Una apabullante fuerza hipnótica de imágenes y sonido se apodera de nuestros sentidos nada más empezar la película, que en esta ocasión, nos sitúa sin muleta en el centro de un ruedo infinito. Porque esa es la poderosa fuerza arrolladora que en sí misma posee esta versión de Blancanieves, la de dejarnos solos ante este maravilloso ejercicio de hipnosis visual que nos propone Pablo Berger, que como un inteligente y poderoso cuentista, nos narra una historia milenaria que ya nunca jamás volveremos a ver igual. Aislados en medio de este universo gótico sin claroscuros, navegamos como capitanes intrépidos en nuestra pequeña cáscara de nuez, que una vez tras otra, es víctima de impetuosas bocanadas de agua que nunca llegan a hundirnos, sino más bien todo lo contrario, porque la adaptación libre que ha hecho Berger sobre el cuento Blancanieves de los hermanos Grimm se nos antoja una historia apoteósica, apabullante, trágica, melodramática, hipnótica, expresionista, gótica…, pues no sólo ha bordado la reinterpretación de la historia, sino que además, ha sido capaz de crear a través de ella un universo propio repleto de una iconografía cargada de ecos cañís poderosamente españoles, que aquí tienen la virtud de comportarse como emblemas o estandartes de una nueva cultura.
La tragedia de Blancanieves situada en el oscurantismo de la España de los años veinte a través del mundo del toro, no sólo no sale desfigurada, sino que se reinterpreta en un maravilloso ejercicio de hipnosis visual en el que Berger se muestra como un director inteligente, intenso, distinto y único; pues su forma de regresar al cine mudo en blanco y negro es sin claroscuros, pues en sus secuencias sólo cabe el blanco sobre negro más primario como soporte de unas imágenes que son puro arte, visual y estético, iconográfico y atormentado, y bello y sublime en la vehemencia del triunfo y la muerte. Nadie como Berger ha sabido darle este matiz tan postmoderno a la Fiesta Nacional; arte sobre arte; vidas conquistadas sobre la desdicha; amores atropellados por pasiones milenarias…
Blancanieves es un claro ejemplo que en la industria del cine también hay un plan B mucho más atractivo, y sobre todo maravilloso, donde las tragedias también son épicas, pero teñidas de talento. Blanco sobre negro que se convierte en planos cortos adheridos a una pureza exultante que convive a la perfección con los primeros planos de los semblantes de unos actores que constantemente se enfrentan a la verdad. Esos soberbios primeros planos acaban en ocasiones en fundidos mágicos, como muestras de una gran lección de discurso fílmico y narrativo en desuso, y que para que todo sea perfecto, se dan la mano con la colosal música de Alfonso Villalonga. Este elemental y primario recurso cinematográfico, nos ayuda más si cabe, a adentrarnos en el lenguaje visual de los gestos, de las miradas, de las poses, del significado de un objeto, de la genialidad en la posición de una instantánea fija…, lo que nos devuelve a la esencia del cine, donde las imágenes y la música se conforman como un TODO que nos da pie a abrir más nuestra imaginación, y a explorar nuestra particular y única interpretación de aquello que estamos viendo y oyendo, en un ejemplo de ejercicio de democracia artística inigualable. ¡Qué importa que The Artist llegara primero, si Blancanieves en nada se parece a ella!, porque es verdad que los planteamientos de una y otra comparten el camino, pero no así ni el principio ni el final, y mucho menos su metapropósito estético y fílmico.
Pero para que todo resulte perfecto, hacen falta grandes actores, y si algo más hay que decir de esta Blancanieves, es que los tiene. Maribel Verdú es la mejor mala malísima de la reciten historia del cine, con una portentosa interpretación que eleva más aún el altísimo nivel de este proyecto, pero tampoco se quedan atrás Ángela Molina o la angelical y pura Macarena García en el papel de Blancanieves, sin poder dejarnos atrás esa mirada llena de ternura e incomprensión ante el sufrimiento de Sofía Oria (Blancanieves de pequeña) que enamora y traspasa la superficie del soporte en el que está filmada. Del mismo, modo que Daniel Giménez Cacho está a gran altura en su papel de Antonio Villalta, como acertados están el gran Josep María Pou o el entrañable Pere Ponce.
Blancanieves es la muestra de un que un cine español de calidad es posible, pero ahora hace falta que los espectadores no le den la espalda.
Artículo de Ángel Silvelo Gabriel.