Animales nocturnos
La perfección que nos conduce al aislamiento y al insomnio, y la debilidad que nos provoca parálisis e indefensión, se dan la mano en esta película que funde dos historias (una real y otra de ficción), para mostrarnos de una forma hipnótica y ensimismada la leve vacuidad de la belleza y la expiación de la culpa. Tom Ford, de nuevo, vierte sobre su última película una parte de sus miedos y obsesiones, lo que le lleva a enfrentar el lujo y el vacío que el mismo le provoca sin que por ello pueda renunciar a él. Animales nocturnos es una tesis de todo ello, y que nos acerca a esas grandes mansiones de Hollywood y a las provocadoras (por gigantes) propuestas dentro del mundo del arte que, entre otras cosas, se producen para satisfacer los egos de los más ricos; pero también, y ahí es donde se produce una extraña atracción hacia esta historia, es la exploración del lado opuesto de esa victoria plástica o simplemente bella, para girar la historia hacia un relato sucio, noir y sin sentido, que nos muestra en toda su crueldad el aspecto más lúgubre y pernicioso del ser humano. Amy Adams y su insomnio es el punto de unión entre ficción y realidad. Ambos cabalgan con total comodidad por un guion que se fusiona y salta una y otra vez de un relato a otro como si fuera un juego de imágenes o la sinopsis de un anuncio publicitario, lo que sin duda dinamiza la narración de la historia y mantiene al espectador sumergido en cada uno de los dos relatos. Por otra parte, ese suspense se tensa y se cierra en sí mismo a través de los hipnóticos primeros planos de Amy Adams y Jake Gyllenhaal, a los que Tom Ford somete a sus dos protagonistas, dejándoles un nulo espacio para la mentira o el error, y de ahí el acierto de sus actuaciones. En este sentido, la frialdad y el desasosiego del personaje de Adams está muy bien representado por la actriz, que, como en toda buena historia, guarda un secreto. Acompañándola, Gyllenhall, que se enfrenta a sí mismo y a su destino desde la debilidad de quien necesita el apoyo del amor para seguir adelante, lo que le hundirá sin remedio en el abismo más oscuro de la soledad y de la incomprensión.
Animales nocturnos es un ejercicio que nos bifurca los sentimientos por carreteras secundarias, pero que, al final, se encuentran en un explosivo y revelador cruce de caminos, a partir del cual nada volverá a ser lo mismo. Aquí, el director y guionista nos salpica de esa duda siempre existente acerca de la conveniencia y acierto en las elecciones que se nos presentan en la vida. El azar, pero también uno mismo, somos lo verdaderos protagonistas y culpables de ese devenir que nos transforma en animales nocturnos, bien porque no somos capaces de conciliar el sueño al ser víctimas de nuestras propias obsesiones, bien porque por el simple hecho de decidir hacer un viaje por la noche nos vaya a suponer un punto de inflexión en nuestras vidas. No hay redención de la expiación de la culpa en los personajes de Ford, sino más bien un punto y aparte, un punto y aparte maldito o sangriento, como si ellos mismos fueran los verdaderos culpables de ese último destino, y a los que, en este caso, el narrador no les da una nueva oportunidad, por más que ellos busquen una salida en la oscuridad en la que viven. En este sentido, el acierto de Tom Ford a la hora de presentarnos su nueva película está en la valentía a la hora de ofrecernos un montaje inteligente, dinámico y muy estético, sin que por ello se pierda fuerza en la narración, y sin renunciar al particular sello de cine de autor (sea éste acertado o no), y, además, en arriesgar a la hora de explorar en los sentimientos de la perfección, la debilidad y la culpa, y hacerlo a través de la leve vacuidad de la belleza, lo que, sin duda, muchos espectadores no entenderán, quizá, porque ya no queremos que nos dejen varados en las aguas de la incertidumbre.
Ángel Silvelo Gabriel