Abismos
Se conocieron en un crucero para singles. Almas todas solitarias de pareja. Algunas por elección propia, otras por imposición. Algunas, felices de haberse sacudido de su vida, por fin, al capullo o a la insufrible de turno; otras, angustiadas por haber perdido el amor de su vida, dolidas por la traición de la infidelidad o el zarpazo de la muerte. Algunas, con la vida llena, bien estructurada, completada además con hijos o nietos, buen trabajo…, sin más aspiraciones que muchas ganas de divertirse y de conocer gente; otras, desencantadas de tantas decepciones, de trabajo precario en otro peor, pero con la esperanza de que su vida dé un vuelco y alguien las contrate reconociéndoles su valía y la fortuna les permita –al mismo tiempo– conocer, por fin, a su alma gemela. El crucero, como la vida misma, heterogéneo donde los haya.
A pesar de estar de vacaciones, ella buscaba refugio cada mañana, tras el abundante y variado desayuno en el buffet libre. Lo hallaba en un apartado lugar en una de las cubiertas. ¿Para qué? Para escribir algo en un cuaderno, como si tuviese la obligación de hacerlo, y meterle el ojo a un libro ¡de papel! Él la observaba a cierta distancia. Claro que había hablado con ella en varias ocasiones. Le gustó desde el primer momento que le dijo: «Hola, soy Mara». De eso se trataba en ese tipo de viajes: de hablar, de intercambiar impresiones, de ver si se encaja con los gustos o la personalidad de alguien y, desde luego, de olvidar redes sociales y nuevas tecnologías para entrar de lleno en el olvidado trato cuerpo a cuerpo. Pero lo cierto es que albergaba dudas de que ella lo recordara a él de la misma forma que le ocurría a él. Alguna vez, a la hora de comer, intentó sentarse junto a ella, pero había algo que lo detenía, se la veía con una clase de la que él se sabía carente, y se la escuchaba hablando con palabras que él deducía por el contexto pero de las que no sabía realmente su significado.
Una de las noches, en el estipulado «baile años 80», la fortuna quiso unirlos a través de sus disfraces. Él había elegido el de Tony Manero, protagonista de la película Fiebre de sábado noche; y ella, a su vez, llevaba justo el de su compañera de baile Stephanie Mangano. Ambos sonrieron al verse tan complementados y de inmediato hicieron pareja durante toda la noche. Él, ducho en academias de bailes de salón, y bastante más grandote que ella, la abrazaba, volteaba, la hacía girar en enredos de brazos impensables; y ella, sorprendida y envanecida, se dejaba llevar feliz. Como en las mejores películas, la noche terminó con una larga conversación sobre el tortuoso proceso de separación de ella, la confesión sobre su sensación de abandono, de desvalimiento, su deseo de volver a confiar en los hombres, en el amor… Y la confidencia de él sobre su dura infancia, huérfano de madre, la rudeza de su trabajo como agricultor desde los once años, la soledad de las noches en el campo, de su desconocimiento del amor… Y luego, como un largo puente que uniera un hipotético abismo que los separara, un apasionado beso a la puerta del camarote de ella.
Los días posteriores en el crucero fueron como un idílico viaje de novios. Se buscaban ilusionados entre el resto de personas que desaparecían por completo cuando ellos se juntaban. Excursiones juntos, cenas juntos, caricias, gestos de enamorados… Ella acariciaba los callos en las manos de él y pasaba el dorso de su mano por la tostada piel de su cara engrosada por los elementos y él la mimaba como a una flor de invernadero.
Podrían verse sin dificultad alguna. Sus residencias respectivas apenas distaban unos pocos kilómetros. Unas veces viajaría él; otras, ella. Se hicieron fotos, intercambiaron sus números telefónicos y proyectaron en unas horas toda una vida en común.
«No me estarás diciendo en serio que piensas salir con este tío, ¿verdad?» «¿No te va a dar vergüenza presentarlo al claustro de compañeros de universidad?», fue lo más suave que le estamparon algunas de sus amigas la tarde que se los presentó. Claro que ella podría haber dicho «sí» a la primera pregunta y «no» a la segunda. Pero las miradas de sus amigas iban destejiendo a una velocidad de vértigo todos los proyectos que habían hilado juntos en un crucero sin prejuicios.
«Hay barcos preparados que pueden cruzar casi cualquier océano, pero es peligroso intentar navegarlos con una colchoneta hinchable», fue lo que él se dijo cuando días después ella lo llamó para hablarle de abismos infranqueables.
Ana M.ª Tomás