Ve la luz en estos días el Libro blanco de la función docente. Varios meses atrás, el filósofo José Antonio Marina envió una carta a Íñigo Méndez Vigo, ministro de Educación, Cultura y Deporte, en la que hacía un análisis tan sombrío como certero de la educación en España y proponía soluciones. Frente a la política imperante desde los comienzos de la democracia de que cada nuevo gobierno prepara su propia ley de educación, derogada inexorablemente por el que viene a continuación, él sostiene que ninguno de los objetivos deseados se consigue con una ley. La fuerza del cambio –dice Marina– está en involucrar a los docentes, en conocer los procesos de aprendizaje, en la calidad de los profesores, en la gestión de los centros y, sobre todo, en premiar a los mejores. Esta última idea ha levantado innumerables ampollas. ¿Evaluar, premiar e incluso despedir a quien no cumple con las expectativas es razonable, ético o deseable? ¿Quién se ocuparía de evaluar? ¿El propio centro? ¿Inspectores externos? ¿Los padres? ¿Los alumnos, quizá? ¿No se presta dicha práctica a todo tipo de arbitrariedades? No soy experta en el tema, pero me gustaría hacerme eco de las distintas posturas al respecto para que cada uno saque sus propias conclusiones. Los que están en contra de la propuesta argumentan que es un proceso caro que requiere formar evaluadores durante muchos años, incluir mejoras salariales y reducir las horas de trabajo en el aula de aquellos docentes que tengan buenos proyectos de investigación. Los sindicatos, por su parte, arguyen que la educación pública ha perdido casi treinta mil docentes en la actual legislatura y que se han aumentado las horas de clase así como el número de alumnos por aula mientras los sueldos caían en picado. «Al gobierno» –dicen ellos– «le viene de perlas hablar de si los profesores son buenos o malos en lugar de reconocer los recortes que han hecho». Los partidarios de la evaluación, en tanto, exponen que la mayoría de los países avanzados recurre a ella. En los Estados Unidos, por ejemplo, algunos estados examinan a sus profesores mediante observaciones en el aula así como en polémicas pruebas externas a sus alumnos. De esta forma, algunos profesores ganan hasta 20.000 dólares más que sus pares mientras que los que obtienen peores resultados pueden llegar incluso a perder su puesto de trabajo. «Si no pagas a los docentes en relación a sus resultados» –opina Eric Hanushek, experto en educación de la universidad de Stanford–, «y los mantienes en clase hagan lo que hagan, ¿cómo vamos a mejorar la educación?». Ante estas dos posturas, José Antonio Marina sostiene que en esta materia no hay milagros pero tampoco misterios y que, con el 5 % que se dedicaba antes de la crisis a este rubro, en cinco años podría lograrse una educación de calidad. ¿De qué modo? Para empezar, consiguiendo que el ministro, en vez de hacer nuevas leyes, pelee por los alumnos, por los docentes y, sobre todo, por los presupuestos. Que se convierta en un defensor de la educación, no de su gobierno. Y para ello, una vez trazados los objetivos que se deseen alcanzar, es muy importante involucrar a la sociedad fomentando lazos de cooperación entre la escuela, la familia y los agentes sociales. Como digo, no soy experta en el tema, pero me gusta la idea de que la educación sea asunto de todos. Uno, por cierto, que no es mencionado en la lista de los problemas que más preocupan a los españoles y del que solo nos acordamos cuando se da un caso de violencia en las aulas o se produce algún suceso lamentable que pone de manifiesto la falta de disciplina o de autoridad imperante. Si es un tema que atañe a todos, y del que depende el futuro de un país, es bueno que se hable de él, que genere debate, polémica, incluso controversia. Vivimos en un mundo que funciona a base de impulsos mediáticos, esos que ponen el foco en un problema durante un segundo para luego condenarlo a las tinieblas del olvido. Pienso que si el modo de que se hable de educación es levantar ampollas, polémica y una buena polvareda, bienvenido sea, y aquí les dejo mi granito de arena.
Carmen Posadas