Angélica Liddell/ Atra Bilis, Liebestod.
LA BÚSQUEDA DE LA BELLEZA A TRAVÉS DEL DOLOR.
Juan Goytisolo, en su obra España y los españoles (editada por Lumen en el año 1969) cuando habla de Hermingway nos dice que para él la interpretación de las corridas de toros son un acto, fundamentalmente de orden religioso, cuando un hombre (el torero) se rebela contra la muerte, porque en ese acto asume el tributo divino de dispensarla, haciendo del torero un émulo de Dios. Y nos sigue apuntando que este matiz metafísico del matador de toros alude a su fundamento sexual. Un fundamento sexual que podríamos reinterpretar diciendo que el toreo es la danza entre el amor y la muerte. Quizá, por ello la actriz nos apunta en un momento dado que: «Lo único que nos libera de la muerte es desearla». Una exploración entre mística y estética que en el caso de la obra de Angélica Liddell, Liebestod, escarba en la búsqueda de la belleza a través del dolor; una indagación del dolor que implora llegar a ese punto de no retorno que es la muerte. Para ello, la dramaturga catalana se apoya en las verdades que en sí mismo posee el miedo como transfiguración del alma enjaulada. Una desazón, la del miedo, que la obliga a auto flagelarse cuando se hace cortes en las piernas y en las manos y tiñe un pañuelo blanco con su propia sangre. Una exaltación de la pureza que ella adorna como si se tratase de la ceremonia de la Santa Misa. Unas similitudes con el sacrificio que en dicha ceremonia se hacen del cuerpo y la sangre de Cristo que ella asume como propias cuando bebe vino y come pan sobre el escenario. Lo que de una forma intensa y directa no sitúa en ese misticismo sobre el que la Liddell, en cada obra nueva de teatro que representa, ahonda. Una ofrenda que la define como una mística más de la cultura española. Y que, en Liebestod, se reafirma con la vestimenta negra con la que se adorna y que la aproxima a una virgen enlutada y doliente. A esa viva imagen de la madre de Dios, Liddell le contrapone (para corroborar su idea de la muerte) la figura disecada de un grandioso toro negro con el que comparte escenario. Para todo ello, se apoya, una vez más, en las palabras Emil Cioran como si fueran parte de la Biblia,. Unas palabras a las que acompañan una majestuosa y estética puesta escena donde se mezclan los colores de la Fiesta (el rosa de las muletas, el marrón del albero, el tomo amarillo de la luz del sol) en una fusión de arte y estética inigualables, y que buscan, sin duda, la exaltación de una belleza pictórica que llegue al espectador sin intermediarios, como también sucede en los inmensos telones que se abren y cierran a lo largo de la representación y que cubren de tonalidades rosa toda la sala, o con el cráneo de Cioran, o con la asombrosa mirada de unos monos que nos observan perplejos ante nuestro silencio.
Liebestod, además, representa el camino cada vez más profundo que Angélica Liddell está recorriendo desde la fuerza de la palabra a la majestuosidad de los gestos y el perenne balbuceo de palabras inconexas que se convierten en meros sonidos que las desfiguran. De esa gestualidad es de la que se nutre la obra para refrendar su carácter de ofrenda y sacrificio, en donde lo que en verdad importa es la ceremonia en sí y su metafísica gestual, lo que la convierten en universal por su esencialidad. Como esencial es la reivindicación del sufrimiento y la exposición del mutilado en contraposición al toro como tótem o dios de un Olimpo entregado al sacrificio del cuerpo y sus cenizas. En esa mutación de imágenes y gestos Liddell aún tiene tiempo de rendir homenaje a Francis Bacon, de quien parte la frase «El olor a sangre no se me quita de los ojos» para mostrarnos la materialidad de la carne mediante dos grandes piezas de carne vacuna que se apoderan del escenario en forma de levitación, y sobre las que se acopla la dramaturga en una secuencia sorprendente y única, por lo novedosa que nos puede llegar a resultar por más veces que la hayamos contemplado fuera del contexto teatral. Esa necesidad de poner el punto de mira sobre la parte más incómoda de nuestro universo es uno de los elementos que nunca faltan en las obras de Liddell. Una necesidad que proyecta en sus largos monólogos, en los que primero carga contra ella misma y sus espectadores, y luego contra la sociedad, que en esta ocasión se centra en la educación laica de Francia exenta de un dios al que venerar.
Liebestod es una nueva propuesta escénica en la que Angélica Liddell vuelve a rodearse de sus vísceras para mostrarnos un universo duro y único. Un universo en el que no cabe sino las verdades del miedo, pues como muy bien nos dice en un momento de la representación: «¿Por qué no dices lo que de verdad piensas?». Y es en esa apelación a la verdad donde nos deja retratados al resto como meros representantes de la sociedad de la posverdad.
Ángel Silvelo Gabriel.
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