¿Ahora España?
«Ahora, España», dice el PSOE. (¿Y antes, qué? ¿Y mañana?)
«España en marcha», anuncia Ciudadanos. (¿Hacia dónde? ¿Marchons, Macron?)
«España siempre», proclama Vox. (¿Siempre la misma, siempre igual?)
«¿Izquierda o derecha? España», descubre el PP. (¿Todos iguales?)
«Más país, más España», titubea Errejón. (¿Qué país, qué España? ¿Más de qué?)
«España plurinacional», pregona Pablo Iglesias. (¿Cuántas naciones, cuántas oligarquías?)
¿Pero qué meteorito ha cruzado el cielo, qué tormenta solar, qué cambio ha sufrido el eje de la Tierra para que, de pronto, la palabra maldita, la palabra borrada, excluida, aparezca en casi todos los eslóganes, carteles, reclamos políticos y en boca de los mismos que hasta hace un telediario la rehuían, negaban o denigraban por franquista? Basta comprobar este cambio repentino para desconfiar de tan exagerada exhibición patriótica. Aquí hay gato, rata o pollo encerrado. Huele a chamusquina, a cuerno quemado. Para quienes hemos defendido siempre la palabra España por ser el nombre propio más apropiado para referirnos a una realidad común (a todo aquello que nos ha unido desde siglos y nos sigue uniendo hoy) esta unanimidad nos pone sobre aviso, porque es imposible no ver en ello oportunismo, cinismo y manipulación descarada.
Porque, y esta es una primera evidencia, cuando unos y otros dicen «España» está claro que no sólo no quieren decir lo mismo, sino hasta lo contrario. Por ejemplo, si hasta ayer por la noche para Pedro Sánchez España era una «nación de naciones» (cuatro, dijo: País Vasco, Cataluña, Galicia y…¡España!, o como quisiera llamarse lo que quedare), ¿ahora qué es? ¿Y qué es España para Errejón y Pablo Iglesias, para Iceta y para Feijóo, para el asturianista Barbón, la eukalduna Chivite o la andalucista Teresa Rodríguez?
Pero lo peor es que esta España indefinida e indefinible del PSOE (¿recuerdan a Zapatero, y a Pedro Sánchez explicándonos qué es una nación?), no acaba de estar clara ni para el PP, que se ha dejado contaminar del nacionalforalismo vasco, el nacionalismo gallego y el autonomismo disgregador, todo lo cual indica que su idea de España es de papel y pandereta, incapaz de enfrentarse a la tendencia caciquil de las oligarquías locales, empezando por al separatismo, tal y como hizo Rajoy, al que Pablo Casado parece que quiere resucitar.
Este intento burdo de apropiarse de una palabra hasta ahora cargada de sentido (el de la igualdad, en todos los sentidos), puede pasar a convertirse en un significante vacío, una maniobra perversa de imprevisibles consecuencias. Sólo faltaba que nos quedáramos sin la palabra España por ser imposible ponernos de acuerdo en su significado y que acabara significando lo que a cada uno le diera la gana. Esa sí que sería una España vacía y vaciada.
Lo positivo es que esta pirueta propagandística nace de un hecho fundamental, que no es otro que el resurgir del sentimiento natural de pertenencia y supervivencia que el pueblo español (recuperemos la palabra en su pleno sentido democrático, histórico y político) ha empezado a manifestar y exhibir sin complejos, tal y como hizo hace dos años en Barcelona el 8 de octubre y que sacó a la luz una realidad oculta, pero no por ello inexistente. Es el miedo a que ese movimiento soterrado acabe desbaratando el actual equilibrio político, tan poco cimentado, lo que ha movido a quienes mueven los hilos de los partidos y orientan a sus líderes, a cambiar de estrategia y ponerles en la boca la palabra España, conocedores de la fuerza y la capacidad de arrastre electoral que este referente todavía encierra.
Algo hemos avanzado, sin duda, y ojalá logremos despojar del tufo franquista que los disgregadores de todo tipo (de separatistas a federalistas, de podemitas a nacionalistas) se han empeñado en arrojar sobre la palabra España, maniobra en la que hasta ahora han tenido mucho éxito. Frente al «Estado español», que todavía mantiene el PNV, o la «Puta Espanya» de los CDR de Puigdemont y Torra, bienvenida sea esta recuperación de la palabra España, aunque sea por puro cálculo electoral.
De nosotros, los votantes, depende el saber distinguir entre los oportunistas y manipuladores de turno, que hoy usan esta palabra para prostituirla y desvirtuarla mañana, de quienes respetan su valor y sentido, que no es otro que el de afianzar la unidad política, igualitaria, de derechos y obligaciones, entre todos los españoles. Llegar hasta las últimas consecuencias de esta simple afirmación es algo que ningún partido parece hoy estar dispuesto a asumir. Pero quién sabe. Algo, de momento, parece que ha cambiado.
Santiago Trancón