¾ ¡Nena! Ven a darle dos besos a la tía Sagrario.
Detestaba que me llamaran nena como si todavía fuera una niña pequeña. Detestaba tener que saltar a tierra firme y dejar a Ismael habérselas solo con Moby Dick. Detestaba que mi madre decidiera por mí lo que yo debía hacer. ¿Os habéis fijado? ¡Dos besos! ¡Si hasta me controlaba el número, no fuera a dar de más o de menos!
Pero, sobre todo lo demás, detestaba a la tía Sagrario y su halo de perfume. Desde que me alcanzaba la memoria, la tía Sagrario nos había visitado tres veces. Yo la reconocía siempre, más que por su rostro insípido, por su pelo de maniquí, sus dilatadas orejas y su perfume invasivo.
A pesar de mi fastidio, doblé la esquina de la página, no tanto como punto de lectura como para ofrecer un asidero a Ismael, que en ese momento enarbolaba un arpón de tamaño considerable. No quería que se cayera por la borda mientras yo saludaba a la prima de mi abuela.
Contuve la respiración y besé el aire debajo de los pendientes de bola de la tía Sagrario. Procuré que sonaran mucho para que los oyera mi madre. Muac uno, muac dos, conté interiormente. Misión cumplida, capitán. ¿Permiso para volver a bordo? pedí a gritos en mi pensamiento mientras me daba aire con la mano abierta.
Pero mi madre me miraba ceñuda. ¡Jo! ¡Encima que me había aguantado las ganas de taparme la nariz! ¿Tenía yo la culpa de que el olor fuera mareante?
¾¿Qué le pasa, qué le pasa? ¾preguntaba la tía Sagrario ignorándome a mí y dirigiéndose a mi madre, como si yo fuera un animalillo o un extranjero con quien no compartiera el idioma.
¾El perfume, tía. No se moleste, ya sabe cómo son las chicas hoy en día…
¾¡Ah! ¿Qué te gusta el perfume? ¾la tía Sagrario nunca se enteraba de nada; me tomó por los hombros con cariño y me sonrió con toda su dentadura amarillenta. A falta de una respuesta mejor, sonreí también y parpadeé dos veces, como una niña buena.
¾Se llama Emir ¾me confió como si fuera un secreto mariano¾ y lo hacen con incienso traído de Oriente ¾en cada sílaba me golpeaba ligeramente el hombro. Oriente estaba bien cuando leía Las Mil y Una Noches. Pero ahora eran los mares del sur los que me interesaban. Como no me mostré todo lo impresionada que esperaba de mí, continuó:
¾Y tengo otro, que ese sí que es… Si vienes un día a casa te enseño el frasquito.
¾¿Por qué no, mejor, te lo pones? ¾calculé que peor que éste no podía ser, y traté de abrir una ventana a la esperanza de un cambio de efluvios en la tía Sagrario.
¾¡Nooooo! Es sólo para una ocasión especial. ¿Sabes cómo se llama? Tabú ¾bajó la voz aún más como si el propio nombre fuera también un tabú a evitar.
Después abrió su enorme bolso y rebuscó en el interior.
¾Mira. Te he traído una cajita de caramelos para ti y una bolsa para tus hermanos. Toma. Repártelos. No, no, no te vayas, luego se los das. Estos de café con leche para ellos, que se los tomen después de merendar. Y esta cajita tan linda… ¡mira!
Eran caramelos de violeta. Se me revolvió el estómago solo de pensarlo.
¾¿También tengo que tomarlos después de merendar? ¾pensé que la mejor solución era renunciar al bocadillo con la excusa de no tener hambre; pero la tía Sagrario era mucha tía Sagrario.
¾¡Nooo! Son para una ocasión especial. Guárdalos para el Domingo de Ramos.
Aquello sonaba lo bastante lejano para que no tuviera que acordarme de los dichosos caramelos. Además, la tía Sagrario no iba a estar el Domingo de Ramos para verme.
Bueno. Me había quedado sin caramelos. Casi mejor. Y para mis hermanos una bolsa entera. Pues, bueno, ¡que se fastidien también! Son de los blandorros, que producen tantísima saliva y tan difíciles de pelar que siempre terminas con el trocito de papel intruso nadando por la boca. ¡Y verán cuando los mastiquen y no puedan separar las muelas! Se van a enterar.
Luego, la tía Rosario me regaló un pañuelito con mis iniciales, que había bordado ella misma. Para cuando hiciera la Primera Comunión, dijo.
¾¡Uy, la Primera Comunión! Pero, tía, que la hice el año ante-ante-antepasado.
¾¿Pero cuántos años tienes, nena?
¾Casi catorce.
¾¡Qué mayor estás! Si yo creí que tenías ocho… Bueno, pues para cuando te cases.
Observé a la tía Sagrario. Los lóbulos de las orejas se habían agrandado con el paso del tiempo y tenían el tamaño exacto para albergar las semiesferas de sus pendientes de perla, a juego con el collar. Las mejillas flácidas, con un pegote de rouge a cada lado, se habían descolgado de su rostro, aburridas sin duda de esperar «una ocasión mejor» para ser besadas por un príncipe azul. Las cejas, sin pelo ya, eran una línea marrón oscuro pintada casi sin pulso. Iba repeinada de peluquería y su vestido, de puños abotonados, era exacto al que llevaba en todas las fotos que había por casa. Éramos su única familia. Mamá decía que cuando la tía Sagrario muriera todas sus joyas serían para mí.
Y a mí no me gustaba la tía Sagrario, pero deseaba que viviera eternamente para no tener que ponerme sus pendientes y que se me agrandaran las orejas como ella. Yo sólo quería un arete de oro a la derecha y un papagayo a la izquierda, posado en mi hombro, que repitiera todas mis frases. ¿Qué pensaría de mí, si no, el Capitán Ahab?
Cuando terminó la visita, Ismael dormía a bordo del Pequod; Mamá volvió a llamarme para que me despidiera, repitiendo la ceremonia de los besos. Con su mirada me dijo cómo no debía fruncir la nariz ni hacer aspavientos por el olor denso y envolvente de la tía. Mamá solía decirme que yo ya era una señorita y que debía aprender a saber estar y dejarme de chiquillerías.
Pero ocurrió algo violento, y esta vez, sí que no fue culpa mía.
Sentada en la butaquita de la sala, la tía se había hundido demasiado en el cojín para poder levantarse sin ayuda. Afianzó en el suelo los anchos tacones y extendió las manos arrugadas en busca de las nuestras. Asida a mí de la mejor manera que sus dedos artríticos lo permitieron, con un audaz golpe de cadera intentó levantarse… Su movimiento se quedó congelado a mitad del camino.
Un crujido destemplado de entraña oxidada nos dejó estupefactas a las tres.
El color huyó hasta del rubor postizo del rostro de la tía Sagrario. Yo tuve que morderme los labios para que no se me escapara la risa. Mamá no sabía adónde mirar ni, por primera vez en su vida, qué decir. Al fin, carraspeó y las tres continuamos como si nada hubiera ocurrido, aún algo torpes y confundidas. Fue algo doblemente insólito. Primero, por la edad de la tía Sagrario; y también por el indisimulable sonido que lo acompañó. Pero el hecho cierto fue que, debido sin duda al esfuerzo por levantarse, el himen se le desgarró de manera irreversible y definitiva, calculé que produciendo gran sentimiento de pérdida en la pobre tía Sagrario que lo había preservado durante más de setenta años a la espera de una mejor ocasión para estrenarlo.
Irónica y divertida. Gracias por no hacernos esperar hasta hacernos como la tía Sagrario para hacernos disfrutr con esta historia. Mucha suerte.
Una historia colorida que evoca nuestra memoria, casi en blanco y negro.
Suerte.
Tu cuento debía haberse titulado «reservada para una mejor ocasión». felicidades