El mar batiendo sus olas sobre la playa en un fondo de pantalla de una gran sala oscura. El eco de esas olas compartiendo espacio con un acordeón y una viola. Y apenas un silencio expectante que cae sobre un escenario de madera de tonos apagados como la atmósfera que se respira en el Centro Dramático Nacional (Teatro Valle-Inclán). Ese es el entorno que nos acoge nada más entrar y que se transfigura en el inmenso telón transparente de la tragedia griega que se nos anuncia, y que nos sitúa, en un lugar premeditadamente tenebroso, negro, solitario que, desde un principio, nos ofrece el mar como utopía… como sueño. El mar como partida y final de un anhelo cargado de un ciego egoísmo repleto de miedos y falsas esperanzas. Partir de la última esperanza de los sueños hacia el fin para erigirse en el protagonista de su propio holocausto, eso es lo que le sucede a Marta (Cayetana Guillén Cuervo), y a la sazón, protagonista de la obra de teatro. Porque nada en Camus es casual, y mucho menos en su teatro. El malentendido representa lo antedicho en su máxima expresión, como El extranjero o Los justos. Aquí no hay trampa ni cartón. Aquí asistimos a la gran tragedia del mundo, al ser humano frente a sí mismo; a ese tipo de sueños que nos llevarán hasta la barbarie. El sueño por encima de la especie; ese fatídico sueño al que la Europa de 1944 estaba de nuevo condenada.
El malentendido es algo más que una obra de teatro, a la que podríamos subtitular como de “Todo por un sueño”, porque una vez más, la voz del propio Camus es tan fuerte, que surge por encima de la tensión dramática que nos plantea, a la que asistimos en toda su magnitud al final de la obra, cuando en la voz de la protagonista, somos testigos de todas las obsesiones del mundo camusiano: la desesperanza, la falta de un dios, la soledad del ser humano… y todas ellas convergiendo en un teatro concebido más para ser leído que para ser representado, y cuya estructura de tragedia griega, nos remueve de nuestros asientos, pues no nos parece cierto aquello a lo que Camus nos invita, no sólo a ver, sino también a pensar. La reflexión en estado puro, lo que no le impidió mostrar sus diferencias con Sartre o con el comunismo. Camus, era, y es, con el paso del tiempo, un inconformista que busca la felicidad del hombre a través del pensamiento más estrictamente ético.
En esta ocasión, en El malentendido juega con la ceguera que nos lleva a la destrucción; una destrucción que no nos es ajena, pues toda hecatombe colectiva lleva consigo la propia, que no es otra, que la del propio ser humano. A poco que nos dejemos llevar por el planteamiento que nos ofrece Camus, no nos resultará difícil establecer el consiguiente paralelismo entre cada uno de los personajes y la situación en la que se encontraba la vieja Europa allá por 1944, perdida en la barbarie de reabrir las viejas heridas bajo la consigna de un falso dogma tutelado por entelequias imposibles. “Todo por un sueño” también podría ser el corolario de la animadversión del ser humano contra sí mismo. Ese concepto de sueño que tan bien se deja acompañar en las mejores manifestaciones del hombre, aquí se revuelve contra sí mismo, en un ejercicio de tour de force que no deja indemnes a ninguno de los protagonistas de esta oscura y triste historia.
En esta versión de Yolanda Pallín, bajo la dirección de Eduardo Vasco, nos encontramos con un escenario de grandes dimensiones dispuesto de forma rectangular que, si bien representa a la perfección la búsqueda de un poco de luz en la oscuridad, a través del movimiento que los personajes se autoimponen a lo largo del mismo, en ocasiones perjudica una adecuada audición de las voces de los actores, lo que influye en una pérdida de la intensidad que se nos trata de transmitir. Salvo ese detalle, todo encaja a la perfección en un espacio dispuesto al servicio de la obra que se representa y que se funde de una forma magistral con la fuerza telúrica de un texto intenso y desgarrador. En este sentido, el elenco de actores está a gran altura, con un Ernesto Arias (Jan) inocente y cargado de buenas intenciones, al que acompaña en su vuelta al hogar materno su mujer, Lara Grube (María), que desarrolla su ambivalente papel con grandes dosis de entusiasmo en la alegría y de desesperación en la tragedia. Una pareja joven y enamorada (que en esta ocasión representan la luz y la esperanza) a la que se enfrentan una madre y una hija, como contraluz oscuro y tenebroso de lo expuesto. Una triste pareja representada por Julieta Serrano (la madre) que nos brinda una excelente clase de interpretación del tormento, el cansancio y la libertad que sólo se consigue con la muerte digna de todo elogio, pues sin grandes aspavientos, genera en su personaje el perdón del público y por ende su absolución, algo que magnifica en sentido contrario Cayetana Guillen Cuervo (Marta), que consigue dotar a su personaje de una fuerza visionaria a la hora de explorar el precipicio de su vida, como si todo fuera un sueño, un trágico y macabro malentendido. Cayetana es la voz del propio Camus; una voz llena de argumentos y de una fuerza cuando menos arrolladora, que no se arremeda ante nada ni ante nadie, y que sin duda, a la actriz le sirve de sincero y sentido homenaje a sus padres, que en el año 1969 la representaron en Barcelona bajo la dirección de Adolfo Marsillach.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
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