Quizá a cualquier mortal que no sea Joe Wright, le parezca una tarea imposible introducir la gran estepa rusa en el reducido espacio de un escenario de teatro, como del mismo modo, apreciará que no es aconsejable reducir el gran genio de Tolstói a un mero juego preciosista de mágicos y estéticos escenarios adornados con un gran vestuario. Porque ese es el resultado final de esta nueva adaptación del clásico de León Tolstói que, de la mano de Joe Wright en la dirección y Tom Stoppard en el guión, se queda convertido en un mero juego de intenciones. Quizá la única excusa a su favor, sea que una vez que se han llevado a cabo tantas adaptaciones de esta obra maestra de la literatura, ya sea muy difícil poner el punto de mira sólo en el texto de la obra y haya que buscarlo en los aledaños de la misma. Sin embargo, en esta ocasión, esta excusa no resulta válida, pues el inmenso esfuerzo estético del film y de la novedosa forma de presentarnos esta gran obra a través de la estructura de un teatro con tramoya incluida, no deja de ser un logro que se queda en ilusorio, pues Anna Karenina precisa de las grandes formas que van más allá de las puramente estéticas. En este sentido, no resulta extraño que Jacqueline Durran haya cosechado un buen número de premios por su vestuario, pues sin duda, es lo más resaltable de un film que juega, junto a la escenografía, a recrearnos una ensoñación romántica. Una visión preciosista a la que no acompañan ni la pasión fría de una triste Keira Knightley, ni la desigual relación amorosa que mantiene con el Conde Vronsky (Aaron Johnson), un querubín sin suficientes credenciales.
Anna Karenina, la obra de León Tolstói, posee en sí misma la esencia del ser humano que bebe directamente de la vida y se transforma en arte a través de sus múltiples páginas. En ella no sólo se proyecta el retrato de una sociedad, tan vasta y desigual, como la rusa, sino que también se dan la mano las pasiones más oscuras y los deseos más puros. Características todas ellas de las que adolece esta nueva versión de Joe Wright, más preocupado por mostrarnos los escenarios en los que se desarrolla la acción, que por incidir en los discursos interiores por los que transcurren las vidas de unos personajes, que andan perdidos en los entresijos de un teatro que no es el teatro del mundo, sino más bien una falsa representación fría, muy fría, del mismo. El genio de Tolstói se diluye como el azucarillo en el juego de fuegos artificiales que Wright nos propone, porque como la sociedad actual, éste huye de cualquier compromiso que no sea el mero entretenimiento, lo que nos lleva a afirmar sin miedo a equivocarnos, que esta adaptación de Anna Karenina nos deja huérfanos de la profundidad y amplitud de sentimientos que posee el ser humano, para llevarnos a lo largo de los ciento treinta minutos que dura la película, por unas vías equivocadas, pues éstas acaban en la típica vía muerta que no va a ninguna parte. Esa falta de paralelismo entre la última razón que mueve a los protagonistas y el paso del tiempo (magníficamente expresado a través de unos trenes que mueven sus ruedas a lo largo de todo el film), nos deja aturdidos, y con la necesidad de preguntarnos dónde se quedó Tolstói cuando entramos al cine.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.