128-Amores. Por Dalle

¡Dios cómo la quería!; la quería tanto que por eso la maté; la prefería muerta que en manos de otro. Se le habían subido los zancajos a la cabeza desde que el tonto ese de Ricardo, el más zángano en no sé cuántos kilómetros a la redonda, le dijo que se presentara a las elecciones como concejala. Los que se cambian cada poco la chaqueta los votaron y salió elegida. Le hicieron ver que era alguien importante. ¡Qué contenta estaba la creída! Se le salían las alegrías por el cuerpo cuando entró en casa aquella noche, pero yo no la recibí con buenos humos, de eso se tuvo que dar cuenta. Desde entonces cambió, o a lo peor ya había empezado a cambiar antes, con los malos ejemplos que veía todos los días en la tontorrona esa de televisión, con tantos chismorreos de separaciones, de incitar a las mujeres a ser libres y a no atender al marido, tantas boberías y gansadas, cuanto más gansos más famosos se hacen, y la gente no se queda atrás al reírles las gracias que no tienen. Y las películas, por menos de nada las llenan de sangre; violencia y más violencia, sin ton ni son. Yo también maté, pero tenía un motivo muy grande, un sufrimiento enorme que me desasosegaba día y noche; pensar que  ella estaría divirtiéndose con otros, tan alegre, mientras yo me reconcomía y agriaba en casa, pensando todo el rato en su voz, en su cara, en su cuerpo…; no lo podía soportar; la quería tanto que no me quedaba otro remedio que matarla, porque, aunque no la hubiera matado y me hubiera matado a mí mismo, seguro que después de muerto continuaría sufriendo al sentirla en manos de otro; nunca tendría el llamado descanso eterno. Para quitarme de encima toda la desazón, aquel día la seguí hasta el banco donde se sentó. Estaría esperando al Ricardo u a otro amigo en el que hubiera puesto sus quereres; de mí los había quitado hasta desear la separación matrimonial; todo lo que prometió en la iglesia delante del cura y del mismo Dios cristiano el día en que nos casamos se lo llevó el viento más allá de las nubes. Cuando me vio con la escopeta, se asustó; normal, no tendría la conciencia tranquila del todo; veintisiete años juntos no se pueden echar así como así de dentro de uno, por más que por fuera pareciera feliz. La disparé enseguida, a bocajarro, porque deseaba que sufriera lo menos posible; la quería mucho. Nada más verla muerta, se me fue el desasosiego y me entregué a la Guardia Civil, porque un hombre tiene que ser consecuente con sus actos y pagar las culpas. A mí nunca me ha gustado esconderme; un hombre tiene que dar la cara siempre si quiere seguir siendo hombre. Cada día hay personas que matan y siguen teniendo la categoría de seres humanos: matan  los soldados, mata el general y le ponen medallas. El otro día echaron por televisión la zarracina que hicieron los vencedores (en Dresde, creo que dijeron); los machacaron con miles de bombas, y tan panchos iban los pilotos a por más, para matar y matar; serían unos mandados, pero prefiero arar las tierras hasta que me muera de agotamiento que hacer eso, y no digamos el que mandó tirar la bomba atómica, no sé si le darían una medalla a él y al piloto por haber dado en el blanco, en vez de pagar por ello. Yo sí quiero pagar por lo que he hecho, aunque sé que matar a otra persona, a una sola,  no tiene pago de rescate, ni con mi propia muerte pagaría, de eso no hay duda que valga, no hace falta que lo diga ninguna ley, es de naturaleza, se lleva dentro de uno desde que se nace; enseguida ven los niños que la gente que los rodea quieren que viva y quieren vivir ellos, y, si alguno de la familia muere, se ponen tristes y lloran. Ella también quería vivir, pero si vivía ella, no vivía yo, y yo sufría y ella no, y ella ya no sufre, aunque le hubiera gustado estar viva, eso sí, como a casi todo el mundo, porque, aunque hay mucha gente que soporta enfermedades humillantes, penas atroces, soledades o pérdidas de seres queridos, quieren seguir viviendo, eso se ve cada día; pocos son los que no quieren vivir más,  e incluso a éstos no los dejan morir ni que los ayudes a morir (los jueces te pueden meter en la cárcel), y no digamos la Iglesia, ésta sí que quiere que vivamos a toda costa, aunque padezcamos hasta la extenuación; como dicen que son intermediarios entre la divinidad (que, según ellos, quiere que suframos) y nosotros… Los intermediarios no son objeto de mi devoción. Nosotros hemos fundado una cooperativa y tratamos directamente con el cliente; ganamos mucho más, y los consumidores, también. Los políticos tampoco están por la labor de facilitar la muerte al que la pide, hasta en nuestra muerte se meten dentro de nuestras vidas. Ella también quiso ser política; la enredaron. La política la cambió, le hizo creerse  alguien importante y pensaría que yo, un labrador, era poca cosa para una política, un hombre demasiado tosco; aunque llegué a hacer el primer  curso del bachillerato, entraba en casa sudoroso, lleno de polvo y, a veces, de barro, y a las mujeres, el sudor y el polvo no les gustan nada; los aborrecen desde que nacen.

Yo le he pedido perdón por lo que le hice, porque sé que matar es un pecado grande. Estaba sana, quería vivir y ser concejala, no quería morir, y menos de esa forma, por eso mi culpa es enorme. Pero yo nunca le había puesto la mano encima, entonces no había motivo para no quererme si yo la quería, o para querer estar conmigo menos que con otros, por ejemplo con el Ricardo ese, un cantamañanas, con labia, eso sí; esa labia que yo no tengo la envolvió. A las mujeres les gusta hablar, y si hay alguien que les da cuerda, las enreda; se quedan embobadas viendo que algunos hombres saben expresar lo que hay que sentir, aunque no lo sientan o sientan menos que los que no sabemos expresarlo pero sí sentirlo. A mí no me gusta mucho hablar por hablar (aunque a veces hablar alivia, como me está aliviando el escribir esto en la cárcel), me  gusta más trabajar, pero eso está menos valorado que el que uno hable bien, por más que no pegue un palo al agua. Hoy en día, gente sana o con un dolorcillo  no quiere trabajar; en el pueblo los hay; como cobran casi lo mismo sin trabajar que trabajando…; bienestar social creo que lo llaman. A mí me gusta alimentarme con el sudor de mi frente, aunque ya siempre me dirán que soy un asesino, trabaje lo que trabaje, y a otro que no pegue ni golpe, pero que hable bien y sepa trapichear con el dinero público e incluso mandar matar sin ser notado le tendrán por honrado y simpático, y no digamos si encima es guapo. Y de unos cuantos años de cárcel no me libra nadie, pero los acepto porque los tengo merecidos. Merecería la pena de muerte por habérsela dado yo a otro ser humano, pero hoy en día la pena de muerte está mal vista, sobre todo por esos que llaman intelectuales, y por los que mandan, porque tienen que aparentar que están en contra, si no, la que se les cae encima. El pueblo seguro que la quiere, pero el pueblo cuenta poco en todas partes; entre unos cuantos deciden por todos, aunque si no mandara nadie, estaríamos peor, así que aviados estamos. Creo que  la Iglesia no ha visto la pena de muerte con tan malos ojos; siempre se ha prestado para dar la bendición y el perdón de Dios a los asesinos y condenados a muerte. No sé si será porque ella también ha llevado a unos cuantos a la hoguera, o por su manera de ser; generosa con los pecadores (incluso del quinto mandamiento); enseguida reconocen que la carne es flaca; tendrán experiencia; todo el día luchando (sobre todo contra el sexto) para no caer en la tentación… Dicen que los budistas se meten menos en las vidas de los demás. Depender de lo que diga un único Dios ata mucho; no hay discrepancia. Creen una cosa y no hay vuelta de hoja; si ayudan a morir a uno que lo desea, los obispos se suben  por las paredes; pienso que me comprenden y me perdonan más fácilmente a mí, que he matado a mi mujer, que a un médico que ayudara a una adolescente a abortar o a un anciano sufriente a que acabe sus días de dolor; al menos, que yo sepa, contra los de mi calaña no han salido a la calle. No será mala gente, pero están hechos de esa pasta especial, se mire por donde se mire. 

Hay gente aquí en la cárcel que ha matado a inocentes y no muestran arrepentimiento. Y hay otros que, además, piensan que el Dios en el que creen los va a premiar por haber matado. ¡Qué cerebros nos ha dado Dios! Yo también maté, pero siento un pesar muy grande dentro de mí y me acuerdo de ella cada poco aquí en la prisión; no se me quita de la mente ni de día ni de noche; la quería tanto…, y la sigo queriendo, por eso quiero penar por lo que hice. Sin embargo, lo volvería a hacer y me volvería a arrepentir, para qué andarse con mentiras. No tenía que ser así; hay que respetar la vida ajena, lo sé con la cabeza, pero el corazón me pierde.

La vida en la cárcel no es mucha vida; sin hacer nada todo el día. Nos podían mandar a plantar árboles o a limpiar montes o a hacer canales donde llueve mucho para llevar el agua a donde hay sequía, pero los políticos no están por la labor y se pasan la mayor parte del tiempo discutiendo bobadas, que si has dicho esto, que si tú has dicho más que esto. “Trasvasemos el río”, dicen unos. “De eso ni hablar”, contestan los otros. No sé si algún día se pondrán de acuerdo en algo importante. El  caso es que sin ellos todo iría más patas arriba; menuda nos la gastamos el llamado pueblo. “El agua es de todos”, vociferan los de una región. “El río es nuestro”, gritan los de otra. Seríamos capaces de matarnos a palos o a pedradas por un trozo de río. Yo no he nacido para esas contradicciones, sí para trabajar, el no poder hacerlo es mi mayor castigo; la vida no tiene sentido sin trabajo. Con la de labor que me está esperando…; el tractor parado, las tierras baldías, ¡dios!, y yo aquí encerrado por una bestialidad que cometí, porque matarla fue una brutalidad, cogí la escopeta como cuando voy de caza y la disparé como a un animal indefenso, pero la quería, vaya si la quería. Me podrían castigar a trabajar doce horas diarias; sería más productivo que estar todo el día sentado oyendo pasar los segundos. ¿Tendrá algún sentido seguir viviendo sin ella? Quedan las tierras. Sí, las tierras también atan, y este año se quedarán en barbecho, eso me duele mucho. Menos mal que ellas me son fieles y esperarán hasta que salga para abrirlas con el arado. Ellas no me mirarán mal ni me acusarán de ser un asesino; los hombres y mujeres del pueblo, sí. Como sé que tienen razón, cuando salga de aquí, no hablaré con nadie, sólo con las tierras, el tractor, y con ella, porque hasta que me muera le seré fiel y la seguiré queriendo. El quererla con toda mi alma fue la causa de su desgracia, y de la mía. La quería tanto…

 

 

5 comentarios

  1. Eso de que se le hubieran subido los talones de los pies a la cabeza (zancajos) al personaje es un rizo de circo verdaderamente novedoso… Y no hay nada más expresivo que eso de que «se le salían las alegrías por el cuerpo…» . Evidentemente, no he seguido leyendo.
    Suerte.

  2. Muchas gracias, don Evidentemente, eminente crítico de las letras hispanas, pábilo o pabilo que alumbra a los extraviados en las oscuras noches de viento y lluvia y nos guía a buen puerto, por haberte dignado llegar leyendo hasta que se le salían las alegrías por el cuerpo. Muchas gracias por ese esfuerzo. Estoy seguro de que muchos otros no han conseguido llegar tan lejos.
    Un cordial saludo

  3. Gracias, Dalle, por comparir este relato con todos los que no pertenecemos a la escuela cínica de Antístenes. Este filósofo griego predicaba la simplicidad, pero creo que no hasta este punto.El alumno supera al maestro en simpl..eza.

  4. Dalle: tu cuento o narrativa me parece excesivo, creo que si lo hubieras acortado un poco sin entrar en tantas reflexiones tu tabajo hubiera resultado más interesante. Sin embargo yo no lo descalifico, si está con los de los demás, debe ser por algo.

  5. Me parece muy acertado tu comentario, Encadenados. Gracias.

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