La palabra «calentamiento», más que remitirnos a un momento de entrañable y hogareño calor, se está convirtiendo en una palabra amenazadora. Escuchamos «calentamiento» y ya no pensamos en algún deportista preparando sus músculos para competir, sino en la peligrosa manipulación del hombre destruyendo nuestro hermoso planeta con las incontroladas emanaciones tóxicas enviadas al espacio.
Pues bien, siguiendo en esa corriente de toxicidad del calentamiento, tenemos otro frente abierto: el black friday, otra americanada incorporada a nuestra cada vez más difusa identidad. El ya asentado «viernes negro», sobre todo para los pobres dependientes de todas las tiendas que lo ofertan, no tiene otro fin que el de calentar motores consumistas. Vendernos la idea de que podemos encontrar chollos despierta en nuestra mente compradora la pulsión de que podemos engañar al vendedor o al bolsillo obteniendo duros a cuatro pesetas. Pobres de nosotros. No nos bastó que el «Eje consumidor» nos colara, suavesito y con grasia como dice la canción, el Día de san Valentín, el del Padre, el de la Madre y demás familia…, que también sucumbimos al de Papá Noel. Vamos a ver, si nosotros teníamos tres Reyes, y encima Magos y tres, cómo puñetas dejamos que nos colara el gol por toda la escuadra un señor, ¡uno sólo!, bajito y gordito. Pero, claro, la cosa es consumir. He ahí la cuestión. Porque no es que regalemos para una fecha o para la otra, no. Nuestros queridos infantes pertenecen ya a la generación del «centésimo mono», es decir, la generación que ya trae en el ADN la información reinante, como estos niños que ya nacen sabiendo manipular una tableta. Pues bien, esas encantadoras criaturitas piden un regalo para Papá Noel y otro para Reyes.
Aceptamos, entusiasmados, renunciar al «Doña Inés, del alma mía, luz de donde el sol la toma…» para enfundarnos en unos monstruosos disfraces de muertos vivientes, y caminar diciendo gilipolleces por las calles, por supuesto, porque esto es lo que da dinero. El teatro siempre es optativo: hacer callar a los nenes cuando se emperran en ir vestidos de muertos sólo puede terminar gastando dinero en una tienda de disfraces.
Y ahora se nos descuelga la cosa con el black friday. Yo no me podía creer que hubiese tanta gente que lo supiera, tanta gente comprando, tantísima gente haciendo colas interminables en probadores y en cajas para pagar. Pero así fue para constatar, una vez más, el triunfo de la mentalidad consumista.
No nos llamemos a engaño: es verdad que nos viene de cine poder comprar con rebaja los regalos navideños; pero también es cierto que, como todavía no nos hemos metido en los gastos serios de la Navidad, léase comida para toda la familia, gastos extras de comida, comida de empresa y más comida…, pues los bolsillos aún andan con alguna holgura que nos hace gastar más de lo que deberíamos en regalos y pasarlas más canutas en los días señalados.
De todas formas, eso no es lo peor. Lo peor de todo es la inmensa frustración que tanto despilfarro produce en aquellos que viven rozando o por debajo del umbral de la pobreza. Escuchar tanto anuncio ofertante de cosas absolutamente innecesarias en un mundo como el que estamos viviendo es definitivamente inmoral.
De todas formas, soy consciente de que es una batalla perdida. La fiebre siempre aumenta cuando sube la temperatura del lugar en donde nos encontramos. De igual manera, la fiebre consumista sube cuando propiciamos el calentamiento de abrir la mano. Todo está calculado, los días que vienen nada tienen que ver con las fiestas que anuncian. Y no, no nos engañemos, no es que el mundo se haya secularizado, no es que no nos importe que esos días conmemoremos el nacimiento de la Luz del Mundo, no. Nada de que vivimos en un mundo ateo. Por el contrario, adoramos más que nunca al becerro de oro: al «dios consumidor» ávido de sacrificios de cartera, un dios que oscurece, anula y genera egoísmos. Insaciable. A la espera de importar, descubrir o auspiciar un nuevo día de compras compulsivas que nos entretengan largamente y ensordezcan un poco más, si todavía eso es posible, la voz que clama en el desierto de nuestro interior.
Ana M.ª Tomás
Nos quejamos siempre del consumismo de estas fiestas, pero todos acabamos sucumbiendo. Tanto para los creyentes, que celebran el nacimiento de Jesús, como los no creyentes, que supongo no tienen mucho que celebrar, a no ser el solsticio de invierno, deberían evitar esos regalos absurdos porque toca, pararse a reflexionar y buscar el verdadero sentido a los días que se avecinan. Serían, en cualquier caso, si nos dejamos llevar por algo mas etéreo que lo abarca todo y que también, como el «black friday», inventaron los americanos, el espíritu navideño, momentos para compartir, no para derrochar tontamente; para ayudar a quien lo necesita, no para atiborrarnos de comidas indigestas y regarlo todo con champán o cava, al gusto (cómo no) del consumidor.
Pues eso: pensemos. Igual un día nos convencemos de que, como en otros muchos terrenos, estamos haciendo el borrego.
Muchos besos.