuve que recurrir a mi espada para librarme de aquella presa que atrapaba mi brazo y desgarraba los músculos al intentar devorarlo. A duras penas, desenfundé el arma, apliqué mi destreza en su manejo y la clavé en cada uno de los ojos de la bestia. Una vez cegada, fue más fácil deshacerse de ella. La ensarté con mi espada una y otra vez, ensordecido por sus fieros rugidos, hasta que cedió y me soltó el brazo. Por fin, murió.

A pesar de la prodigiosa facultad de regeneración de mi cuerpo, mi brazo empozoñado por su saliva quedó inútil e inservible. Al reencontrarme con los compañeros de mi Tercio y a mi regreso a España tuve que contar la falacia que luego narraría hasta la saciedad. Bajo esa invención oculté siempre la verdad de mi historia: el ataque de un sarraceno en Lepanto me había dejado casi manco.

Así me apodó con sarcasmo Lope de Vega, que tanto me ha vilipendiado por las diferencias entre nuestros talentos. La rivalidad entre Noctámbulos ha sido algo frecuente. Lope es, al fin y al cabo, otro como yo, de mi raza. ¿Cómo explicar si no que tenga tiempo suficiente para ser autor tan prolífico y escribir tantísimo a no ser porque lo hiciera también en las horas en que los demás duermen?

 

Miguel de Cervantes y Saavedra

22 días del mes de abril, año del Señor de 1616

4 comentarios

  1. Muy bueno. Bien llevado y muy ágil para leer.
    Saludos.

  2. No es posible que tu excelente narración tenga tan sólo un comentario y este mío. ¿qué pasa? será que no tienes un club de fans o una banda de cuates que te envíe sus comentarios y sus votos. ¿En dónde está el comentario de Hóskar?, me parecería muy importante.

  3. ¿No se llamaría la taberna ‘La teta enroscada’? ¿No sería la posadera una versión precursora de Salma Hayek sin serpiente? Y Cervantes ¿no tendría un cierto parecido a Clooney? Vampiros y noctámbulos hábilmente mezclados por el ingenio del autor. Mucha suerte.

  4. Un excelente trabajo, sinceramente me ha encantado, mi voto ya lo tienes. Mucha suerte.-

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