Cabalguemos
A los caballos de mi vida
Todo empezó con un poni llamado «Estrella de Mar». Yo entonces tenía seis años y ya devoraba cualquier libro sobre caballos que se me pusiera al alcance de mis gafitas de miope. Pasé por una larga lista de aventuras equinas de todos los colores: desde Fury o The Black Beauty (negro) hasta los caballos lipizzanos de la Escuela Española de Equitación de Viena (blancos).
Pero también conocí a equinos de carne y hueso: arramplaba con el pan seco de mi casa y me iba al zoológico de Múnich donde mimaba a los ponis shetland y hasta hice amistad con unos curiosos retrocruces del caballo prehistórico de Przewalski. Centrada en el tema, en el colegio y en casa no pintaba nada que no fueran caballos y gastaba mucho papel desde unos caballos-conejo primerizos hasta acuarelas bien majas que regalaba a todo el mundo. No me perdía ningún campeonato de salto en la televisión y anotaba en libretas los resultados y hasta los pedigríes de los caballos. Para celebrar cualquier fiesta me llevaban al hipódromo de trotadores… ¡Lástima que en nuestro piso de tercera planta no cupiera nada más que mi pasión platónica y eso que pedía cada año un poni aunque fuese muy pequeño!
Cuando monté la primera vez de verdad ya tenía cuarenta tacos y disfruté brevemente en una escuela hípica de Churriana a lomos de una tal Española, una yegua alazana bastante alta y fuerte para aguantar mi peso. Lo que el animalito no aguantó fue el cosquilleo de la fusta con el que -a las órdenes de mi profesora- intenté animar su paso lento y algo perezoso para ponerla a trotar. Se lo tomó a mal y pasó al galope. Yo por inspiración divina tiré la fusta y «Espi» -para sus amigos- redujo velocidades. Sin embargo con aquellos tres minutos de sacudidas y resbalones en la silla de montar concluyó mi carrera de amazona…
Lo que siempre sentiré es fascinación por la belleza de los caballos, el tacto aterciopelado de sus labios, su olor a heno, su presencia de poder que se limita a fuerza sin maldad, y el espejo bondadoso de sus enormes ojos.
Dorotea Fulde Benke