Arrendajos
«Sigo esperando reunir ánimos para escribirte una carta y no llegan, así que sólo te diré que estupendo recibir tu deliciosa carta, saber de tu cumpleaños feliz y de los pájaros, y (¡mierda!) de Nuevo México, suena fenomenal, en todo caso».
Bienvenida a casa. Lucia Berlin
La infancia se dividía entre sus extraordinarios ojos de color aguamarina y los míos de un corriente color pardo. Apostábamos sobre el tiempo que éramos capaces de mantenerlos abiertos sin parpadear. Los suyos, quebradizos frente al sol de agosto, se rendían al filo de la luz recién estrenada de la tarde y los míos, corrientes como la misma tarde, aguantaban hasta que por cansancio los cerraba. Nos tumbábamos de espaldas, sobre la hierba quemada de final de agosto y esperábamos, quietas, inmóviles, hasta que aparecía la estela de un avión y empezábamos a gritar, agitando los brazos como si de esa manera, los que andaban por allí arriba nos pudieran ver. Inventábamos historias que dependían del trazo que dejaban impreso en el cielo y nos revolvíamos sacudiendo el deseo que bullía por dentro de que, desde aquel enorme bulto de acero, cayera algo sorprendente y maravilloso. Inventábamos sobre cómo se sostenían en el aire, sobre como aterrizaban sobre el mar, mientras asegurábamos con rotundidad que los más grandes venían de América y otros, los más pequeños, venían de San Sebastián. Nunca habíamos montado en uno, ni siquiera lo habíamos visto de cerca, pero ahí estaban, cada tarde sobre las seis, cruzando el cielo para que nosotras pudiéramos gritarles, hasta casi desfallecer, para llamar su atención tan lejana, tan indiferente.
A la caída del sol, volvíamos a casa, afónicas, rendidas, y entrábamos a la casa descalzas, cruzando el patio casi a hurtadillas para escondernos de la abuela y sus pastillas de potasa contra la afonía.
Esta tarde, desde la ventana, he visto un avión. Ya no queda nada de todo aquello, ni la era, ni la higuera que marcaba el límite de nuestros veranos, ni las estelas en algodón. Entonces no sabíamos que las ventanas de los aviones estaban selladas, ni que los arrendajos no volverían jamás.
Anita Noire