Aprendiendo. Por Ana M.ª Tomás

Aprendiendo

Cuando una de mis alumnas, de casi ochenta años, terminó de leer su ejercicio yo no pude decirle nada; no pude corregir alguna frase mal expresada, o explicarle que lo había hecho muy bien, porque un nudo atenazaba mis cuerdas vocales y mis ojos hacía rato que habían cambiado la imagen nítida de la clase por un baile deforme de figuras acuosas que salían de mis cuencas y se  deslizaban por mi rostro. Ella, aplicada siempre, para demostrar que había entendido lo que era contar una historia desde la voz narrativa de un «narrador personaje», se  había elegido a sí misma para llevarnos de la mano por una historia. Nada más comenzar a escucharla supe que su relato no tenía nada de ficción. Hablaba de ella en el tiempo de su niñez, y de los largos días que llevaba toda su familia sin poder tomar apenas alimento a causa de la pobreza extrema. Una mañana, una vecina compasiva los visitó para llevarles higos secos. Y la fiesta fue monumental, pues las cuatro niñas ya pensaban en el festín que se darían con los higos secos fritos (yo recuerdo cuando los hacía mi abuela, son sabores que jamás se olvidan). Nada más marcharse la buena samaritana, todas se apresuraron a preparar sartén, harina y agua para la gacha rebozadora, pero… el aceite… Cuántos hogares en la postguerra carecían de lo más elemental, incluido el aceite, convertido en un artículo de lujo. Las crías se empeñaron y forzaron a la madre a que fuera a ver a la tendera, ella se lo daría como otras veces. Ante las reticencias de la buena mujer se ofrecieron  las niñas. Finalmente la madre tomó de la mano a la más pequeña, o sea, a la narradora, y fueron por aceite. Ella, desde sus ojos de niña, escribía su incomprensión a la hora de entender el llanto desolador de su madre de regreso; a fin de cuentas, la tendera le había dicho, con mucho cariño, que ya no podía fiarle más pero que en cuanto le pagara volvería a abrirle otra cuenta. Todo era cuestión de esperar a que el padre trajera algo de dinero.

Mi alumna no era consciente de lo que estaba destapando en los corazones heridos del resto de sus compañeros por tantas carencias infantiles. El silencio jovial y expectante a la hora de corregir los ejercicios se transformó en un mutismo espeso que podía cortarse. A mí me había pillado con el paso cambiado, no ya la eterna «nana de la cebolla» que mis alumnos sacan a relucir con relativa frecuencia, sino la viveza, la ternura, la capacidad de retrotraer al presente un recuerdo doloroso y ponerle las palabras exactas, el sentimiento justo para conmover, para emocionarnos a todos llevándonos de esa manita de niña que seguía viva bajo las arrugas de su artrítica mano.

Ella seguía mirándome, esperando mi veredicto sobre su trabajo. Es una de las alumnas que menos confianza tiene en ella misma, en sus posibilidades (¡si se viera como yo la veo!)…, es consciente de las muchas carencias culturales que arrastra. En realidad, ese pensamiento es común  a casi el resto de compañeros. Acuden a clase, renqueando sus cuerpos cansados por los años y por el duro trabajo en el campo, en la obra, en mil y una cosa escrutada en el extranjero –donde hoy siguen buscándola nuestros hijos con el agravante de que estos van cargados de títulos, mientras que sus padres, por no llevar, no llevaron ni ropa para abrigarse de los fríos invernales tan distintos de los nuestros del sur–, les decía que se encuentran cansados de tanto trabajo, aunque reconocen, con gratitud, que gracias a eso pudieron permitirse proporcionarles a sus hijos los estudios a que ellos siempre aspiraron pero nunca pudieron lograr.

Aprendiendo

Por eso ahora, cuando muchos piensan que ya es demasiado tarde para casi todo, ellos acuden a clase, ansiosos de aprender historia, o raíces cuadradas, o reglas que les ayuden a entender por qué «echo» se escribe unas veces con hache y otras no.

Asisten puntuales y, aunque sus cuerpos vienen compitiendo sobre quién cojea más, sus almas flotan ligeras, ilusionadas, hambrientas de conocimiento, sonriendo traviesos como aquel  niño que fueron y que sigue viviendo en ellos.

Vienen convencidos de que van a aprender. Están seguros de que soy yo quien voy a instruirlos… y no saben cuánto me enseñan ellos a mí. Cuánto aprendo de ellos. Espero que sus hijos estén tan orgullosos de ellos como yo lo estoy. Espero que, como yo, se fijen más en lo que les escriben que en las faltas ortográficas que puedan tener.

Yo confieso que jamás tendré dedicado un poema más hermoso que el que me regaló uno de mis alumnos firmado como «tu siempre al mirador».

Ana María Tomás

Ana M.ª Tomás

Blog del autora


Un comentario:

  1. Preciosa entrada que a mi personalmente me trae muchos recuerdos de la España de la postguerra. Maravillosos estos viejitos que tienen hambre de conocimiento después de saber lo que era el hambre y la miseria.
    Hablar con ellos, libros vivos de una época que muchos desprecian, es descubrir un mundo lleno de silencios que a estas alturas ellos no tienen ninguna verguenza en contar. Me ha encantado 🙂

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *