El año que perdimos a Taniguchi
Los aficionados a los cómics recordaremos dos mil diecisiete como el año en que se nos fue Taniguchi Jirô. Recuerdo perfectamente la primera vez que tuve en mis manos un álbum de este autor. Me lo había recomendado un compañero de trabajo que hoy es amigo, y aún le guardo agradecimiento por haberme abierto esta puerta del alma. Recomendar a Taniguchi es siempre un acto de amistad, de seducción, y por eso los profesores, los críticos literarios y los bibliotecarios le debemos amigos, lectores y alegrías, por más que sus historias estén teñidas de tristeza; pero se trata siempre de una tristeza sin amargura, y que nos afecta de forma velada y preciosa. Eso es muy japonés, porque aquella es una cultura que gusta de medir sus emociones y sus gestos, y expresarlos envueltos en ritos bellísimos, que Taniguchi sabe trasladar con todo detalle a sus obras. En eso el maestro Jirô es poco japonés, porque el estilo propio del manga es muy escueto, capaz de imprimir un enorme movimiento y expresión con apenas cuatro trazos. ¿Se acuerdan de Heidi?, pues ése es el aire del manga más genuino. Taniguchi, sin embargo, es minucioso, sus viñetas están llenas de información, de nitidez, de primor, y eso es más propio del modo de hacer occidental, que tiene su mejor canon en esos albumes de Tintín que reproducen a la perfección las medinas moras, las callejas de Shangai, o las solanas labradas de las casas del valle de Katmandú.
Los temas de los álbumes del maestro Taniguchi tampoco fueron los usuales en el manga y también se mueven con toda naturalidad entre Oriente y Occidente, siguiendo la senda que recorre el horizonte de la Civilización mientras dibuja la silueta de la Humanidad; porque Taniguchi es, por encima de todo lo demás, un artista universal, un creador que consigue hablar con un lenguaje que entiende cualquiera, que gusta a todos, que emociona en lo íntimo y que no se olvida nunca. Los detectives de Taniguchi (en El sabueso o Enemigo, por ejemplo) hacen gala de una delicadeza moral que traspasa la piel de todos aquellos lectores que no podemos evitar imaginar como reales a los protagonistas de los relatos que tienen la virtud de ensanchar nuestras vidas. También resulta encantadora la forma en que sus personajes pisan la tierra, las montañas, los bosques: de hecho, es raro el manga de Taniguchi en el que no asoma, de un modo u otro, esa manera de relacionarse con el mundo que en Occidente encontramos en los escritos del joven Hegel, en Nietzsche, y, sobre todo, en Emerson, a quien debemos esta cita de su obra La Naturaleza: «Nuestra época es retrospectiva. Construye los sepulcros de sus padres. Escribe biografía, historia y crítica. Las generaciones que nos precedieron miraban a la cara a Dios y a la naturaleza; nosotros miramos con sus ojos. ¿Por qué no tener también el privilegio de una relación original con el universo? […] Hoy también luce el sol. El lino y la lana crecen fuertes en nuestros campos. Hay tierras nuevas, hombres nuevos. Exijamos nuestras propias obras y leyes, nuestro propio culto». En El viajero de la Tundra, Sky Hawk, y, sobre todo, en la serie que dedicara al naturalista Seton, Taniguchi parece dispuesto a fundar ese nuevo culto emersoniano y nos muestra unos hombres enfrentados al hielo, a la lluvia implacable, al viento y a los lobos con la sola fuerza de su carácter y desde la más completa y estremecedora soledad, una soledad que es constitutiva y que nos hermana a todos, porque es la misma que marca las horas nuestras de cada día.
La Soledad que merece ser escrita con mayúscula es, desde luego, el tema oel protagonista oculto, o tal vez la diosa invisible que inspira la obra entera del maestro Taniguchi: Furari, Tomoji, El gourmet solitario, Los años dulces, el olmo del Cáucaso, La montaña mágica… son títulos poblados de huérfanos, de viudas firmes, de ancianos arrinconados: hombres, niños y mujeres todos capaces de construir su presente y recordar su pasado con un sentido de la ética tan limpio y tan en la sombra como para convertir sus respectivas soledades en templos donde cualquiera de nosotros encontraría refugio.
Dos mil diecisiete será para nosotros el año en que el maestro Taniguchi se nos ha retirado a ese paraíso budista que es la nada, nunca, dejándonos a solas con su legado, el de un artista inmenso, un sabio humilde, un hombre bueno cuyo legado es un puñado de historias elevadas y preciosas que guardaremos en nuestro corazón a lo largo de toda nuestra vida.
Francisco Giménez Gracia