El gran Gatsby
Quizá la gran lección que nos deja la película, y por ende la novela de Francis Scott Fitzgerald, es que lo único perdurable tras la gran juerga de los años veinte sea la literatura. En este sentido, El gran Gatsby se muestra como la solitaria huella que ha resistido al paso del tiempo. No se nos tiene que pasar por alto que en el último mes (desde que se estrenó la película) se han vendió más ejemplares de esta novela que desde su publicación en 1925 (ya van más de 2,5 millones vendidos). Y no es de extrañar si sabemos escudriñar su esencia bajo el oropel dorado que en esta ocasión el director Baz Luhrmann nos propone. Del mismo modo, que es algo más que llamativo, que el film empiece y acabe con Nick Carraway (alter ego del propio Fitzgerald en muchos aspectos) y con las imágenes de cómo se gesta el inicio de la novela, (puro testamento confesionario que nace como terapia de un psiquiatra) y su final, con la escritura encima del solitario y personalizado título: Gatsby del apócope “gran” del adjetivo calificativo “grande”, al que sólo cabe añadir el artículo “El”, para conferirle la magnitud suficiente que le haga competir con la época en la que fue escrita y para la que fue creada. Todo sería maravilloso, si no vislumbráramos a través de El gran Gatsby y sus líneas, y en este caso imágenes, una parte de la propia biografía de los Fitzgerald, unas víctimas más de esta época de desenfrenos materiales y éticos que acabó arrasando a toda una generación con la hecatombe de 1929, tras la cual, como ahora mismo, a la humanidad sólo le queda reinventarse a sí misma, aunque para ello, siempre utilice la misma materia prima corrupta como argamasa capaz de crear una nueva forma de ver, sentir y reinterpretar la vida, sin darnos cuenta que el ser humano además de ser el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, también es el único a la hora sucumbir a sus propios pecados y debilidades (de una forma tan atroz como asidua), y por lo visto y vivido, antes y ahora, éstas son muchas, quizá infinitas.
El gran Gatsby de Baz Luhrmann es el exceso visual, sonoro y onírico, de una gran tragedia americana, donde todo ocurre por un sueño, siendo este leitmotiv el que se convierte en el auténtico y único salvavidas de una gran historia que surge como una forma de terapia. Asistir y salir vivo de esta gran fiesta del desenfreno y la opulencia no debió ser tarea fácil; una empresa en la que el propio autor de la obra también sucumbió, y a la que Luhrmann ahora dota de un sinfín de imágenes impactantes y efectos sonoros y especiales destinados a no dejarnos indiferentes. Sin embargo, no es sino cuando la acción se detiene y se fija en sus protagonistas, cuando el verdadero destello de la historia y la película alcanza sus mejores momentos y su zenit, aunque nuestros sentidos todavía estén aturdidos de tanto efecto pirotécnico, al que por no faltarle, no le falta ni una gran banda sonora, en la que incluso Lana del Rey sale reforzada al mostrarnos su mejor faceta de cantante de ecos infinitos y estremecedoramente profundos, lo que sin duda, convierte a este apartado sonoro en uno de los grandes aciertos del film, que va desarrollándose como el final de un carnaval donde a última hora nada es lo que en apariencia representa. De ahí, esa necesidad persistente en toda la obra, de buscar más allá de los simples reflejos.
Baz Luhrmann ha cuidado hasta la extenuación cada uno de los detalles de la producción. Nada está fuera de su alcance, desde el vestuario hasta la música, pasando por la fidelidad del guión de una historia salpicada de brillantes y poéticos y atormentados momentos, bajo cuyos enigmas transitan la esencia del ser humano: la búsqueda de la felicidad, el encontronazo con la desgracia, el afán de ser reconocido, la necesidad de pertenencia a una determinada clase social, el ascenso en la vida… todo camina de una forma rutilante bajo los renglones de una gran novela que en este caso tenemos la fortuna de ver convertida en imágenes que nos sumergen en un sueño; un sueño dorado, al fin y al cabo, que se esconde tras el destello rutilante de la mirada de un hipnotizador Leonardo diCaprio en el papel de Gatsby, y de la dulzura ensoñadora de una frágil y temerosa Daisy Buchanan. El bien y el mal, la sobreexposición y la intimidad, la opulencia y la pobreza más absolutas, se dan la mano con suma naturalidad en este relato de las más grandes penurias del ser humano, en la que una vez más, cada personaje busca una puerta, pero no una cualquiera, sino aquella que le sirva como salida para dar rienda suelta a sus más íntimos deseos, donde además del dinero, la pasión y el amor sean la vía que les lleve a culminar su última esperanza; una esperanza de la que no quedará ninguna huella, como en los sueños más profundos.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel