EDVARD MUNCH, «ARQUETIPOS», EN EL MUSEO THYSSEN-BORNEMISZA DE MADRID: LAS DAÑINAS E INTENSAS PINCELADAS DEL PINTOR NORUEGO MÁS ALLÁ DE «EL GRITO». Por Ángel Silvelo

Como otros muchos autores, Edvard Munch reinterpretó el mundo a través de su pintura, y lo hizo mediante la intensidad del color aparejada a la turbulenta sinuosidad de unas pinceladas tan anchas y desgarradas como su capacidad para llevar al límite las sensaciones más básicas del ser humano. El dolor, la locura, la soledad o el amor se precipitan sobre nuestras pupilas a borbotones, incluso a latigazos, a poco que nos dejemos atrapar por esa íntima y evocadora necesidad de expresión que el pintor noruego atesora a la hora de sentir la vida a través de su pintura. Al inicio de la exposición una frase nos advierte de ese magnitud de la ensoñación: «No pinto lo que veo, sino lo que vi». Ese recuerdo teñido de la voluptuosidad de un temperamento, atormentado por unos momentos y apasionado en otros, nos impone un esfuerzo en lo sensorial a la hora de contemplar los ochenta cuadros presentes en Arquetipos, la exposición que hasta el próximo 17 de enero podemos ver en el Museo
munch_arquetipos 121Thyssen-Bornemisza de Madrid.
Arquetipos está dispuesta como si por arte de magia asistiéramos a la representación física de las cámaras oscuras del alma, pues, visionando una a una las diferentes secciones en las que se divide la muestra —ordenada de una forma anárquica en lo cronológico—, podemos apreciar y reinterpretar la melancolía, la muerte, el pánico o el amor, solo por poner unos ejemplos. Ese paraíso de luces, oscuridades y colores, al que Munch dotó de una simbología muy cercana al psicoanálisis, explota delante de nuestros ojos como un arcoíris lo hace en el cielo después de la lluvia. Al igual que su compatriota Knut Hamsun se sumergió en las cavernas del hombre en sus hirientes y maravillosas novelas, Munch se cuestiona a sí mismo, para de esa forma hacerlo a los demás, mediante esa capacidad analítica del dolor y la pasión del ser humano. Su poder en cuanto a la elección de las gamas cromáticas de sus cuadros, así como la disposición de los personajes de los mismos, no han pasado desapercibidos en artistas posteriores —véase las cualidades cromáticas de la soledad en los pinceles de Hopper—, como tampoco la intensidad que atesoran, que en no pocas ocasiones llega a ser muy dolorosa. Su pintura es un auténtico tratado de las emociones básicas del ser humano; latidos de un expresionismo exuberante respaldado por su capacidad para sintetizar la vida del hombre de su tiempo.

Esa apasionada reinterpretación del mundo que el pintor noruego necesitó para romper la barrera que divide la realidad de la ficción ya está presente en cuadros como Melancolía (1892), donde, con largas e intensas pinceladas que se contraponen al cuadro con el mismo título que pintó años antes (Atardecer-Melancolía), es capaz de atraer toda nuestra atención en la profundidad del paisaje, y lo hace con ondulantes pinceladas que dividen la imagen en diferentes capas, lo que deja en una marcada soledad al personaje de la esquina inferior del cuadro; una expresión que ya está muy presente en la mirada perdida de su hermana en Atardecer. Todo esto se proyecta de una forma más onírica, si cabe, en Madre e hija, una composición en la que el estatismo de las figuras nos remarca su soledad. Aquí, las pinceladas son intensas como el colorido elegido, donde el blanco contra el negro juega con el escapismo de una luna turbia al fondo como testigo. Esa inexistencia de comunicación entre los personajes de sus cuadros se pone de manifiesto en Los solitarios, donde, de espaldas a la noche o la nada, los protagonistas se confrontan a la soledad y al silencio, y a su innata capacidad de ausencia.

En contraposición a la melancolía está la sección «Muerte», que se abre con la siguiente frase: «Al contrario, cuando pinto la enfermedad y la desgracia supone un desahogo. Es una reacción saludable de la que se puede aprender y según la cual se puede vivir». Una característica que se puede ver en La niña enferma, donde las duras pinceladas verticales de vivos colores se contraponen a la idea de la muerte, y así, mientras la niña desprende luz, la madre intenta consolar su dolor; o como en Agonía (1915), donde Munch esquematiza la muerte y el dolor de una forma muy geométrica. Geometría que también está presente en los cuadros de la sección «Pánico», donde todos los personajes son representados de frente, en varios planos y con un mismo punto de fuga, igual que si fueran espejos del mundo y la vida, y donde la ausencia casi total del color enfatiza el poder intrínseco presente en el contrate del negro sobre el blanco.

La relación de Munch con las mujeres está presente en Arquetipos en las secciones tituladas «Mujer», «Amor» y «Melodrama» que nos hablan de esa sensación que el pintor tiene de vivir en una época de transición, en la que se produce el pleno proceso de emancipación de las mujeres. Aquí podemos contemplar cuadros como Pubertad (1914-1916), donde en un doble plano (claro en la parte superior y oscuro en la inferior) asistimos a la representación del miedo a la desnudez y a la propia identidad que, como una premonición, se proyectan sobre la sombra del personaje femenino. En estas secciones, las mujeres, en no pocas ocasiones, salen retratadas como asesinas. Ellas son las verdaderas protagonistas de las historias de celos presentes en la sección «Melodrama». Aquí, los colores son oscuros y las miradas intensas, penetrantes… Algo parecido les ocurre a las féminas de la sección «Amor», en la que los personajes se refugian en la naturaleza, exuberante e intensa como es el propio amor. En Mujer vampiro, por ejemplo, y Mujer vampiro en el bosque, asistimos a la representación de una forma aterradora de la posesión del alma por parte de la persona amada (que en este caso es la mujer). O en El beso, donde la proyección de la pasión es tan arrebatadora que Munch la convierte en una mancha apenas recortada por unos leves relieves, y donde asistimos, de una forma magistral, a esa expresión indeleble de un instante mágico con un punto de fuga en el infinito.

La soledad vuelve a hacerse fuerte en la sección «Nocturnos», donde los personajes de los cuadros parecen fantasmas que vigilan la noche estrellada, en la que se refugian del frío y en la que buscan su alma. Alma errante que está perdida y necesita de la luz del día que nunca llega. Así, en La tormenta (1893) vemos una fantástica recreación del miedo, el pánico y el aislamiento. Luz sobre oscuridad, seguridad sobre miedo y pánico desdibujado en el anonimato de unas figuras humanas que buscan su propia salvación. En contraposición a esta sección está «Vitalismo», que nos lleva hasta la época más optimista del pintor noruego, muy influida por la filosofía de Nietzsche: «lo que no te destruye te hará más fuerte». En la que, por ejemplo, en Las mujeres en el puente de día y de noche, asistimos al paso del tiempo y al diferente punto de vista a la hora de retratarlo, como si fuera el anverso y el reverso de un mismo momento. En la sección «Desnudos», que pone punto y final a la muestra, las mujeres esconden el rostro con sus manos, pero en este caso, la pasión se yuxtapone a esa necesidad de anonimato a través de los colores cálidos y las pinceladas alargadas e intensas, lo que nos lleva a expresar que Arquetipos es la mejor representación de la dañinas e intensas pinceladas del pintor noruego más allá de El grito.

Ángel Silvelo Gabriel

Un comentario:

  1. Interesante exposición y artículo sobre ella. Una razón más para ir a Madrid.

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