Hay días tontos en los que se cruza en el camino de una mujer un hombre determinado que, por atractivo, por «encantos ocultos», por labia… o vaya usted a buscarle los rebusques al cerebro, se convierte en el príncipe soñado de ella. Un príncipe azul que no tarda en desteñir y convertir aquel oportuno cruce en cruces diarias e incesantes para su pareja. Al principio, como el que no quiere, a modo de suaves oposiciones, como explicaba la lucense Beatriz López Marcos, comienza por recomendar que no te pongas faldas… «Bueno –explicaba ella–, me daba igual porque a mí me gustan los pantalones». Después viene el «no te maquilles», el «no saludes a ningún chico»… Y, a medida que ella va acatando sus coacciones, estas van subiendo de tono y de grado: «que no te arregles…» Y, pasando por el degradante «que no te duches», llegamos a los peores insultos y, por supuesto, a los golpes y a los levantamientos del cuerpo mientras aprieta sin consideración alguna el cuello. Una vuelta de tuerca incesante, a poco a poco, hasta asfixiar, hasta hacer perder la humanidad y convertir a la mujer en un animalillo sucio e indefenso.
Otros días el destino no es tan… llamémoslo parsimonioso, y simplemente te hace subir en el autobús equivocado para hacer que te cruces con un atajo de energúmenos cuyo mejor entretenimiento consiste en insultar, menospreciar, violentar o atemorizar a una o varias mujeres. El caso es autoconvencerse de que son muy machos, machacar al débil para sentirse superiores e impedir que todos vean que solo se es un montón de escoria.
No hará más de diez años que escuché en una boda, a «modo de gracia», que un viejete le soplaba en el oído al novio mientras le deslizaba un sobre en el bolsillo de la chaqueta: «Las mujeres son como las baldosas; si las pegas bien al principio, luego puedes pisarlas sin problemas». El muchacho, violento por la situación, esbozó una sonrisa mientras le palmeaba la espalda e intentaba zafarse de él. Imagino que el contenido del sobre debería compensar aquel vómito de excremento. Pero a mí tuvieron que sujetarme para no poner en práctica en el tipejo sus propias palabras.
Ni el miedo a morir de una paliza, ni la pérdida de libertad o de dignidad movilizan con rapidez a esas mujeres a denunciar su situación. Las más de las veces tienen que pasar años para que en esos cruces promisorios se encuentre algún ángel, sea hombre o mujer, que proporcione, finalmente, la fortaleza necesaria para denunciar.
Entonces saltan a las primeras líneas de actualidad los perfiles de esos indeseables como si ellos fueran realmente la noticia. Por fortuna, últimamente, cada vez son más los hombres de verdad que contraponen la reseña. Hombres de los que saben lo que valen, ellos y nosotras. De los que no temen a las mujeres ni a sus propias emociones. De los que no necesitan maltratar para saberse fuertes. De los que han cantado las gestas desde el principio de los tiempos. De los que detienen autobuses para enfrentarse a los cobardes que solo son valientes con los que consideran más frágiles que ellos. De los que sobreviven a meses de coma y lesiones irreversibles a causa de las palizas recibidas por intentar proteger a las mujeres que estaban siendo maltratadas, aunque ella siga viviendo con el maltratador y defienda el testimonio del agresor en lugar de hacerlo del policía que la defendió. De los que paran conciertos para reprender públicamente a un tipejo que está golpeando a una mujer y pedirle a Seguridad que lo expulse del recinto. De los muchos anónimos que cada día cuidan, aman, respetan, defienden, valoran, festejan y admiran a la Mujer como lo que es: un igual. De los que dan fuerzas para decir a las calladas sufridoras «Hasta aquí». De los que les dan la mano y las sacan del infierno.
Sí, hay días tontos, tontísimos en los que las mujeres siguen, para su desgracia, cruzándose con ladrones de derechos, de dignidad, de voluntad… Y, en lugar de darles la bolsa, les dan la vida. Sobre todo, en determinados países en donde la mujer sigue siendo considerada poco menos que un objeto de explotación laboral y sexual. Pero, por fortuna, también hay días «alumbrosos» –en unos lugares más que en otros, también es verdad– en donde se les abre una luz en mitad de su oscuridad y comprenden que no andaban en un pozo, sino en un túnel, y comienzan a dar pasos hacia la luz. Dueñas, al fin, de su destino, de sus circunstancias y de sus vidas.
Ana M.ª Tomás