127- Chantaje. Por Viktor Merlin

Ella le ayudó a sentarse, la brisa del mar le había revuelto el pelo. Le miró a  los ojos un instante, pero solo vio sus gafas negras, opacas, como el rastro de un incendio. Un hombre que ya no puede ver, es un hombre doblemente valiente.

El le pidió que le describiese como estaba el mar, quería saber si estaba como lo recordaba.

Se cogieron la mano y se besaron. Ela comenzó a hablarle y sus cuerpos se difuminaron entre el gentío y la espuma.

 

Después de la última frase, el escritor estiró las piernas y lanzó un suspiro. Tres años había tardado en escribirla. En acabar su primera novela. El escritor miró por la ventana y vio el mar, como cada mañana. El horizonte parecía que lo hubiesen marcado con un lápiz de carbón.

Pasaron dos meses en los que envió la novela a diferentes editoriales. Mientras, el escritor siguió trabajando de negro, escribiendo y corrigiendo historias de otros. Le salió alguna crítica de poesía, alguna obra de teatro y alguna otra cosa menor.

El escritor siempre había publicado bajo un pseudónimo, HANS VON CAPRA, lo eligió hace años, cuando después del accidente su vida dio un giro de ciento ochenta grados y decidió huir de todo y de todos.

Así pues desde hacía más de seis años apenas nadie sabía su nombre ni su dirección. No podía ser de otra forma, y no encontraba ningún motivo de peso para cambiarlo. Siempre lo había firmado todo con ese nombre, bajo esa identidad.

Casi nadie sabía su verdadero nombre, su contacto era su agente literario, este le hacía los pedidos y sugerencias, se comunicaban a través del correo electrónico y el teléfono, el cual no aparecía en ningún tipo de guía o listado telefónico.

Una mañana sonó el teléfono, una señorita le informaba de que el director de una editorial deseaba hablar con el.

Al otro lado un tipo que le pareció en ciertos momentos un poco estirado le comunicó que estaban interesados en publicarla, aunque tal vez ciertos retoques…quizá alguna omisión, ciertos cambios…

El escritor se adelantó a que pudiera acabar la frase, solo aceptaría la oferta bajo dos premisas, su interlocutor, al otro lado de la línea guardó un silencio denso, por un momento el escritor pensó en que estaba estirando demasiado la cuerda, aunque bien pensado, ante una oportunidad así, debía de jugar bien sus cartas.

Su novela se publicaría íntegra, sin ningún tipo de recorte. La segunda condición sería la de que no se revelaría la identidad de el autor, ni tan siquiera se publicaría una fotografía suya junto a la reseña en la parte trasera.

El director de la editorial le escuchó en silencio, Le dijo que lo pensaría y que antes de tres días obtendría una respuesta.

Al tercer día, casi a  la misma hora volvió a sonar el teléfono, la misma señorita le pasó con aquel hombre. Esta vez el tono era diferente, se notaba que quería ser más cordial, más cercano. Aceptaba el trato y sus condiciones. Cuando colgó el escritor miró por la ventana y a lo lejos vio un puntito blanco sobre el mar.

MEMORIAL AMERICANO que era el título de la novela, se publicó tres meses después. El escritor recibió un anticipo por lo que evitó los problemas económicos que comenzaban a acecharle. Después de comprar la casa, el dinero por la indemnización del seguro poco a poco, se había ido terminando. Al principio, la novela no tuvo demasiada repercusión, pero a los tres meses le comunicaron que dado que la primera edición se había vendido de forma íntegra, iban a lanzar una segunda, cuadruplicando el número de le primera.

Pronto comenzaron a interesarse por el autor, periódicos,  magazines. Llegó una tercera edición y una cuarta, así hasta seis. No es que la obra se convirtiera en un best seller, si no que desde hacía años una obra de un autor novel no había sorprendido tanto al mundo literario y no había levantado un aplauso tan unánime entre sus seguidores y sus detractores.

Dos veces llamó el director de la editorial para pedirle que concediera por lo menos una entrevista. El se negó.

Su obra se publicó en más idiomas y los pagos por comisiones y derechos no paraban de llegar a su cuenta.

Hacía semanas que había comenzado el borrador de su segunda novela.

Una mañana al llegar a casa, después de dar un paseo encontró una carta en su buzón.

Hacía mucho tiempo que no recibía ninguna.

 

Estimado escritor:

Mi nombre es HANS VON CAPRA, nacido el 19 de diciembre de 1962.

Desde hace tiempo, llevo viendo como mi nombre está en boca de todos. En los escaparates de la librerías, en las televisiones. Como usted, también soy escritor, pero yo desgraciadamente todavía no he tenido tanta suerte.

No me pregunte como he encontrado su dirección. Eso ahora poco importa, también tengo su número de teléfono  y lo llamaré próximamente. Usted se ha apropiado de mi nombre, lo único realmente propio que tengo y con ello se ha hecho rico y ha conseguido reconocimiento y notoriedad

Algo me debe usted en todo esto, píenselo.

Le propongo actuar en su lugar, o mejor representarle, como si de un teatro se tratase. Conceder entrevistas, asistir a cenas, presentaciones…

No tema, le conozco como si fuésemos la misma persona.

A cambio no le pediré ni un solo centavo de las novelas que vaya publicando. Con que me informe puntualmente de sus proyectos y el desarrollo de los mismos será suficiente.

De esta forma usted estará representado y yo recuperaré mi verdadera identidad.

Si no acepta, lo denunciaré ante las autoridades y divulgaré su verdadero nombre, además diré que fui yo quien escribió Memorial americano, tengo el primer borrador que llevó a la editorial y me lo sé todo como si yo lo hubiese escrito.

Píenselo, le llamaré en una semana.

 

Firmado H V C.

 

El escritor tuvo que agarrarse a la mesa. La leyó más veces intentando encontrar alguna grieta, alguna fisura que mostrase un punto débil. Pero no lo había, nada delataba al autor. La carta era hermética. Apenas dejaba escapatoria.

Pensó en llamar a la policía, avisar a la editorial, cambiar de casa, adquirir otra identidad….

Este último punto terminó por desconcertarlo del todo. No podía cambiar de identidad por que ya tenía dos, no necesitaba otra, o podría correr el riesgo de volverse loco.

Decidió dejar que pasasen los días. Una de esas dos noches soñó con su mujer y sus dos hijos pequeños, los veía alejarse por el vestíbulo de la estación central, vestidos como aquella mañana, horas antes del accidente.

El resto de la semana consiguió calmarse y ordenar sus pensamientos de una forma objetiva Aún así intentó poner distancia entre él mismo y todo aquello, pero una especie de interna metamorfosis se había ido adueñando de él. La idea ya no le parecía tan descabellada.

El lunes a mitad de tarde sonó el teléfono, el día estaba oscuro, se había acabado el disco de Bach. Estaba esperando la llamada. La casa estaba en silencio.

Quedaron en verse tres días más tarde, puesto que H V C, conocía la dirección de la casa quedaron en verse allí.

Llegó justo a la hora indicada, el escritor se había pasado el día nervioso recorriendo a grandes zancadas el salón acristalado. Al abrir la puerta, lo que vio era todo menos cualquier cosa que hubiera imaginado.

Ante él había un hombre que parecía tener más o menos su misma edad, su altura y su mismo peso. Lo que sobrecogió al escritor y le hizo sentir una convulsión por todo el cuerpo es que tenía su misma cara. Se miraron en silencio, apenas un minuto, pero al escritor le pareció una eternidad. Con la mano le indicó que pasaran al salón, lo más curioso es que el otro, el que decía llamarse H V C, no parecía sorprendido. Más que dos hombres, parecían dos animales en celo, se miraron, se midieron…Por último se sentaron.

El invitado mostró documentos que traía en una carpeta azul, su partida de nacimiento, la matrícula  en la universidad, su permiso de conducir, su seguro dental, su pasaporte…

Hans Von Capra, 42 años, hijo de emigrante alemán y una americana de New York. Hasta aquí todo podía ser meramente casual, paralelamente fortuito a su vida.

Pero el hombre que tenía enfrente era exactamente igual a el, su cabello, sus orejas, sus manos…y lo más inquietante es que él, el hombre que le había escrito la carta, llamado por teléfono y llegado a su casa aquella tarde parecía no darse cuenta de nada.

El visitante hablaba sin parar relatando capítulos de su juventud, de su barrio, de su frustrada profesión de escritor, su matrimonio.

Hasta le enseñó una foto con su mujer, una atractiva galerista de arte y sus dos hijos.

Aquello no podía ser cierto, no podía estar ocurriendo  realmente. Pero allí estaba aquel hombre que parecía cómodo mientras sonreía y hablaba sin parar. Miedo y angustia era lo que el escritor comenzaba a experimentar, lo que en un principio le había parecido una idea descabellada pero no exenta de cierto atractivo y excitante se estaba convirtiendo en una pesadilla.

Un último de talle le hizo estremecerse y cogerse al marco de la ventana, en la parte derecha del cuello, justo un poco debajo de la oreja, el hombre llevaba una tirita.

 

Se llevó la mano al cuello, una tirita de la misma forma y en el mismo sitio que la que se había puesto aquella mañana después de hacerse un pequeño corte al afeitarse.

El escritor salió del rincón y se aproximó al centro del salón, cerca de donde estaba el hombre. No podía dejar de mirarlo.

Nada, ninguna cosa en el mundo, podía ser más descabellado que lo que allí estaba pasando, por lo que le escritor le dijo casi a bocajarro: Desnudo, quiero verlo desnudo, es más quiero que nos desnudemos los dos. El visitante lo miró con cierta sorpresa, pero algo había cambiado, una sonrisa extraña aparecía dibujada en su boca.

Despacio con desconfianza en lo que hacían se fueron quitando la camisa, la corbata, los pantalones y los calcetines y por último la ropa interior.

El escritor miró al hombre que tenía al fondo de la sala y un bofetón de estupor le sacudió la cara, El abdomen, los hombros, el cuello, el tatuaje borroso en el brazo. Las piernas delgadas y las rodillas. El pene flácido. Todo era exactamente igual. Horrorosamente lo mismo.

Era como verse reflejado en el espejo de las infamias.

Todo menos la sonrisa burlona, que se hacía más grotesca. El escritor había permanecido a  una distancia prudente, junto a un mueble lleno de jarrones, cogió uno de los que más pesaban y en una carrera que apenas duró un segundo, llegó hasta el que parecía ser su imagen y le dio un golpe en la cabeza que el otro no pudo esquivar.

El hombre cayó de espaldas al suelo, tenía un fuerte golpe en la cabeza. No se movía. El escritor le cogió una muñeca y le tomó el puso. Estaba muerto.

El escritor permaneció unos minutos en el suelo, jadeante confundido, tirado junto a el cuerpo desnudo. No podía pensar, la cabeza le daba vueltas.

Fue al baño y se lavó la cara, se vio reflejado en el espejo y sintió pánico. Había matado a un hombre.

Volvió al salón y miró la escena, el hombre yacía en el suelo, como un animal abatido.

Miró la ropa del hombre muerto, sin pensarlo se la puso, cogió la carpeta de los documentos, la foto que había caído al suelo de su mujer sonriéndole y sus dos hijos.

Notó algo en el bolsillo de la chaqueta, las llaves del coche, se giró, ya dirigiéndose hacía la puerta y por un momento se vio en el espejo. Se sentía tranquilo y sonrió de la misma forma que alguien lo había hecho momentos antes.

2 comentarios

  1. Extraño cuento, aunque un tanto confuso, pero tal vez, viktor, esa era tu intención. Lo del espejo de las infamias me pareció un poco chirriante. de todos modos te felicito

  2. Sorprendente historia, bien hilada, imaginativa. Debe ser terrible encontrarse con uno mismo sin que haya un espejo entre ambos. Suerte.

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