El olor de la Navidad. Por Antonio Pérez Henares

El olor de la Navidad

 

El olor de la Navidad

 

 

Las ciudades se visten de luz en Navidad, pero no pueden conseguir su olor. Porque el olor de la Navidad es un olor a leña, a lumbre, a campo. Las urbes se engalanan y encienden, derraman vatios y desparraman decibelios y, cierto, levantan el ánimo, porque la luz y la música siempre han sido portales de alegría para los hombres. Y con ellos me alegro. Pero una lumbre ardiendo, el calor del fuego acariciándole a uno la cara, las llamas iluminando a quienes queremos, el olor de la encina y el crepitar de la madera haciéndose brasa vale por todos los millones de bombillas.
La Navidad es nuestra infancia y queda a ella indisolublemente asociada. Y desde esa nostalgia escribo. Reconocerán conmigo, hasta los urbanitas más recalcitrantes, que estas fiestas huelen a pueblo, aunque sea perdido, y si no que miren el belén y verán que los que por allí aparecen no son precisamente asfálticos. Aunque justo es reconocer que tampoco es que ya queden pastores, ni ovejas, ni bueyes ni mulas por muchas de nuestras aldeas. Pero insisto: el olor de la Navidad, aunque no tengan más que unas lucecillas parpadeando por la plaza o la puerta de la iglesia, lo tienen ellos y además por allí aún no se acerca tanto ese gordo vestido de colorado que se ha escapado de las películas americanas y nos tiene invadidos. Que arrasará también pero un algo aún resistimos.

Así que por una vez los que hemos sido niños de pueblo les sacamos ventaja a los que fueron niños de capital y, sin querérselo restregar mucho, les diré que es algo que tenemos muy guardado y muy apreciado en el recuerdo y que, si queremos alardear, yo, por ejemplo, les diré que hasta llegué a ver una mañana de Reyes, al amanecer, y trasponiendo por la curva del cerro de la Muela, a uno de los tres Magos. Y eso ¿a ver que niño de la capital podía verlo? Que luego ya cayera yo, al cabo del tiempo, de que había sido la grupa de la mula del tío Juanito que se iba a los «cuatro pies» rumbo a Jadraque no le quita ni una brizna de emoción y verdad a la cosa. Yo había visto al Rey Mago y punto.
La verdadera patria de un hombre es su infancia y por ello me duele como si a mi infancia intentaran destruir los ataques con odio camuflado que a la Navidad se hacen. Y no necesito para defenderla ser creyente de religión alguna. Ellos sabrán las cuentas que consigo mismos quieren ajustarse y el porqué de su inquina y su vesania. A uno lo que le apena es como de esa infancia se nos van desgajando los asideros, los cariños que más nos han alentado y calentado nuestra vida. Y eso en Nochebuena nos envuelve con el vacío de lo que hemos perdido y ya no nos acompañará en lo que de existencia nos quede. Cuando la pérdida es la madre no hay lumbre que nos logre calentar el alma.

Antonio Pérez Henares

 

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